Todo sutilezas de ministerio romano, que a Panicacci le hacían perder la paciencia, como un sermón interminable en misa cuando se siente la vejiga llena. Fijó la mirada en su excelencia.
Francesco Saverio Tinebra era un hombre alto, delgado, seguro de sí mismo a sus apenas cuarenta años, con ojos oscuros de reflejos dorados, cabellos rubios que llevaba largos, al estilo Garibaldi, traje negro de refinada factura, un par de bigotes largos y finos; un hombre atractivo que, por lo que se sabía, no parecía preocuparse en exceso por el otro sexo, pese a ser un codiciadísimo soltero.
Francesco Saverio Tinebra también era un catalizador de apodos: todos susurrados, todos desconocidos para él, suponiendo que aquel viejo lobo de las estepas ministeriales pudiera ignorar algo. Panicacci recordó algunos de ellos, mientras en un rincón de su mente se preguntaba si no hubiera estado bien tener a mano en aquel momento al diplomático Archibugi; porque a Panicacci le costaba leer entre líneas, y estaba convencido de que a menudo Tinebra escribía precisamente en esos espacios.
El apodo más obvio era «Tiniebla»: una pequeña modificación que indicaba la predilección del
cavaliere
por las zonas de sombra, por los tonos grises, por los matices difusos. Luego estaba «Trattino», que daba a entender que él hacía precisamente de
trait d'union
entre el Ministerio del Interior, en el que tenía contactos desde hacía años, y el de Justicia. El más chistoso de todos, no obstante, era «Ubiquique Suum», deformación del lema del odiado
Observador Romano
, que en un latín macarrónico quería decir «ubicuo en todos sus asuntos». En el fondo, era lo que se decía de Fouché; lástima que Archibugi no estuviera allí para revelárselo a Panicacci.
—Se preguntará qué motivo me trae por aquí, superintendente.
¡Ya era hora! Una sonrisa de ánimo afloró en el rostro de Panicacci.
—Pues voy al grano. Me encuentro en ciertas dificultades, a decir verdad. —«A decir verdad» era una muletilla típica de Tinebra—. Intentaré explicarme. Debe saber que existe, en el piso inferior, en el ala reservada a las oficinas de la presidencia, una sala…
Panicacci frunció el ceño. ¿Una sala reservada? ¿Y a quién le…?
—¿De verdad?
—Una sala, en fase de reforma. Esta mañana, unos funcionarios han detectado movimientos poco comunes de personal de la Seguridad Pública, supuestamente agentes suyos…, que han ocupado durante un tiempo la sala en cuestión.
—¿Una sala de la presidencia? —dijo Panicacci, a quien se le estaba helando la sangre en las venas.
—Una sala de la presidencia. Lo he comprobado: incluso olía a puro.
—¿A puro?
Tinebra se quedó mirando a Panicacci unos instantes.
—Olor de puro —confirmó por fin—. Debo añadir que, a decir verdad, ya han ocurrido episodios similares otras veces. He considerado conveniente advertirle, de modo que, dado lo delicado de esas instalaciones, no se repita. Comprenderá que…
—¡Comprendo perfectamente, figúrese! —dijo Panicacci, que se levantó y le estrechó la mano a Tinebra, para reforzar las excusas en que se prodigaba.
Siguieron algunos minuetos verbales. En el fondo, Panicacci estaba contento de que el problema acabara allí, que fuera algo que podía resolver con algún grito a Archibugi al día siguiente. Se entretuvo a hablar unos minutos más con Tinebra, pensando que en el fondo aquellos apodos podían achacarse solamente a la envidia natural de los subordinados (¡a saber cómo lo llamarían sus inspectores!). En el diálogo amistoso que siguió aparecieron frases del tipo: «Hoy he visto que charlaba con el
dottor
Mezzasalma; ¿de verdad?; es increíble que los periodistas puedan negarse a revelar las fuentes de sus informaciones; sí, me doy cuenta; por otra parte, no se puede tapar la boca a la prensa, usted ya me entiende; tendremos que encontrar un
modus vivendi
; ¿y qué me dice de aquel pobre niño?; no, no conozco a Tremolaterra; Bellacuccia, ¡qué nombre más curioso!; espero que aclare pronto este sórdido asunto; ¡realmente no envidio su trabajo, querido
dottor
Panicacci!».
—Entonces puedo contar con usted, superintendente —dijo Tinebra desde la puerta del despacho.
—Por supuesto, excelencia. No sucederá más; realmente, no consigo entender cómo…
—Bueno, no se hable más. Es, en todo caso, un asunto de escasa importancia, pero como la convivencia entre presidencia y Seguridad Pública es más bien delicada… Bueno, le dejo, usted aún no ha cenado y también a mí me esperan a cenar. ¡El juez Primicerio estará ya picoteando el pan!
