Read Las hermanas Bunner Online
Authors: Edith Wharton
—¡Hermana! ¡Oh, Evelina! ¡Sabía que volverías! —A continuación la estrechó entre sus brazos con un prolongado gemido de triunfo. Pronunció un torrente de palabras deshilvanadas mientras apoyaba su mejilla contra la de su hermana: expresiones de cariño triviales e inconexas aprendidas de los largos discursos de la señora Hawkins a su pequeño.
Evelina se dejó abrazar pasivamente durante un rato; luego se zafó y contempló la tienda:
—Estoy cansadísima. ¿No está la chimenea encendida? —inquirió.
—¡Pues claro que sí! —Ann Eliza, agarrándole la mano con gran fuerza, la llevó a la trastienda. Todavía no quería preguntarle nada, solo sentir que el vacío de la tienda volvía a estar rebosante de la única presencia que para ella representaba lo cálido y lo luminoso.
Se arrodilló delante del hogar, rebañó unos trozos de carbón y leña del fondo del cubo y acercó una de las mecedoras al débil fuego.
—Ya está: dentro de un momento se avivará —aseguró.
Obligó a Evelina a sentarse sobre los desgastados almohadones de la mecedora y, agachándose a su lado, empezó a frotarle las manos.
—¡Estás fría como un témpano! Quédate aquí calentándote mientras yo voy corriendo a poner la tetera. Tengo una cosa que siempre te gustaba para cenar. —Le colocó una mano en el hombro—. ¡No, no digas nada todavía! —le rogó. Quería prolongar ese único y frágil segundo de felicidad que mediaba entre ella y lo que sabía que se avecinaba.
Evelina, sin pronunciar palabra, se acercó al fuego, aproximó las manos macilentas a la llama y observó a Ann Eliza mientras esta llenaba la tetera y ponía la mesa. Su mirada tenía la fijeza somnolienta de un niño medio dormido.
Ann Eliza, con una sonrisa victoriosa, sacó del armario un trozo de tarta de crema y lo colocó al lado del plato de su hermana.
—Esto te gusta, ¿verdad? La señorita Mellins me lo ha mandado esta mañana. Anoche fue a cenar a su casa su tía de Brooklyn. ¿No es curioso que haya sido precisamente ahora?
—No tengo hambre —repuso Evelina mientras se levantaba para acercarse a la mesa.
Ocupó el lugar habitual, miró en derredor con el mismo gesto de desconcierto y después, como antaño, se sirvió la primera taza de té.
—¿Qué ha pasado con la estantería? —inquirió de pronto.
Ann Eliza dejó la tetera y se puso en pie para coger una cucharilla del armario. Dando la espalda a su hermana respondió:
—¿La estantería? Cariño, es que viviendo aquí yo sola no era más que otro trasto al que había que quitar el polvo, así que la vendí.
La mirada de Evelina siguió paseándose por la conocida estancia. Aunque la venta de cualquier bien doméstico contravenía todas las tradiciones de la familia Bunner, no mostró sorpresa por la respuesta de su hermana.
—¿Y el reloj? El reloj tampoco está.
—Oh, lo regalé; se lo di a la señora Hawkins. Con su último hijo, hay muchas noches en las que no duerme.
—Ojalá nunca lo hubieras comprado —le espetó Evelina.
El miedo heló el corazón de Ann Eliza. Sin responder, se acercó a su hermana y le sirvió una segunda taza de té. Entonces tuvo otra idea: regresó al armario y sacó el cordial. Durante la ausencia de Evelina, los vecinos inválidos le habían dado tragos considerables, pero aún quedaba un vaso del preciado líquido.
—Toma, bébete esto ahora mismo: nada te calentará más rápido —le propuso Ann Eliza.
Evelina obedeció, y un leve reflejo de color le volvió a las mejillas. Se volvió hacia el bizcocho de crema y empezó a comérselo con una voracidad silenciosa cuya contemplación resultaba perturbadora. Ni siquiera se preocupó por si le quedaba algo a Ann Eliza.
