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Authors: Massimo Pietroselli

Tags: #Policiaco

La puerta de las tinieblas (4 page)

BOOK: La puerta de las tinieblas
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—¡Pero si son las diez y cuarto! ¡Las diez y cuarto! Esta vez el toscano me mata.

Se lavó como pudo y se vistió a toda prisa, mirando con preocupación en dirección a la nuca de la joven. Estaba furiosa: pero ya haría que le perdonara, pensó, siempre lo había conseguido; y además quería saber cómo acababa la historia de Lecoq. Se arregló la corbata mirándose al espejo, ladeó con unos leves toques de los dedos el sombrero nuevísimo y se acercó a un jarrón de cristal lleno de claveles situado sobre el tocador frente a un retrato del padre de ella.

—¿Puedo…?

Ella se giró para ver y se encogió de hombros, mostrando su desprecio por el corte perfecto del traje, la chaqueta entallada que le marcaba el tórax y los hombros y los pantalones ajustados que le envolvían las piernas musculosas y que acababan en unos brillantes botines puntiagudos. Sabbatini arrancó un clavel y se lo prendió en la solapa de la chaqueta. Cogió el abrigo comprado apenas dos semanas antes en Scraider, en la Piazza di Spagna, y lanzó una última mirada a Monique. Ella no se inmutó, inmóvil como una estatua, contemplando el fuego y meditando la venganza, en la posición forzada de quien no quiere ceder.

—¡Vamos, Monique, es el trabajo! Intenta entenderlo.

—¡Trabajo! Dicho por ti parece una palabrota.

En el rellano, Sabbatini se detuvo un momento a pensar que; en ocasiones, Monique razonaba con el ímpetu de una
ciumachella
romana.

Al cabo de unos pasos, el aire gélido, la luz del sol, los gritos y el movimiento de la ciudad le hicieron olvidar los caprichos de Monique.

En cuanto al problema de Panicacci, lo liquidó elaborando una excusa: al superintendente le diría que había decidido dar un salto a la comisaría de Colonna, a petición del delegado de la zona, que no conseguía esclarecer aquel robo de joyas de unos días atrás (no obstante, primero tendría que recordar al menos cómo se llamaba ese delegado de Colonna). Sabía perfectamente que era el día de la reunión semanal de los inspectores, pero había pensado que sería oportuno tranquilizar a la pobre señora Alvisi, la esposa del comendador Alvisi… Lorenzo Panicacci, en el fondo, era un hombre tranquilo: para evitar una molesta discusión no pedía nada más que una buena excusa. Bastaba saber cómo llevarlo, y él lo sabía, se dijo con una risita socarrona.

Redujo el paso; ya estaba claro que iba a llegar tarde, y lo mismo daba llegar al trabajo cuando estuviera seguro de que la reunión habría acabado. Se encontró en la Piazza di Spagna. Miró plácidamente a derecha e izquierda. Por la escalinata, blanca a la luz del sol, había sentadas unas cuantas provincianas en traje de domingo, parlanchines, pastorcillos de pesebre e incluso un par de hombres de mirada hosca y con el cuerpo cubierto por una capa, arquetipos perfectos del asesino de provincias romano: todos ellos, modelos ideales para los pintores que merodeaban por el Barrio de los Extranjeros en busca de los elementos pintorescos de Roma, algo que no existía ya desde hacía años. Al otro lado de la plaza, a la sombra, en los escaparates de las orfebrerías y de los locales de subastas, brillaban los oros de nobles familias que atravesaban dificultades. Dos modos diferentes de pasar el tiempo, en fin, enfrentados a ambos lados de la plaza, dividida en dos por los rayos del sol. El inspector pasó entre aquellos territorios opuestos con paso ligero y decidido, sin pensar en nada.

Los carros de caballos de la plaza esperaban alrededor de la Barcaccia, que no tenía agua, quizá debido a las obras de restauración. Sabbatini observó la baba verde y viscosa en el interior del recipiente vacío: parecía como si un horrendo animal hubiera abandonado su guarida para ir en busca de alimento.

