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Authors: Edith Wharton

Las hermanas Bunner (13 page)

BOOK: Las hermanas Bunner
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Pero no disponía de mucho tiempo para cavilar sobre esos problemas. El cuidado de Evelina llenaba sus días y sus noches. El médico convocado con urgencia había dictaminado que padecía neumonía, y, gracias a los cuidados que este le dispensó, los síntomas más llamativos de la enfermedad se aplacaron. Pero la recuperación solo fue parcial; la enferma siguió en la cama mucho después de que las visitas del médico cesaran, demasiado débil para moverse y aparentemente indiferente a todo cuanto la rodeaba.

Finalmente una tarde, unas seis semanas después de su regreso, le dijo a su hermana:

—Tengo la sensación de que nunca me volveré a levantar.

Ann Eliza dejó la tetera que estaba colocando en el fogón. La sobresaltó el eco que esas palabras encontraron en su interior.

—¡No digas esas cosas, Evelina! Lo único que te pasa es que estás exhausta y alicaída.

—Sí, estoy alicaída —farfulló la enferma.

Unos meses antes Ann Eliza habría reaccionado a esa confesión con unas palabras admonitorias y melindrosas; ahora la aceptó en silencio.

—A lo mejor te mejora el ánimo cuando dejes de tener tos —aventuró.

—Sí, o a lo mejor dejo de tener tos cuando me mejore el ánimo —replicó Evelina con un atisbo de su antiguo descaro.

—¿Te sigue doliendo igual cuando toses?

—No noto mucha diferencia.

—En ese caso volveré a pedir al médico que se acerque —dijo Ann Eliza, intentando adoptar el tono neutro con el que hablaría de llamar al fontanero o al hombre del gas.

—No sé para qué vas a llamar al médico... ¿Quién le va a pagar?

—Yo —respondió la hermana mayor—. Aquí tienes el té y un poco de tostada. ¿No te tienta?

En las vigilias nocturnas a Ann Eliza ya le había atormentado la misma cuestión (¿quién iba a pagar al médico?), y pocos días antes la había silenciado temporalmente pidiéndole veinte dólares a la señorita Mellins. La transacción le había supuesto una de las luchas más encarnizadas de su vida. Nunca le había pedido dinero a nadie, y siempre había clasificado la eventualidad de tener que hacerlo junto a otros extremos vergonzosos que la providencia impide que sobrevengan a las personas decentes. Pero ya había dejado de creer en la supervisión personal de la providencia, y, si se hubiera visto obligada a robar el dinero en vez de pedirlo, habría considerado que su conciencia era el único tribunal ante el cual debía rendir cuentas. Sin embargo, no por eso dejó de resultarle amarga la humillación de tener que pedirlo, y le parecía harto imposible que la señorita Mellins juzgase la situación con la misma frialdad que ella. La señorita Mellins se mostró muy amable, pero Ann Eliza también pensó, de forma no del todo ilógica, que su amabilidad debía recompensarse concediéndole el derecho a hacer preguntas; poco a poco vio cómo la modista iba apoderándose del triste secreto de Evelina.

Cuando llegó el médico, lo dejó solo con la enferma y se puso a trabajar en la tienda para poder verlo a solas cuando saliera. Quiso serenarse y empezó a ordenar una bandeja de botones; cuando él apareció, ella estaba musitando: «Veinticuatro de carey, veinticinco de nácar...». Enseguida advirtió que traía un semblante grave.

El doctor se sentó en una silla al lado del mostrador; a ella se le pasaron muchas ideas por la mente antes de que él dijera:

—Señorita Bunner, lo mejor que puede hacer es permitirme que asigne una cama para su hermana en St. Luke.

—¿En el hospital?

—No me dirá que tiene usted prejuicios al respecto, ¿verdad? —Empleó el tono con el que se convence a un niño mimado—. Sé que usted se desvive, pero la señora Ramy estaría mucho mejor atendida allí que aquí. Usted no dispone de tiempo para cuidarla y para ocuparse al mismo tiempo del negocio. Entiéndame, no le costará nada...

Ann Eliza no respondió.

—Entonces, ¿cree que mi hermana va a estar enferma durante mucho tiempo? —preguntó.

—Pues... sí, es muy posible.

—¿Está muy enferma?

—Sí. Está muy enferma.

El semblante del médico mostró aún mayor gravedad; el hombre parecía no tener ninguna prisa. Ann Eliza siguió separando los botones de nácar y los de carey. De pronto levantó la mirada y clavó los ojos en él:

—¿Se va a morir?

El médico le cogió la mano con afecto:

—Eso nunca se puede decir, señorita Bunner. La ciencia humana obra maravillas, y en el hospital la señora Ramy tendría muchas posibilidades.

—¿Qué le pasa? ¿De qué se está muriendo?

Él titubeó al intentar sustituir el término científico que le afloró a los labios por una expresión corriente.

—Quiero saberlo —insistió ella.

—Desde luego; me hago cargo. Veamos: su hermana ha atravesado una época difícil y presenta varias complicaciones que han desembocado en una tisis, una tisis galopante. En el hospital...

