Las hermanas Bunner (10 page)

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Authors: Edith Wharton

BOOK: Las hermanas Bunner
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Un día, no mucho después de aquello, a Ann Eliza se le ocurrió desplazarse a Hoboken para buscar a la señora Hochmüller. Por mucho que le repeliese confesar sus cuitas a esa persona en particular, la angustia ya le había obligado a superar esas reticencias; sin embargo, cuando empezó a cavilar sobre la cuestión se encontró con una nueva dificultad. En la única ocasión en que la habían visitado, Evelina y ella se habían dejado guiar por el señor Ramy, y ahora se dio cuenta de que ni siquiera conocía el nombre del barrio de la lavandera y menos aún el de la calle en que vivía. Pero debía conseguir noticias de Evelina; ningún obstáculo era lo bastante grande para impedírselo.

Aunque deseaba fervientemente recabar el consejo de otra persona, no quería exponer su situación a la mirada escrutadora de la señorita Mellins, y al principio no se le ocurrió otro confidente. Entonces se acordó de la señora Hawkins, o más bien de su marido, quien, aunque ella siempre lo había considerado un hombre anodino y falto de cultura, probablemente poseía esa misteriosa facultad masculina de descubrir las direcciones de la gente. Le resultó muy difícil confiar el secreto siquiera a la benevolente señora Hawkins, pero al menos se libró del interrogatorio al que la modista la habría sometido. La presión acumulada de las obligaciones domésticas había cercenado hasta tal punto la curiosidad de la señora Hawkins por los asuntos de los demás que recibió la confidencia de su visitante con una indiferencia casi masculina, mientras mecía a su hijo de pocos meses en un brazo y con el otro intentaba controlar los impulsos acrobáticos del siguiente en edad.

—Caramba —observó sencillamente cuando Ann Eliza terminó—. Estate quieto, Arthur: la señorita Bunner hoy no tiene ganas de hacerte el caballito con el pie. ¿Y tú qué miras, Johnny? Vete a jugar, corre —añadió, mirando severamente a su hijo mayor, que, como era el menos travieso, solía ser el mayor receptor de los enfados de la madre con los demás—. Es posible que el señor Hawkins pueda ayudarla —prosiguió reflexiva, mientras los niños, que se habían dispersado tras la regañina, volvían a sus actividades anteriores como moscas que se posan en el mismo lugar del que una mano exasperada las ha espantado—. Le diré que vaya a verla en cuanto llegue, así le cuenta usted toda la historia. Seguramente podrá encontrar a esa señora Hochmüller en el listín. Sé que tienen uno en su trabajo.

—Se lo agradecería muchísimo —farfulló Ann Eliza mientras se levantaba con la falsa sensación de liviandad que se produce tras compartir una congoja largo tiempo oculta.

X

El señor Hawkins demostró ser merecedor de la fe que su esposa había depositado en sus capacidades. Recabó de Ann Eliza toda la información que esta pudo darle sobre la señora Hochmüller y volvió a la tarde siguiente con un papel en el que aparecía la dirección, debajo de la cual Johnny (el escribano de la familia) había anotado con grandes letras redondeadas los nombres de las calles que llevaban a ella desde el transbordador.

Ann Eliza no durmió en toda la noche y fue repitiéndose una y otra vez las indicaciones que el señor Hawkins le había dado. Era un hombre bondadoso, y ella sabía que la habría acompañado de buena gana a Hoboken; de hecho, vio en su tímida mirada la decisión medio tomada de ofrecerse a ir con ella, pero ese recado prefería hacerlo sola.