—¿Dónde vamos,
inspetto´
? —preguntó el cochero cuando Sabbatini se hubo acomodado en el carro con un salto ligero.

—¿Dónde quieres que vayamos? Vamos…, no, espera.

Un momento después, el inspector había bajado del carro, impulsado por una idea.


Inspetto'
, ¿qué es lo que le pasa?

—Que me lo he pensado mejor; tengo que ir aquí cerca. ¡Toma, que te aproveche!

Lanzó una moneda al cochero y se alejó a paso ligero hacia Sant’Andrea delle Fratte, después de esquivar por un pelo a un grupo de seminaristas que había salido del edificio de Propaganda Fide y que atravesaban la plaza con la cabeza gacha, quizá para evitar tentaciones.

¡Llegaba tarde, así que lo mismo daba hacer las cosas a lo grande! Se le había ocurrido que aquel demonio de chupatintas vivía allí mismo, detrás de Sant’Andrea. Era el momento de resolver el asunto de una vez por todas.

Capítulo 3

—El jefe ha dicho que tú te llevas a De Matteis, ¿no es cierto? Así que yo me he tomado la libertad de invitar al delegado Scialoja a que venga conmigo: no hacía más que pasearse por aquí, como un perrillo perdido. ¿Tienes alguna objeción?

Quadraccia había dejado caer aquella frase aparentemente inocua mientras recogía del perchero su sombrero deformado. Archibugi fingió no comprender la alusión: Oreste Scialoja era el delegado de Seguridad Pública con el que mejor trabajaba, el único que le hablaba de tú, el único que no le había hecho sentirse un extraño, desde que había llegado de Turin, hacía más de un año y, desde el 27 de junio anterior, su futuro suegro.

—No, ningún problema. —Corrado se puso el sombrero y el abrigo y tomó el bastón de paseo, porque el frío agudizaba el dolor de su vieja herida en la pierna, recuerdo de Custoza—. En cambio usted, Quadraccia… ¿Me equivoco o le encuentro hoy un poco nervioso? Desde que ha oído la declaración de ese tal Petrocchi…

—Te equivocas —replicó. Pero se apresuró demasiado en hacerlo.

Bajaron las escaleras del Palazzo Braschi: les seguía De Matteis, con la mirada fija en los hombros de los dos inspectores. Archibugi pensó en la respuesta de Quadraccia: realmente había algo que no cuadraba, algo que de pronto había dado que pensar al viejo inspector.

Salieron a la Piazza San Pantaleo. La silueta voluminosa de Oreste Scialoja esperaba inmóvil en un charco de sol, arrebujado en un abrigo demasiado estrecho. De debajo del sombrero le salían mechones de cabello blanco, y tenía la larga barba liada con la bufanda apretada alrededor del cuello.

—Aquí tienes a tu delegado de confianza, Archibugi —proclamó Quadraccia—. Hola, viejo.

—No empieces con la historia de «tu» delegado, Homilías, o te vas sólito a la Morte Desolata —le gruñó Scialoja, mientras le daba la mano a De Matteis.

—¿Qué pasa, has dormido con el culo al aire? ¡Y resulta que soy yo el que está nervioso! ¿Eh, inspector Archibugi?

Unos instantes después, Corrado Archibugi se dirigía junto al delegado De Matteis hacia la Piazza Venezia, por donde vivía aquel peculiar personaje, Arthur Barrington, y seguía cavilando.