—Se va a quedar aquí —musitó ella.

Después de que el médico se marchase siguió ordenando los botones durante un rato; luego dejó la bandeja en su sitio, en un estante detrás del mostrador, y volvió a la trastienda. Encontró a Evelina recostada en las almohadas, con un rubor de agitación en las mejillas. Ann Eliza le colocó el chal que se le había caído de los hombros.

—¡Cuánto has tardado! ¿Qué ha dicho?

—Oh, se ha ido hace mucho, solo se ha detenido a darme una receta. Estaba ordenando la bandeja de botones. La chica de la señorita Mellins los ha mezclado todos.

Notó que Evelina la miraba fijamente.

—Ha debido de decirte algo. ¿El qué?

—Pues que tienes que cuidarte, guardar cama y tomarte una medicina nueva que te ha mandado.

—¿Te ha dicho si me voy a recuperar?

—¡Caramba, Evelina!

—Es inútil, Ann Eliza: no puedes engañarme. Acabo de levantarme para mirarme al espejo; en el hospital vi a muchas personas con este mismo aspecto. No se recuperaron, y yo tampoco lo voy a hacer. —Echó la cabeza hacia atrás—. No tiene gran importancia, ya estoy cansada. Solo hay una cosa, Ann Eliza...

La hermana mayor se acercó al lecho.

—Hay una cosa que no te he contado. No quería decírtelo todavía porque temía que te disgustase, pero si según él voy a morir debes saberlo. —Hizo una pausa para toser; a Ann Eliza le pareció que cada tos marcaba un minuto de las horas que le quedaban.

—No digas nada ahora: estás cansada.

—Seguramente mañana lo estaré más. Y quiero que lo sepas. Acércate más; ahí.

Ann Eliza la obedeció en silencio mientras le acariciaba la mano consumida.

—Me he convertido al catolicismo.

—¡Evelina! ¡Oh, Evelina Bunner! Católica..., ¿tú? Ay, Evelina, ¿te obligó él?

Ella negó con la cabeza:

—Creo que él más bien no profesaba ninguna religión: nunca hablaba de ese tema. Pero resulta que la señora Hochmüller era católica, y cuando enfermé pidió al médico que me mandara a un hospital de esa confesión; las monjas fueron muy buenas conmigo y el cura venía a hablarme; lo que me decía me ayudó a no volverme loca. Me pareció que me lo ponía todo más fácil.

—Hermana, pero ¿cómo has podido? —se lamentó Ann Eliza.

Sobre la religión católica lo desconocía prácticamente todo, a excepción de que los papistas creían en ella, una acusación suficientemente grave. Su rebelión espiritual no la había liberado de la parte formal de sus creencias religiosas, y siempre había juzgado la apostasía como uno de los pecados que los puros de espíritu debían mantener alejados de los pensamientos.

—Y cuando nació el niño —prosiguió Evelina—, lo bautizó inmediatamente para que fuera al cielo; después de eso yo tenía que convertirme.

—No me parece...

—¿Acaso no tengo que estar donde está mi hijo? No puedo subir al cielo si no soy católica. ¿No lo entiendes?

Ann Eliza se quedó sin palabras y retiró la mano. Volvía a verse excluida del corazón de Evelina, a ser una exiliada de sus afectos más íntimos.

—Tengo que ir al mismo sitio donde está mi hijo —insistió febrilmente Evelina.

Ann Eliza no supo qué decir: solo era consciente de que su hermana se estaba muriendo, de que moría entre sus brazos como si fuera una desconocida. Ramy y el bebé de un día la habían separado para siempre de ella.

Evelina volvió a hablar:

—Si empeoro quiero que llames a un sacerdote. La señorita Mellins sabrá dónde encontrarlo: una tía suya es católica. Dame tu palabra de que lo harás.

—Te doy mi palabra.

Después de eso no volvieron a abordar la cuestión, pero Ann Eliza comprendió que la bolsita negra que su hermana llevaba al cuello, que inocentemente había tomado por un recuerdo de Ramy, se trataba de un amuleto sacrílego, y sus dedos rehusaron tocarlo al lavar y vestir a Evelina. Se figuraba que era el instrumento diabólico del alejamiento de ambas.

XIII

Al fin había llegado de veras la primavera. Habían brotado las hojas en el ailanto que Evelina veía desde la cama, unas nubecillas flotaban en el cielo y de vez en cuando el grito de un vendedor de flores llegaba desde la calle.

Un día se produjeron unos tímidos golpes en la puerta de la trastienda y apareció Johnny Hawkins con dos junquillos amarillos en la mano. Se estaba volviendo más alto y más corpulento, y su rostro redondo y pecoso se estaba convirtiendo en una copia más pequeña del de su padre. Se acercó a Evelina y le tendió las flores.

—Se han caído de un carro y el hombre ha dicho que me las podía quedar. Pero son para usted —anunció.

Ann Eliza se levantó de la silla frente a la máquina de coser e intentó cogérselas.

—No, para usted no: para ella —objetó él enérgicamente; Evelina tendió la mano.

