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Authors: Edith Wharton

Las hermanas Bunner (14 page)

BOOK: Las hermanas Bunner
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Después de aquello, Ann Eliza tuvo la sensación de que la tienda y la trastienda habían dejado de ser suyas. Parecía que su presencia en ellas era una concesión, como si el poder invisible que rodeaba a Evelina a pesar de la ausencia de su ministro la tolerara con indulgencia. El cura pasaba casi a diario, y finalmente llegó un día en que fue llamado para administrar un rito cuyo significado sacramental Ann Eliza solo atisbó. Lo único que sabía era que Evelina se alejaba, se alejaba cada vez más bajo esa guía desconocida, que la separaba más de ella que los lugares oscuros de la muerte.

Cuando el sacerdote llegó sosteniendo un objeto tapado en las manos, ella se marchó sigilosamente a la tienda y cerró la puerta de la trastienda para dejarlo a solas con su hermana.

Corría una tarde cálida de mayo; el ailanto torcido cuyas raíces asomaban por una fisura de la acera de enfrente era una fuente de sosegado verdor. Unas mujeres con finos vestidos caminaban con el pasear lánguido de la primavera; después apareció un hombre con una carretilla llena de pensamientos y geranios, que se detuvo delante de la ventana y le hizo un gesto a Ann Eliza para que le comprara.

Transcurrió una hora antes de que la puerta de la trastienda se abriera y apareciera otra vez el cura llevando ese objeto misterioso y tapado. Ella se puso en pie y dio un paso atrás cuando él se cruzó en su camino. No cabía duda de que él había percibido su antipatía, pues hasta aquel momento solo había inclinado la cabeza al entrar y al salir; pero aquel día se detuvo y la miró compasivamente.

—He dejado a su hermana en un estado de ánimo muy hermoso —anunció quedamente con una voz que parecía femenina—. Goza de un gran consuelo espiritual.

Ella no respondió; él le hizo una reverencia y se marchó. Ann Eliza regresó rauda al lecho de su hermana y se arrodilló junto a él. Evelina tenía los ojos muy abiertos y muy brillantes; los posó sobre Ann Eliza con una mirada de iluminación interior.

—Voy a ver a mi hijo —afirmó; cerró los párpados y se quedó dormida.

El médico volvió al caer la noche y le administró unos últimos lenitivos; una vez se hubo marchado, Ann Eliza se negó a que la señorita Mellins o la señora Hawkins la acompañaran en la vigilia y se sentó a velar sola a su hermana.

Fue una noche muy apacible. Evelina no habló ni abrió los ojos; en el momento de quietud antes del amanecer, Ann Eliza advirtió que la mano inquieta que estaba encima de la colcha había dejado de temblar. Se acercó, se agachó y notó que de la boca de su hermana no salía aliento alguno.

El funeral se celebró tres días después. Evelina fue enterrada en el cementerio del Calvario; el sacerdote se ocupó de todo lo necesario mientras Ann Eliza, como espectadora pasiva, contemplaba con una indiferencia glacial esa última negación de su pasado. Una semana después se encontraba, con el sombrero y el mantón, delante de la puerta de la tiendecita. El aspecto de esta había cambiado completamente. El mostrador y las estanterías estaban vacíos, el escaparate no exhibía la acostumbrada miscelánea de flores artificiales, papel de escritorio, hormas de alambre para sombreros y adornos lacios que acababan de venir del tinte; del cristal de la puerta colgaba un letrero que rezaba: «Se alquila esta tienda».

Ann Eliza apartó la vista de ese letrero al salir y cerró la puerta a su paso. El funeral de Evelina había resultado muy caro, y ella, tras haber vendido todas las existencias y los pocos muebles que le quedaban, salía de la tienda por última vez. No había podido comprar ropa de luto, pero la señorita Mellins le había cosido unos crespones al sombrero y al mantón viejos y negros; como no tenía guantes, metió las manos desnudas debajo de los pliegues del mantón.

