Scialoja entró en la sala de espera. Archibugi tenía enfrente a una señora pequeña, gorda, que le llegaba al pecho y que aun así lo miraba de abajo arriba con expresión desafiante. Corrado estaba rojo, tenía los ojos hinchados y las mejillas hundidas.
—¡Ah, Oreste! —dijo, aliviado.
La mujer clavó en el delegado dos pequeños ojos verdes, de comadreja.
—Le estaba explicando a la señora Armida Petrocchi…
—Tienen que soltar a mi marido —replicó ella. ¿De dónde sacaba una voz tan potente aquella mujer, que era como un gnomo?—. ¡Fabio es un pobre ingenuo, pone velas a los muertos que encuentra en el campo y se pega en el pecho con esos cofrades suyos, pero no mataría una mosca!
—Señora, como le decía… —la cortó Corrado con un suspiro.
—¡Yo quiero hablar con mi marido! ¿Qué ha hecho? Ese atontado es un simple pollero y apenas si sabe cómo retorcerle el pescuezo a una gallina. Yo no puedo tirar del negocio sola, ¿lo entienden o no?
Corrado se decidió:
—Oreste, hazme un favor. Lleva a la señora con su marido, a mi despacho, a ver si así se tranquiliza…
— ¡Ya era hora!
Scialoja asintió y miró a Corrado con intención, guiñándole un ojo. Corrado frunció el ceño. Con un gesto le indicó a la señora que esperara un momento; tras cinco minutos más de discusión consiguió dejarla en la sala de espera y salir al pasillo con el delegado.
—¿Qué más hay? —soltó Archibugi, que se encendió un puro.
—Corra, ante todo calma. Quería decirte un par de cosas importantes: primero, que he encontrado el rastro de Tremolaterra.
—¡Estupendo! ¿Y dónde…?
—Espera. Después de muchas vueltas, he descubierto dónde cenó anoche. Solo y de morros.
—Así que anoche aún estaba vivo —dijo Archibugi, con un suspiro de alivio que dejó al delegado de piedra.
—¿Vivo? ¿Por qué? ¿Pensabas…?
—No pienso nada, pero Tremolaterra sabe de la historia de esa maldita doble W: muere un niño y quizá, digo quizá, lleva ese símbolo grabado en la piel, y Tremolaterra desaparece después de haber recibido amenazas… He pensado de todo. Sin embargo, está vivo.
—Escúchame: sé dónde cenó. Y mira por dónde, precisamente a unos pasos de allí vive una de sus secretarias, Maria Gualtieri. Así que fui a verla. Y ahí llega el segundo punto, Corra…
Scialoja miró alrededor y bajó la voz al pasar a su lado un agente.
—¿Y bien? ¿Y ese aire de enterrador, Oreste?
—Ahora te cuento. El segundo punto…
—¿Tremolaterra estaba escondido en la buhardilla de esa secretaria?
—Pero, bueno, ¿te callas un momento? En casa de la secretaria no había nadie, aunque a mí me da la impresión de que no me ha dicho toda la verdad. Pero lo importante es que…
La puerta del despacho de Panicacci se abrió de golpe y salió el rostro redondo y fatigado del superintendente.
—¿Qué habéis hecho con esa arpía? Ah, aquí está el inspector Archibugi.
Scialoja contuvo una imprecación. No había manera de acabar una frase.
—¡Llevo todo el día buscándole! Hágame el favor de no volver a desaparecer; acaba de prestar declaración el portero del edificio de Tremolaterra. He pensado en profundizar en esa historia de las amenazas —dijo, para aclarar que alguien tenía que hacerlo.
—Yo también he profundizado en varias cosas,
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Panicacci.
—Mejor. Espere aquí fuera cinco minutos y hablamos.
Panicacci volvió a cerrar la puerta de un portazo.
—Bueno, escúchame, es importante… —prosiguió Scialoja.