Una vez se hubo marchado Johnny, se tumbó y las miró sin decir palabra. Ann Eliza, que había vuelto a colocarse delante de la máquina, acercó la cabeza a la costura que estaba haciendo: el repiqueteo de la máquina le recordó el tictac del reloj de Ramy y le pareció que la vida había retrocedido y que Evelina, radiante e insensata, acababa de entrar en la habitación con las flores en la mano.

Cuando al fin se atrevió a levantar la mirada, vio que su hermana tenía la cabeza apoyada en la almohada y que dormía tranquila. Su mano relajada seguía sosteniendo los junquillos, pero resultaba evidente que no le habían traído recuerdo alguno: se había quedado dormida inmediatamente después de que Johnny se los diera. Ese descubrimiento hizo que Ann Eliza se diera cuenta sobresaltada de que el pasado de su hermana debía de ser un compendio de destrucciones. «Aunque no creo que yo hubiera podido olvidar ese día», se dijo. Sin embargo, se alegraba de que Evelina sí hubiese olvidado.

La enfermedad de Evelina siguió los cauces habituales: ora la arrastraba con una breve ola de euforia, ora la sumía en nuevos abismos de debilidad. Poco se podía hacer; el médico empezó a aparecer a intervalos cada vez más espaciados. Cuando se marchaba, siempre repetía su primera y amistosa sugerencia de ingresarla en el hospital, pero Ann Eliza siempre respondía: «Creo que podemos apañarnos».

Para ella, las horas transcurrían con la inusitada velocidad que les brinda una gran dicha o una gran angustia. Llevaba a cabo las actividades cotidianas con una precisión firme y risueña aunque apenas era consciente de lo que hacía, y, cuando la llegada de la noche le permitía abandonar la tienda y proseguir con la labor junto a la cama de Evelina, la misma sensación de irrealidad se apoderaba de ella y seguía teniendo la impresión de que realizaba una tarea cuya razón de ser había dejado de recordar.

En una ocasión, al encontrarse mejor, Evelina quiso fabricar unas flores artificiales, y Ann Eliza, engañada por ese interés incipiente, sacó los ajados fardos de pétalos y tallos, los pequeños instrumentos y los carretes de alambre. No obstante, al cabo de unos minutos Evelina soltó la labor y dijo:

—Voy a esperar a mañana.

No volvió a mencionar la confección de flores, pero un día, cuando vio que a Ann Eliza le costaba adornar un sombrero primaveral para la señorita Hawkins, le pidió con impaciencia que se lo acercara; en un santiamén reforzó el lazo exangüe y dio al ala la inclinación necesaria.

Aquellos fueron destellos infrecuentes; eran más habituales los días de callado desfallecimiento, en los que se quedaba mirando por la ventana en silencio durante horas y solo la alteraba esa tos fuerte e incesante cuyo sonido asociaba Ann Eliza con el de unos clavos hundiéndose en un ataúd.

Finalmente, una mañana, Ann Eliza se levantó del colchón extendido a los pies de la cama, llamó apresuradamente a la señorita Mellins y corrió bajo un amanecer brumoso para buscar al médico. Volvió acompañada de este, que hizo todo lo que pudo por brindar un alivio momentáneo a Evelina y después se marchó, tras haber prometido que volvería a pasar antes del anochecer. La señorita Mellins, con la cabeza aún repleta de papillotes, desapareció tras él; cuando las hermanas se quedaron solas Evelina rogó a Ann Eliza que se acercara.

—Me lo habías prometido —musitó, agarrándole el brazo, y Ann Eliza supo a qué se refería.

Todavía no se había atrevido a contarle a la señorita Mellins el cambio de religión de Evelina, pues se le había antojado más difícil que pedirle dinero, pero ahora había que hacerlo. Subió a toda prisa las escaleras siguiendo los pasos de la modista y la detuvo en el rellano.

—Señorita Mellins, ¿podría usted indicarme cómo llamar a un cura..., a un cura católico?

—¿A un cura, señorita Bunner?

—Sí. Mi hermana se ha convertido al catolicismo mientras estaba fuera. Han sido buenos con ella cuando estaba enferma, y ahora quiere ver a un cura. —Le sostuvo la mirada sin ningún titubeo.

—La señora Dugan, mi tía, lo sabrá. En cuanto me quite los papillotes voy corriendo a su casa —prometió la modista; Ann Eliza se lo agradeció.

Al cabo de un par de horas apareció el sacerdote. Ella, que estaba esperando, lo vio bajar los escalones que llevaban a la puerta de la tienda y se acercó a recibirlo. El gesto del religioso era afable, pero su peculiar atuendo, su rostro pálido con un mentón azulado y una sonrisa enigmática le inspiraron rechazo. Ann Eliza se quedó en la tienda. La chica de la señorita Mellins había vuelto a mezclar los botones, y se dispuso a clasificarlos. El cura pasó largo rato con Evelina. Cuando volvió a pasear su sonrisa enigmática junto al mostrador y Ann Eliza regresó junto a Evelina, esta lucía una sonrisa que participaba del mismo misterio, pero no le desveló el secreto.

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