La mañana era hermosa: se había apoderado del ambiente una cálida luz que había obligado a abrir todas las ventanas de la calle y que había sacado a los alféizares todas las plantas enfermizas cuidadas en el interior durante el invierno. Ann Eliza iba a poner rumbo al oeste, hacia Broadway, pero en la esquina se detuvo, se dio la vuelta y miró aquel tramo familiar de la calle. Su mirada se posó un instante en el desvaído letrero que rezaba «Hermanas Bunner», encima del escaparate vacío de la tienda; de ahí pasó al exuberante follaje de la plaza, sobre el cual se alzaba la torre de la iglesia con el reloj en el que las hermanas habían consultado la hora antes de que Ann Eliza comprara el reloj de níquel. Lo contempló como si fuera el escenario de una vida desconocida de la que le habían llegado vagas noticias; por sí misma solo sentía la compasión lejana que las personas ocupadas dedican a las desgracias de las que se enteran de oídas.

Se encaminó a Broadway y llegó a la oficina inmobiliaria a la que había confiado el subarriendo de la tienda. Le dejó la llave a uno de los empleados, que la cogió como si solo fuera una entre mil y que comentó que, viendo el tiempo que hacía, parecía que la primavera ya iba a llegar de veras; después ella se marchó y empezó a avanzar por la gran avenida, cuyas bulliciosas actividades comenzaban a despertar.

Se puso a caminar con mayor lentitud, a estudiar los escaparates por los que pasaba, pero no con la mirada ociosa del deleite: la vigilante intensidad de sus ojos no se detenía en nada que no fuese el objeto de su búsqueda. Por fin dejó de andar delante de un pequeño escaparate encajonado entre dos edificios mastodónticos, en el que se veían, detrás de una luna brillante adornada con muselina, una variada colección de almohadones de sillón, mantelitos, limpiaplumas, almanaques pintados y otros ejemplos de la laboriosidad femenina. En una esquina del escaparate había leído, en un papel pegado a la parte interior del cristal: «Se busca dependienta»; tras escudriñar los primorosos objetos expuestos debajo del aviso se recolocó el mantón de un tirón, enderezó la espalda y entró.

Detrás de un mostrador atestado de alfileteros, estuches para relojes de bolsillo y otras fruslerías hechas de encaje, había una joven regordeta de cabello lacio que cosía unos lazos a una cesta para retazos. La tiendecita tenía aproximadamente el mismo tamaño que el de aquella cuya puerta Ann Eliza acababa de cerrar, y todo en ella parecía tan nuevo, alegre y próspero como Evelina y ella habían soñado que Hermanas Bunner llegaría a ser. El ambiente cordial de aquel lugar la animó a armarse de valor para hablar.

—¿Una dependienta? Sí, buscamos una. ¿Nos puede recomendar a alguien? —preguntó la joven en un tono no exento de cordialidad.

Ann Eliza dudó, perpleja por la pregunta inesperada; la otra mujer, ladeando la cabeza para estudiar el efecto del lazo que acababa de coser a la cesta, prosiguió:

—No podemos permitirnos más de treinta dólares al mes, pero el trabajo no es pesado. La persona tendría que coser algunos adornos de vez en cuando. Queremos una muchacha avispada, elegante y de modales corteses. Ya me entiende usted. En todo caso, no mayor de treinta años y guapa. ¿Me anota el nombre?

Ann Eliza la miró atónita. Abrió la boca para explicarse, pero entonces, sin decir nada, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta cuyo cristal cubría una cortina limpísima.

—Oiga, ¿no va a dejarme la dirección? —exclamó la joven.

Ann Eliza salió a la calle bulliciosa. En la gran ciudad, bajo el bello cielo primaveral, parecían palpitar los temblores de un sinfín de comienzos. Ella siguió caminando, buscando otra tienda en cuyo escaparate hubiera un aviso.

NOTA DE LOS EDITORES

Edith Wharton escribió
Las hermanas Bunner
en 1892, si bien no se publicó hasta 1916 en el volumen
Xingu and other stories
(Nueva York, Scribner's). Ese mismo año apareció en dos partes en la
Scribner's Magazine
(la primera parte, en octubre, y la segunda, en noviembre).

Para la traducción nos hemos atenido a la edición de The Library of America, aunque hemos respetado la división en dos partes que siguen otras ediciones.

[1]
Escuela de pintores paisajistas norteamericanos de mediados del siglo XIX. (Esta nota, como las siguientes, es del traductor)

[2]
En lingüística histórica, la ley de Grimm describe la evolución de las vocales y de las consonantes en las lenguas indoeuropeas, en particular en las germánicas.

[3]
De
schwein,
«cerdo» en alemán.

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