No había nada que hacer: Armida salió de la sala de espera hecha una furia en miniatura.
—¿Qué, se lo han pensado mejor? ¡Yo tengo que trabajar, no me pagan por perder el tiempo, como a ustedes!
—¡Bueno, bueno, ya está bien! —explotó Archibugi—. No siga chillando de ese modo o… Oreste, llévala abajo y que vea a su marido; sobre todo que sea en tu presencia.
Scialoja torció la boca.
—Señora, espérese un minuto calladita y le juro que la llevo con su marido. Corrado, déjame que te cuente esto: he descubierto, decía, que en casa de la secretaria de Tremolaterra…
En aquel momento, Archibugi levantó la vista y Scialoja observó de pronto que miraba agitado, fijamente, algo que quedaba a sus espaldas. Se giró: por las escaleras había aparecido Terenzio Sabbatini, con un aire menos fanfarrón que de costumbre. Miró a su alrededor como si se esperara una emboscada, luego saludó con un gesto a Corrado y avanzó a paso lento hacia ellos, con expresión de perro apaleado.
—Escúchame, Corrado… —insistió Scialoja.
Pero Archibugi no le escuchaba. Con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, iba mirando por turnos hacia el inspector Sabbatini, que avanzaba hacia la puerta cerrada del despacho de Panicacci, como si estuviera calculando la entidad de un probable e inminente enfrentamiento. Hasta que se decidió y se acercó por fin, al inspector. Scialoja se lo quedó mirando mientras se alejaba; luego cruzó una mirada con Armida y le hizo un gesto para que le siguiera.
—¡Caray, Corrado!
Scialoja observó, que Archibugi se acercaba a toda prisa a Sabbatini, haciéndole un gesto para que se detuviera, y le oyó decir:
—Calla. Ven conmigo.
Sabbatini se detuvo, perplejo y preocupado a la vez. Archibugi lo alcanzó y le cogió del brazo, casi le obligó a dar media vuelta y los dos se dirigieron hacia las escaleras.
Scialoja le siguió, con la señora Petrocchi tras ellos, agitando aquellas piernas cortas y robustas a toda prisa para seguirle el paso al delegado.
Eran casi las tres de la tarde. La situación se precipitó en el preciso momento en que se abrió la puerta del despacho de Panicacci, de donde salieron el superintendente y un hombrecillo pequeño que llevaba en la mano una gorra con visera.
—¡Archibugi! —espetó Panicacci, que había visto al inspector justo en el momento que se disponía a bajar las escaleras.
Corrado fingió no haberlo oído. Es más, intentó acelerar, pero el tonto de Sabbatini se giró. Entonces el portero exclamó:
—¡Mira por dónde! ¡Entonces lo han pillado!
Sabbatini se quedó de piedra, como si le hubieran pegado un tiro. Archibugi se giró y Scialoja le vio en el rostro una expresión de fastidio. Panicacci miró al portero, que señalaba al inspector.
—¿Cómo ha dicho? —le preguntó, mirando, incrédulo, hacia donde señalaba su dedo.
—Pues eso. Que ahí está el que ayer por la mañana amenazó al señor Tremolaterra. Aquel calvo de allí.
—¡Sabbatini! ¡Archibugi! Vengan a mi despacho. ¡Enseguida!
Era casi ridículo. Mientras Archibugi daba aquellos pocos pasos hacia el despacho del superintendente, sintiendo a su lado que crecía la inquietud de Sabbatini, vio a Panicacci plantado en la puerta, con aquella expresión severa, y tuvo la impresión de haber vuelto a sus días de colegio.
—Corra —dijo Scialoja. Archibugi se giró—. Pero…, entonces, ¿ya lo sabías?
—He hablado con el portero antes de que se lo llevara Panicacci —le susurró a toda prisa el inspector, guiñándole el ojo.
—Pero ¿ya sabes que Terenzio esta mañana también ha ido a interrogar a María Gualtieri? Era eso, lo que yo quería decirte.