Por tanto, el domingo siguiente salió temprano; no le costó mucho llegar al transbordador. Casi había transcurrido un año desde la anterior visita a la señora Hochmüller, y una fría brisa de abril le azotó el rostro cuando accedió a la embarcación. Prácticamente todos los pasajeros se apiñaban en el camarote; ella se refugió en la esquina más oscura, temblando debajo del fino manto negro que tanto calor le había dado en julio. Empezó a acometerla cierto aturdimiento cuando bajó a tierra, pero un paternal agente de policía le ayudó a encontrar el ómnibus que necesitaba y, como si estuviera en un sueño, se vio recorriendo de nuevo el camino que llevaba a la casa de la señora Hochmüller. Le había dicho al revisor el nombre de la calle en la que quería bajarse; después se quedó, azotada por un viento penetrante, en la esquina próxima a la cervecería, donde el sol le había calentado con tanta fuerza en aquella otra ocasión. Al fin apareció un ómnibus vacío, en cuyo costado amarillo aparecía el nombre del barrio de la señora Hochmüller; Ann Eliza no tardó en verse avanzando entre traqueteos junto a estrechas casas de ladrillo que parecían islas entre solares vacíos, como moles enormes en una laguna desierta. Cuando el vehículo llegó al final del trayecto, se apeó y se quedó inmóvil durante un instante, intentando recordar por qué esquina había doblado el señor Ramy. Acababa de decidir preguntar al conductor cuando este hizo restallar las riendas sobre los lomos de los flacos caballos y el carruaje, todavía vacío, emprendió el rumbo a Hoboken.

Ann Eliza, sola en la cuneta, echó a caminar tímidamente y empezó a buscar aquella casita roja con un gablete sobre la que se alzaba un olmo, pero todo cuanto la rodeaba se le antojaba desconocido y hostil. Uno o dos hombres de semblante hosco se cruzaron lentamente con ella y le lanzaron unas miradas inquisitivas; ella fue incapaz de decidirse a hablar con ellos.

Finalmente, un muchacho de cabello rubísimo franqueó una puerta batiente que parecía ser indicadora de ilícitas juergas y ella se atrevió a confiarle sus tribulaciones. La oferta de cinco peniques indujo en él una rauda disposición a llevarla a casa de la señora Hochmüller: el chaval emprendió la marcha de inmediato, pasando junto al patio del picapedrero, mientras Ann Eliza lo seguía.

Tras otra curva de la calle llegaron a la casita roja; después de dar la recompensa a su guía, Ann Eliza abrió la cancela y se dirigió a la puerta. El corazón le latía con gran fuerza y tuvo que apoyarse en una jamba para que los labios le dejaran de temblar; hasta ese momento no se había percatado de cuánto le iba a doler hablar de Evelina con la señora Hochmüller. A medida que su agitación iba remitiendo empezó a advertir lo mucho que había cambiado la casa. No era solo que el invierno hubiera pelado el olmo y ennegrecido los parterres: toda la edificación presentaba un aspecto degradado y abandonado. Los cristales de las ventanas estaban rajados y sucios, y un par de contraventanas se mecía de modo lúgubre, pues los goznes se habían soltado.

Llamó varias veces antes de que le abrieran. Finalmente apareció en el umbral una irlandesa con un manto a la cabeza y un bebé en los brazos; al mirar el estrecho pasillo detrás de esa mujer, Ann Eliza vio que el deterioro interior de la pulcra morada de la señora Hochmüller era parejo al del exterior.

Cuando le dijo el nombre, la irlandesa la miró de hito en hito:

—¿La señora qué, dice usted?

—La señora Hochmüller. Estoy segura de que esta es su casa.

—De eso nada —repuso la mujer mientras se daba la vuelta.

—Oh, espere, por favor —imploró Ann Eliza—. No me puedo haber equivocado. Me refiero a la lavandera. Estuve aquí visitándola el junio pasado.

—¡Ah, se refiere a la lavandera holandesa, la que vivía aquí! Hace más de dos meses que se marchó. Ahora esta es la casa de Mike McNulty. ¡Chitón! —le dijo al bebé, que había abierto mucho la boca para proferir un aullido.

A Ann Eliza le temblaron las piernas:

—¿Que la señora Hochmüller se ha marchado? Pero ¿a dónde? Debe de andar por las inmediaciones. ¿No me puede dar razón de ella?