Efectivamente, Quadraccia había dado en el blanco: a Scialoja le pasaba algo, y hacía tiempo ya. Un modo diferente de enredársele la barba descuidada, un ceño fruncido de pronto cuando parecía que nadie lo veía, una menor locuacidad…, como si le hostigara una angustia oculta, una sensación de perplejidad. Y también se había dado cuenta la esposa de Scialoja, la señora Cleofe. Sólo Lucrezia vivía su historia de amor sin preocupaciones. Pero ella era joven, optimista, alegre, por lo menos tanto como Corrado, a sus treinta y tres años, era maduro, reservado, reflexivo…

La primera vez que Corrado se había dado cuenta del extraño comportamiento del delegado había sido precisamente el 27 de junio. Un domingo cálido, en el que todos —Scialoja, Cleofe, Lucrezia, Corrado y su madre Caterina, venida expresamente desde Turin para la ocasión— habían ido al Vascello, en el campo, algo más allá del Gianicolo, para celebrar el compromiso con un almuerzo bajo la sombra fragmentada de un emparrado. Ya en aquella ocasión, entre brindis y risas (incluso mamá Caterina se dejó llevar y sonreía con la mano frente a la boca, casi como si se avergonzara), de vez en cuando Scialoja se quedaba como petrificado, como si viera una catástrofe inevitable en el horizonte.

Y recordaba también una escena precisa, dos días después, la noche de San Juan, cuando estaban sentados bajo los árboles de la Via Merulana, cubierta de farolillos de papel y vendedores de caracoles. La madre de Corrado le había comentado a Scialoja, que estaba extrayendo un caracol de su concha con un palillo, que los dos jóvenes hacían «realmente buena pareja»: y Corrado recordaba una vez más la imagen de Scialoja, que se había quedado por un momento boquiabierto, con el jugoso caracol bañado en tomate aún ensartado en el palillo, sin saber qué decir.

Archibugi sacudió la cabeza, como si quisiera ahuyentar las sombras que le rodeaban: la que se extendía sobre Scialoja, aquella inesperada sobre Quadraccia y la del inglés.

Además de aquella nueva, gigantesca y terrible, que cubría el pequeño cadáver que Quadraccia y Scialoja se disponían a exhumar.

—Oiga, De Matteis —consultó al voluminoso delegado, que caminaba ligero pese a la respiración agitada—, ¿qué es eso de la Morte Desolata? ¿Qué es lo que hace exactamente un mandatario?

—Bueno, la Confraternidad de la Morte Desolata es una de las tantas asociaciones pías que abundan en Roma, aunque, como habrá oído, el Gobierno dice que quiere cerrarlas. Está la que asiste a los enfermos, o a los pobres, o a los presidiarios. La Morte Desolata tiene como misión ocuparse de la sepultura de los muertos abandonados en el campo, un poco como la Archiconfraternidad de la Adoración y Muerte, o la de los Sacconi Rossi, que recupera los muertos del Tíber.

—¿Y el mandatario?

—El mandatario es el miembro más bajo de la jerarquía de la Confraternidad, junto a los clérigos: se llaman siervos. Después se va saliendo, hasta los oficiales de primer orden y el dignatario, que debería ser un cardenal. ¡No me mire así —dijo con una sonrisa—, yo no voy en procesión a besar crucifijos metido dentro de un saco! Estas cosas se las he preguntado a Petrocchi. Está tan orgulloso de formar parte de esta confraternidad que basta con darle pie, y luego no hay quien lo pare.

—¿Cómo eligen a los cofrades?

—Ah, eso no lo sé. Lo que sí sé es que no pueden ser maleantes ni pecadores, obviamente.

Archibugi se quedó mirando a De Matteis.

—Cualidades difíciles de dar por seguras, ¿no le parece?

El delegado se limitó a encogerse de hombros.

—¿Y ahora puedo hacerle yo una pregunta, inspector? ¿Por qué llegó a la conclusión, en su tiempo, de que el testimonio de Barrington no era de interés?

—Bueno… —empezó Archibugi. Pero se interrumpió: «¿Cómo puedo decirle que me he fiado de una impresión, sólo de una impresión?». Sí, tenía puntos de apoyo, fundamentos formales, en fin, que podía defender aquella impresión, y la habría defendido, más adelante, ante Panicacci. Pero en el fondo…—. Pronto lo verá. Acuérdese de pedirle que le enseñe alguna de sus acuarelas, pero que sean de las «secretas», no de los paisajes romanos que pinta para ganarse la vida.