—No tengo hambre —repitió mientras dejaba el tenedor—. Estoy cansadísima, nada más: ese es el problema.
—Entonces deberías acostarte inmediatamente. Ahí tienes mi vieja bata de cuadros escoceses... Te acuerdas de ella, ¿no?
Ann Eliza soltó una carcajada al recordar las burlas de Evelina sobre los atuendos anticuados. Con dedos temblorosos empezó a desabrocharle el manto a su hermana. El vestido de debajo narraba tal historia de pobreza que Ann Eliza no se atrevió a detenerse a estudiarlo. Se lo quitó con mimo y, cuando cayó de los hombros de su hermana, dejó al descubierto una bolsita negra con una cinta colgada al cuello. Evelina alzó la mano como si quisiera ocultarle la bolsita; la hermana mayor, al advertir ese ademán, prosiguió la tarea con la vista baja. Desvistió a Evelina con la mayor rapidez posible, la envolvió en la bata de cuadros, la acostó y extendió su mantón y el de su hermana por encima de la manta.
—¿Dónde está la vieja colcha roja? —quiso saber Evelina mientras apoyaba la cabeza en la almohada.
—¿La colcha? Oh, pesaba tanto y daba tanto calor que dejé de utilizarla después de que te marcharas, así que también la vendí. No puedo dormir con mucha ropa de cama.
Advirtió que su hermana la miraba con mayor atención.
—Supongo que tú también habrás pasado apuros —apuntó Evelina.
—¿Yo? ¿Apuros? ¿Por qué lo dices?
—Porque has tenido que empeñar cosas —añadió Evelina con un tono frío y cansado—. Pero yo he vivido una situación peor. He estado en el infierno y he salido de él.
—¡Ay, Evelina! ¡No digas eso, hermana! —le rogó Ann Eliza, asustada por esa palabra sacrílega. Se arrodilló y empezó a frotarle los pies por debajo de las sábanas.
—He estado en el infierno y he salido de él... si es que he llegado a salir —insistió Evelina. Levantó la cabeza de la almohada y empezó a hablar con una repentina locuacidad febril—. Todo empezó enseguida, menos de un mes después de que nos casáramos. Desde entonces he vivido en el infierno, Ann Eliza. —Clavó la vista con una vehemente fijación en el rostro de su hermana—. Tomaba opio. No lo descubrí hasta mucho después. Al principio, cuando se comportaba de ese modo tan extraño, pensé que bebía. Pero aquello era peor, mucho peor que la bebida.
—¡Oh, no me lo cuentes, no me lo cuentes todavía! Es tan bonito que volvamos a estar juntas...
—Debo contártelo —insistió Evelina, en cuyo rostro arrebolado ardía una suerte de crueldad amarga—. Tú no sabes cómo es la vida, lo desconoces todo de ella: siempre estás aquí, a salvo, en este lugar tranquilo.
—Ay, Evelina, ¿por qué no me escribiste y me pediste que acudiera si las cosas eran así?
—Precisamente por eso no te podía escribir. ¿No imaginaste que sentía una gran vergüenza?
—¿Cómo es posible? ¿Te avergonzaba escribirme a mí?
Evelina se incorporó apoyándose en un codo escuálido; Ann Eliza se agachó y le tapó el hombro con una esquina del mantón.
—No te levantes. Si no, cogerás un resfriado de muerte.
—¿De muerte? ¡La muerte no me asusta! No sabes por lo que he pasado.
Incorporándose en la vieja cama de caoba, con las mejillas arreboladas y un castañeteo en los dientes, y con el brazo tembloroso de Ann Eliza agarrándole el mantón que le rodeaba el cuello, Evelina narró su historia de un tirón. Se trataba de una historia con unas desgracias y humillaciones tan alejadas de las inocentes experiencias de la hermana mayor que una gran parte apenas le resultó inteligible. La espeluznante familiaridad de Evelina con todo aquello, su facilidad para hablar de cosas que Ann Eliza solo barruntaba y que enseguida le produjeron un profundo rechazo, le parecieron aún más ajenas y terribles que la historia narrada en sí. Una cosa era —y vive Dios que ya era mala— enterarse de que el marido de tu hermana era toxicómano; otra muy distinta, y mucho peor, que los pálidos labios de tu hermana desvelasen las bajezas que se escondían tras esa palabra.