—Pues no —replicó la mujer—. Se marchó antes de que yo llegara.

—¡Dalia Geoghegan, entra al niño, que se va a enfriar! —exclamó una voz airada desde el interior.

—¡Espere, por favor! ¡Espere! —insistió Ann Eliza—. Es imperioso que encuentre a esa señora.

—¿Y entonces por qué no va a buscarla? —repuso la mujer, que inmediatamente le dio con la puerta en las narices.

Ella permaneció inmóvil en el umbral, aturdida por la inmensidad de su decepción, hasta que un estallido de gritos en el interior le hizo dirigirse al camino y franquear la cancela.

Ni siquiera entonces podía asimilar lo que había sucedido; se detuvo en medio de la calle y volvió a mirar a la casa, casi esperando que el rostro de la señora Hochmüller, antaño detestado, apareciera en una de las ventanas mugrientas.

La espabiló un viento helado que pareció surgir de pronto en ese escenario desolado y que le atravesó el vestido como si este fuera de gasa; se dio la vuelta y comenzó a desandar lo andado. Pensó en preguntar por la señora Hochmüller en alguna de las casas vecinas, pero su aspecto era tan hostil que siguió avanzando sin decidir a qué puerta llamar. Cuando llegó a la última parada del ómnibus, un coche acababa de salir en dirección a Hoboken, y se vio obligada a esperar en la esquina casi una hora, con un fuerte viento. Ya tenía las manos y los pies agarrotados por el frío cuando finalmente el carruaje volvió a aparecer a lo lejos; consideró hacer alguna escala en el trayecto al transbordador para tomar un té, pero antes de que llegaran a la zona de las casas de comidas empezó a sentir tal mareo y tales náuseas que solo pensar en ingerir algo le resultaba repulsivo. Al final embarcó en el transbordador y se quedó en el aire viciado y tranquilizador del atestado camarote; después sufrió otro intervalo de escalofríos en una esquina, otro largo trayecto lleno de traqueteos en un coche que cruzaba la ciudad y que olía a paja mojada y a tabaco; después de todo aquello, bajo el frío ocaso primaveral, abrió la puerta de su casa, cruzó a tientas la tienda y llegó a su dormitorio, que tenía la chimenea apagada.

A la mañana siguiente, la señora Hawkins fue a verla para que le contase el resultado del viaje, pero se la encontró sentada detrás del mostrador y arrebujada en un chal viejo.

—¡Santo cielo, señorita Bunner, está usted enferma! Debe de haberle entrado fiebre: ¡al menos lo parece, tiene el rostro colorado!

—No es nada. Seguramente cogí frío ayer en el transbordador —la tranquilizó Ann Eliza.

—¡Y aquí hace un frío sepulcral! —le regañó la señora Hawkins—. Deme la mano: está ardiendo. Señorita Bunner, tiene que acostarse inmediatamente.

—Oh, me es imposible. —Esbozó una débil sonrisa—. Olvida usted que solo estoy yo para atender la tienda.

—Pues si no se anda con cuidado no la va a seguir atendiendo durante mucho tiempo —repuso lúgubremente la vecina. Debajo de su plácido semblante cultivaba una pasión morbosa por las enfermedades y la muerte, y la imagen del sufrimiento de Ann Eliza la sacó de su acostumbrada indiferencia—. En cualquier caso no viene mucha gente a la tienda —añadió con una crueldad inconsciente—; voy a subir al piso de arriba, a ver si la señorita Mellins puede prescindir de una de sus chicas.

Ann Eliza, demasiado agotada para resistirse, dejó que la señora Hawkins la acostara y le preparara un té en la cocina; la señorita Mellins, que siempre respondía de forma bondadosa a cualquier petición de ayuda, mandó a la muchacha miope para que se ocupara de las hipotéticas clientas.