De Matteis se quedó mirando el rostro de Corrado, el rostro de un hombre serio. Serio, pero de respuestas ambiguas. ¿Qué tenían que ver aquellas acuarelas? ¡Y además, secretas!

Capítulo 4

Montados en un coche de plaza, Scialoja y Quadraccia procedían casi a paso de hombre, porque les seguía el carro cubierto del hospital. En el carro había una camilla y dos camilleros sentados uno frente al otro, medio dormidos, con unos sucios pañuelos al cuello que les servirían, una vez empapados en vinagre, para protegerse de los efluvios del cadáver; en el pescante iban el cochero y el forense, que además era cirujano del hospital de la Consolazione.

Scialoja cayó de pronto en la cuenta de que era la primera vez, desde el mes de marzo anterior, que él y el Homilías se encontraban juntos, en un coche, siguiendo una investigación. En aquella otra ocasión había acabado mal: Quadraccia había terminado con un disparo de fusil en el hombro y había pasado un par de meses en el Santo Spirito.

A causa de aquella curación milagrosa, en la comisaría alguno había empezado a llamarlo Lázaro, en vez de Homilías, porque realmente había estado a un paso de estirar la pata: pero nadie tenía el valor de usar aquel mote en presencia del interesado.

Scialoja lo miró de reojo: quién sabe si él también estaría pensando en aquella coincidencia, en aquel otro trayecto en coche. Pero era muy difícil intuir los pensamientos de Quadraccia; con el transcurso de los años, el inspector se había construido una máscara de cinismo y de desprecio por todo y por todos, tras la cual escondía sus desilusiones y sus dolores privados, que sólo Scialoja y pocos más conocían, y de los que se guardaban mucho de hablar.

—Has empezado con mal pie con el doctor, Homilías —dijo Scialoja.

El médico se había negado a ir en coche con los policías cuando Quadraccia, en el momento de las presentaciones, primero había mirado con frialdad la mano que le tendía a modo de saludo y luego se había girado sin decir una palabra.

Quadraccia se encogió de hombros.

—Mira, viejo, si no te importa, yo no le doy la mano a uno que cura a sifilíticos.

El aire gélido y seco atenuaba los miasmas del Tíber y les hacían llegar los gritos del mercado de la Piazza Montanara y de los otros mercadillos de los callejones de los alrededores, el voceo de los vendedores ambulantes, los gritos de los niños y el martilleo de los herreros, de los carpinteros, de los alpargateros, toda la cacofonía de aquel extremo de Roma, a sólo unos cientos de metros de donde se abría el campo. Los dos policías habían mandado al médico y el coche al hospital que más a mano les venía, el de Santa Maria della Consolazione, precisamente, y ahora bajaban hacia la Boca de la Verdad. Los charcos de agua a los lados de la calle aún tenían hielo, y de la ropa tendida caían gotas heladas.

—A este inglés…, ¿tú lo conoces?

Por norma, Scialoja evitaba hablar con Quadraccia, a pesar de que ambos fueran de los pocos «polis» pontificios integrados en la Regia Pubblica Sicurezza, y de que, por tanto, se conocieran desde hacía años; no obstante, al igual que Archibugi, el delegado había intuido que había algo raro en la actitud del inspector aquella mañana, y tenía curiosidad por conocer el motivo.

—Sí —confirmó Quadraccia—. Cuando se presentó en la comisaría, yo estaba en el despacho y Archibugi no. Acababa de volver del hospital. No entendí ni una palabra, conmigo hablaba que parecía un campesino del norte, después llegó tu yerno y empezó a explicarse en cristiano. Ese está más loco que un caballo.

BOOK: La puerta de las tinieblas
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