Archibugi lo miró con cara de sorpresa, después le indicó con un gesto que ya hablarían más tarde y, bajo la mirada incendiaria del superintendente, siguió a Sabbatini, que entraba en el despacho con la cabeza gacha.
Scialoja vio cerrarse la puerta tras ellos y pensó: «¡Terenzio Sabbatini que primero amenaza a Tremolaterra y después investiga sobre su desaparición!».
—¿Y bien? —graznó Armida—. ¿Ahora podré llevarme a mi marido a la tienda o no?
—¡Señora mía, si yo fuera su marido, preferiría que me llevaran a hacer trabajos forzados de por vida!
Como siempre, al cabo de un rato Corrado Archibugi se distrajo. Por lo que a él respectaba, la situación de Terenzio Sabbatini estaba clara: le quedaba alguna duda por resolver, pero eran sólo detalles, nada grave, y ya la satisfaría más tarde, en privado, a su modo.
Para Panicacci el problema era otro: un periodista y escritor, que quizá tuviera datos importantes sobre el asesino de un niño aún desconocido, desaparecido a su vez el día anterior, aunque, según parecía, por iniciativa propia; ¡y ahora resultaba que el periodista había sido amenazado aquella misma mañana por un oficial de la Seguridad Pública, nada menos!
—
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Panicacci, el descubrimiento del delegado Scialoja, según el cual Tremolaterra estaba vivito y coleando anoche mismo, suaviza, por así decirlo, la posición de Terenzio… —dijo Archibugi, intentando llevar de nuevo a sus raíles el tren descarrilado del superintendente.
—¿Ah, por así decirlo? —replicó Panicacci—. A sus secretarias, Tremolaterra les ha hablado de amenazas…
—¡Pero,
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Panicacci, no hará caso de lo que dice un mentiroso recalcitrante como Tremolaterra! —dijo Sabbatini, que se levantó de la silla de un salto, con el cráneo brillante de sudor y la corbata suelta.
Era la primera vez que su actitud habitual, fanfarrona y elegante a la vez, se tambaleaba ante el riesgo de duras sanciones disciplinarias.
—¿Qué modos son ésos? ¡Siéntese! También le ha oído el portero. ¡Le ha oído! ¡Ni que fuera un pescadero! ¡Usted, un inspector de la Seguridad Pública!
—¡Pero si el propio portero admite que no oyó lo que nos dijimos! Es cierto, levanté…, levantamos la voz, ayer por la mañana, pero ya sabe cómo son las discusiones de negocios… ¡Hay jugadores de cartas que se las dicen más gordas!
—Deje estar a los jugadores de cartas, ya sabemos que en Roma las partidas de las tabernas suelen acabar en el hospital, maldita ciudad. Y además usted es un agente de la Seguridad Pública. ¿Me quiere decir qué tipo de negocios podría usted tener con un tipo como Tremolaterra?
—¡Ya se lo he dicho! ¡La idea de la novela de Bellacuccia es mía, mía! Y ese maldito no quería aflojar ni una lira.
—¿Aún seguimos con esa tontería de Bellacuccia? ¡Ya está bien!
—¡Es la verdad!
—Y hay otra cosa incalificable. Ayer me dijo que no había asistido a la reunión semanal por no sé qué investigación… ¡Y en cambio estaba ocupándose de sus asuntos con Tremolaterra! ¡Tendrá que responder también por ello!
Archibugi alzó la vista al cielo. Era increíble cómo las discusiones, en aquel despacho, seguían siempre círculos perfectos: al cabo de un rato volvían siempre al punto de partida. Se puso en pie y se dirigió hacia la ventana, con la excusa de abrir para que entrara un poco de aire.
En la Piazza Navona las farolas ya volvían a estar encendidas: con la mirada fija en ellos, Corrado Archibugi volvió a perderse en las cansinas espirales que traza a veces la memoria.