Ann Eliza, tras renunciar de tal manera a su independencia, se sumió en una apatía repentina. Por lo que ella recordaba, era la primera vez en su vida en que la cuidaban, en que no era ella la que cuidaba, y esa rendición le produjo un alivio momentáneo. Se tomó el té como una niña obediente, dejó que le aplicaran una cataplasma en el pecho dolorido y no pronunció protesta alguna cuando encendieron un fuego en la chimenea raramente utilizada; sin embargo, cuando la señora Hawkins se agachó para «arreglarle» las almohadas, se incorporó apoyándose en el codo para susurrar:

—Ay, señora Hawkins, la señora Hochmüller ya no estaba. —Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—¿Cómo que no estaba? ¿Se ha marchado a otro sitio?

—Hace más de dos meses, y no saben adónde se ha ido. ¿Qué voy a hacer?

—Tranquila, tranquila. Quédese acostada y no se inquiete. Le preguntaré al señor Hawkins en cuanto llegue a casa.

Ann Eliza le expresó su gratitud entre murmullos; la señora Hawkins se inclinó y le dio un beso en la frente:

—No se inquiete —repitió, con la misma voz con que tranquilizaba a sus hijos.

La enferma pasó una semana en la cama, recibiendo los fieles cuidados de las dos vecinas, mientras la muchacha miope y la costurera pálida que había ayudado a terminar el traje de novia de Evelina se turnaban para atender la tienda. Todas las mañanas, cuando sus amigas aparecían, Ann Eliza levantaba la cabeza para preguntar: «¿Ha llegado alguna carta?», y, al escuchar la cariñosa negativa, volvía a recostar la cabeza en silencio. La señora Hawkins no mencionó durante varios días la promesa de consultar al marido cuál era el mejor modo de encontrar a la señora Hochmüller; el temor a una nueva decepción impidió a Ann Eliza abordar la cuestión.

No obstante, el domingo siguiente, cuando se hallaba incorporada por primera vez en la mecedora, cerca de la estufa, mientras la señorita Mellins repasaba la
Police Gazette
junto a la lámpara, llamaron a la puerta de la tienda y entró el señor Hawkins.

El primer vistazo que Ann Eliza echó al rostro anodino y simpático del visitante le anunció que este traía noticias, y, aunque en esta ocasión no intentó ocultarle su angustia a la señorita Mellins, los labios le temblaban tanto que no pudo hablar.

—Buenas tardes, señorita Bunner —la saludó el visitante con su voz pausada—. He pasado todo el día en Hoboken buscando a la señora Hochmüller.

—¡Oh, señor Hawkins! ¿De veras?

—He llevado a cabo una búsqueda exhaustiva, pero lamento decirle que no he conseguido nada. Se ha marchado de allí, sin dejar rastro, y nadie parece saber adónde ha ido.

—Ha sido usted muy amable —se esforzó en decir Ann Eliza con un débil susurro, sobreponiéndose a la marea arrolladora del desengaño.

El señor Hawkins, que delataba el azoramiento de ser el portador de malas noticias, se colocó delante de ella con aire dubitativo y después se dio la vuelta para irse:

—No se preocupe —le dijo desde la puerta, deteniéndose.

Ella quiso volver a hablar, pedirle que se quedara, que la aconsejara, pero las palabras se le atragantaron y calló.

Al día siguiente madrugó, se vistió y se caló un sombrero con dedos trémulos. Aguardó a que llegara la muchacha miope y, después de haberle dejado unas instrucciones precisas sobre cómo atender la tienda, salió a la calle. Se le había ocurrido durante una de las agotadoras vigilias de la noche anterior que podía acercarse a Tifany's e indagar en el pasado del señor Ramy. Era posible que de ese modo obtuviera información que le indicase una nueva manera de dar con Evelina. Sabía, con cierto sentimiento de culpa, que la señora Hawkins y la señorita Mellins se enfadarían con ella por haber salido a la calle, pero estaba convencida de que no volvería a encontrarse bien hasta que tuviera noticias de Evelina.

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