Evelina, insensible a cualquier congoja que no fuera la suya, se quedó con la espalda recta, temblando, mientras Ann Eliza la abrazaba y ella desgranaba, con todo lujo de detalles, su lúgubre narración.
—En cuanto llegamos y él se dio cuenta de que el empleo era peor de lo que pensaba, cambió. Al principio pensé que estaba enfermo: intenté cuidarlo, que no saliera de casa. Luego advertí que se trataba de otra cosa. Pasaba varias horas fuera, y al volver tenía la mirada como enturbiada. A veces apenas me reconocía, y, cuando lo hacía, daba la impresión de que me odiaba. Una vez me pegó aquí. —Se llevó la mano al pecho—. ¿Te acuerdas, Ann Eliza, de cuando dejamos de verlo durante una semana, después de haber ido todos juntos a Central Park, y de que tú y yo pensamos que debía de estar enfermo?
Ann Eliza asintió.
—Pues lo que le había pasado era eso: se había estado intoxicando. Aunque no con tanta intensidad. Cuando llevábamos en torno a un mes allá, desapareció durante una semana entera. En la tienda lo readmitieron y le concedieron otra oportunidad, pero tras esa segunda vez lo despidieron, y él estuvo dando vueltas sin conseguir otro empleo. Nos gastamos casi todo el dinero y tuvimos que marcharnos a un alojamiento más barato. Entonces encontró una ocupación, pero no le pagaban casi nada y no duró mucho en ella. Cuando supo lo de nuestro hijo...
—¿Vuestro hijo? —balbuceó Ann Eliza.
—Murió; solo vivió un día. Cuando supo que estaba embarazada, montó en cólera y dijo que no tenía dinero para pagar a un médico, que te escribiera para que nos ayudases. Estaba convencido de que tenías un dinero escondido del que yo no sabía nada. —Dirigió una mirada arrepentida a su hermana—. Fue él quien me obligó a pedirte esos cien dólares.
—Chitón, chitón. Mi intención era dártelos en cualquier caso.
—Sí, pero yo no los habría aceptado si él no hubiera insistido sin cesar. Conseguía que hiciera lo que él quería. Y cuando le dije que no iba a escribirte para pedirte más, respondió que entonces tenía que ganarlo yo. Fue en esa ocasión cuando me pegó... ¡Oh, y aún no te he contado nada! Intenté trabajar en una sombrerería, pero me encontraba tan enferma que me tuve que marchar. Siempre estaba enferma. Ojalá hubiera muerto, Ann Eliza.
—¡No digas eso, Evelina!
—Es lo que pienso. La situación no dejó de empeorar. Empeñamos los muebles y nos echaron porque no podíamos pagar el alquiler, así que nos fuimos de inquilinos a casa de la señora Hochmüller.
Ann Eliza la abrazó aún con más fuerza para apaciguar su propio temblor:
—¿De la señora Hochmüller?
—¿No sabías que se había marchado a vivir allí? Llegó un mes después que nosotros. A mí no me trató mal, y creo que intentó que él no se apartara del camino recto, pero Linda...
—¿Linda?
—Y como yo no dejaba de empeorar y él nunca estaba, pasaba varios días sin volver, el médico me mandó al hospital.
—¿Al hospital? ¡Ay, hermana!
—Era mejor que estar con él; los médicos fueron amabilísimos conmigo. Después de que naciera el niño me puse muy mala y tuve que quedarme allí una temporada. Un día que estaba en la cama apareció la señora Hochmüller, blanca como el papel, y me dijo que Linda y él se habían fugado juntos y que se habían llevado todo su dinero. Desde entonces no he vuelto a verlo. —Interrumpió su discurso con una carcajada y empezó a toser de nuevo.