* * *
—Inspector, yo le digo que los muertos vuelven, que los muertos pueden volver —repite de vez en cuando Arthur Barrington, mientras un agente recoge su declaración.
—El abajo firmante, Arthur Barrington —dicta Archibugi sin hacer caso de la interrupción, en un despacho desnudo y gélido, ya que el suyo está ocupado por Petrocchi y, que en el de Sabbatini, cerca del suyo, aprieta los dientes Adele Ortolani—, declara asimismo no conocer a Guido Tremolaterra y no haberle contado nunca, por tanto, ni en su totalidad ni en parte, el asunto del asesino londinense llamado Doble W.
—¿Usted cree que estoy loco?
—¿Qué importa?
—Usted no es romano, ¿verdad?
Archibugi niega con la cabeza.
—Porque los romanos creen mucho en el regreso de los muertos, en su presencia junto al hogar. Un día vi al dueño de la pensión, que dejaba velas encendidas en la chimenea del comedor… y me dijo que era el Día de los Muertos y que aquellas velas servían para que las almas de los difuntos encontraran el camino de vuelta. ¿Entiende? ¿Sabe que los romanos preparan comida para los muertos, incluso dulces, las habas de los…?
—Lo sé —le corta Archibugi, a quien las habas de los muertos le traen recuerdos muy diferentes—. El abajo firmante sostiene, como ya declaró en su tiempo, que a primeros del pasado mes de mayo vio a su primo Roger Devine…
Barrington firma la declaración con la mano temblorosa, Archibugi estampa su rúbrica y luego el inspector ordena al guardia que se la lleve al superintendente. Luego se levanta del polvoriento escritorio y se arquea hacia atrás para estirar un poco la espalda.
—Venga conmigo.
—¿Ahora dónde me lleva?
De salida, Archibugi pasa a toda prisa frente a las puertas tras las que siguen esperando Fabio Petrocchi y Adele Ortolani.
* * *
En la lápida de John Keats hay grabada una lira griega, con cuatro de sus ocho cuerdas rotas: la voz del poeta, rota prematuramente. Archibugi intenta leer el epitafio, pero está escrito en inglés.
—¿Lo ve? —interviene Barrington, que durante todo el trayecto hasta el cementerio de los Ingleses ha estado en silencio, salvo por alguna frase sobre el destino, el remordimiento y las almas de los muertos—: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua». ¿No es maravilloso? ¿No le da una sensación de paz, de plácida precariedad?
Archibugi querría asentir, pero hace un esfuerzo por mantener las distancias: no quiere tener mayores consideraciones con aquel inglés perdido en sus remordimientos por haber matado accidentalmente a su primo y no haber salvado a los niños. Querría asentir porque comparte la belleza de la frase y del pequeño cementerio a la sombra de la pirámide de Cayo Cestio, casi una sucesión de tumbas que atraviesan los siglos bajo la pirámide, que en el ambiente helado de la mañana adquiere un delicado color azulado y proyecta sobre el prado cubierto de escarcha una sombría punta de lanza. Parte del cementerio está rodeado por una muralla romana, aquí y allí despuntan los cipreses. Lápidas y estatuas aparecen diseminadas entre la hierba como juguetes olvidados.
Corrado querría decirle a Barrington que tiene razón, que a él los cementerios siempre le han gustado, que nunca le han inspirado el miedo a la muerte, sino, al contrario, la paz de un sueño sin sueños. Pero aún le esperan dos personas en comisaría, a lo mejor Scialoja ha encontrado algún rastro, alguna pista sobre la desaparición de Tremolaterra, quizá Panicacci ha tenido la inmensa suerte de que los periodistas le hayan revelado sus fuentes, quizás alguien se haya presentado cubierto de lágrimas diciendo que el niño muerto era su hijo…, así que no tiene tiempo para perder con el inglés atormentado por los recuerdos.