Ann Eliza intentó convencerla para que se tumbara y durmiera, pero Evelina tuvo que contar el resto de la historia antes de apaciguarse y acceder. Tras la noticia de la fuga de Ramy sufrió unas fiebres cerebrales y hubo de ser ingresada en otro hospital, en el que pasó una larga temporada, aunque no sabía cuánto había durado allí. Las fechas y los días no significaban nada en la ruina amorfa en que se había convertido su vida. Al salir del hospital descubrió que la señora Hochmüller también se había ido. Se vio sin blanca y sin nadie a quien recurrir. Una dama que visitaba a los enfermos del hospital se mostró amable con ella y le encontró una casa en la que servir, pero estaba tan débil que no pudo conservar el empleo. Entonces encontró una ocupación de camarera en una casa de comidas del centro de la ciudad, pero un día se desmayó mientras llevaba un plato, y esa tarde, cuando le pagaron, le dijeron que no se molestase en volver.
—Después de eso pedí limosna en las calles —(Ann Eliza la volvió a estrechar con fuerza entre sus brazos)—, y una tarde de la semana pasada, cuando la gente salía de la primera función de los teatros, me topé con un hombre de rostro agradable, creo que se apellidaba Hawkins, que se detuvo a preguntarme qué me pasaba. Le contesté que, si me daba cinco dólares, tendría dinero suficiente para comprar el pasaje de vuelta a Nueva York; él me miró de arriba abajo y me dijo que, si eso era lo que quería, él me acompañaba de inmediato a la estación y que allí me los daría. Y eso hizo: me compró el pasaje y me dejó en el vagón.
Evelina se tumbó: su rostro era un triángulo cetrino en el abismo blanco de la almohada. Ann Eliza se acercó a ella y se fundieron en un largo abrazo, sin hablar.
Seguían entregadas a ese abrazo callado cuando se oyeron unos pasos en la tienda y Ann Eliza, sobresaltada, vio a la señorita Mellins en la puerta.
—¡Por amor del cielo, señorita Bunner! ¿Qué diantres hace usted? Señorita Evelina..., señora Ramy.., ¿es usted?
Los ojos de la señorita Mellins, que se salían de las órbitas, pasaron del pálido semblante de Evelina a los desordenados restos de la cena y al montón de ropa gastada en el suelo; después volvieron a posarse en Ann Eliza, quien se había interpuesto defensivamente entre su hermana y la modista.
—Mi hermana Evelina ha vuelto... Ha venido de visita, ha enfermado en el tren de vuelta... Supongo que ha cogido frío, y la he obligado a acostarse nada más llegar.
A Ann Eliza le sorprendieron la fuerza y el aplomo de su voz. Fortalecida por ese tono añadió, con la vista clavada en el rostro perplejo de la señorita Mellins:
—El señor Ramy ha emprendido un viaje al oeste, un viaje por motivos de trabajo. Evelina va a quedarse aquí hasta que él regrese.
Ann Eliza no se detuvo a indagar qué grado de credibilidad había obtenido su explicación de la vuelta de Evelina en el estrecho círculo de sus amistades. Aunque no recordaba haber mentido con anterioridad, sostuvo con una rígida tenacidad las consecuencias de su primer abandono de la verdad, y reforzó su declaración inicial con detalles adicionales siempre que un curioso aspiraba a pillarla por sorpresa.
Pero otros pesares más serios atormentaban su sobresaltada conciencia. Por primera vez en la vida atisbaba la horrible cuestión de la inutilidad de los sacrificios personales. Hasta entonces ni se le había pasado por las mientes poner en duda los principios heredados que habían regido su vida. Pensar en el beneficio de los demás antes que en el suyo propio le había parecido natural y necesario, porque había asumido que eso implicaba la consecución de ese beneficio. Ahora se daba cuenta de que renunciar a las alegrías de la vida no garantiza la transmisión de estas a aquellos por quienes se ha renunciado a ellas; su paraíso familiar estaba deshabitado. Sintió que ya no podía confiar ni siquiera en la bondad ni en Dios y que solo había un abismo negro sobre el tejado de la tienda Hermanas Bunner.