—¿Cena con el juez Primicerio? Qué coincidencia, es el juez instructor de la investigación sobre el niño de la Morte Desolata.
Un momento después, Lorenzo Panicacci se quedaba solo en su despacho, con la sensación del apretón de Tinebra aún en la mano; en sus ojos aún permanecía la sonrisa inefable con que Ubiquique Suum, comentando la coincidencia «realmente curiosa», se había despedido.
Había algo que se le escapaba.
5 de noviembre de 1875, viernes
Corrado estaba tan nervioso que ni se había dado cuenta del aspecto relajado del viejo delegado, el que se tiene tras una noche de haber dormido a gusto, o cuando de pronto desaparecen las preocupaciones.
Sobre las rodillas llevaba una bolsita de tela: el objeto que contenía podía ser lo que diera por fin un vuelco a la investigación.
La calesa avanzaba veloz por las calles grises, azotadas por el siroco que se había alzado con las primeras luces del alba y que había traído consigo temperaturas más soportables y un cielo de color óxido y con nubes bajas. En las ventanas, las mujeres trasteaban con cañas de bambú para recuperar la ropa tendida antes de que llegara la lluvia, que ya se podía sentir en el aire cargado de electricidad. Los caballos parecían más nerviosos, el viento levantaba polvo mezclado con pequeñas bolitas de estiércol, algún sombrero salía volando, los papeles tirados por la calle se levantaban en torbellinos de aire. Una ventana batió sobre sus cabezas y se oyó el ruido de cristales rotos.
—Oreste, ¿tú qué sabes del
cavaliere
Francesco Saverio Tinebra?
—Es propiedad del conde Girolamo Cantelli —respondió Scialoja, torciendo la boca al nombrar al ministro del Interior, objeto de duras censuras por parte de los republicanos, de los radicales y de los internacionalistas por el antiliberalismo del que lo acusaban—. Un político: tú sabes lo que pienso de los políticos. No los soporto, al menos los ladrones entiendo lo que piensan, aunque mientan. A los políticos no los entiendo. No es que no me fíe, es que no los entiendo.
—Cuando dices «propiedad», ¿quieres decir que forma parte de la secretaría particular del conde?
Scialoja asintió.
—Entonces no es un político propiamente dicho…, sino más bien un funcionario del ministerio.
—Corra, estas sutilezas se las dejo a los curas. Tinebra salió de la manga de Su Excelencia Cantelli. Ya estaban juntos en tiempos del Gobierno Menabrea, en Florencia, en la época del escándalo de la Regia Tabacchi, para que te hagas una idea.
Saber que Tinebra trabajaba en Florencia, en algún despacho del Interior, durante el asunto de la fábrica de tabacos del reino, no tranquilizó a Archibugi; en los últimos días parecía que no dejaba de encontrarse con escándalos del pasado.
Y el de la Regia Tabacchi había sido un escándalo muy sonado: una amplia trama de corrupción que había aparecido tras la decisión del Gobierno Menabrea de otorgar el monopolio de los tabacos a un grupo de financieros para hacer caja. La corrupción salpicó incluso al rey Víctor Manuel II, destinatario de un «azucarillo» de seis millones de liras. Y la implicación de grandes poderes en el escándalo quedó demostrada y ratificada con el clamoroso atentado al diputado Cristiano Lobbia, que había dado a entender que tenía en su poder información comprometedora. De hecho, el diputado, tras salir con vida de puro milagro, había sido acusado incluso de ser un farolero, un demente, y gracias a la complacencia de los magistrados de turno, posteriormente ascendidos, fue condenado a un año de prisión militar, pena que después quedaría reducida a la mitad.
—Bueno, anoche Tinebra se presentó en el despacho de Panicacci —dijo.
Scialoja puso los ojos como platos y empezó a retorcerse la barba.
—¿Fue a ver a Panicacci? ¿Y por qué?
—Ese es el problema. Según Panicacci, fue a quejarse del uso impropio que hemos hecho Quadraccia y yo de su sala insonorizada.
—¿De verdad? Dentro de poco se dedicará también a vaciar los ceniceros del ministerio cada noche.
—Es lo que he pensado yo —dijo Archibugi.
Al llegar a la Piazza Colonna, Corrado, pensativo, echó un vistazo al café Ronzi e Singer, que ya tenía las luces encendidas. Aquella mañana, a primera hora, había ocurrido un pequeño incidente en aquel elegante café, y gracias a aquel incidente ahora Corrado llevaba en el regazo una bolsita de tela, el objeto que podía dar un giro a la investigación. Y no obstante, mientras la calesa pasaba rápida frente a los escaparates tras los que se distinguían las sombras de los clientes que degustaban especialidades de confitería suiza, sombras de políticos, periodistas, empresarios, Corrado no pensaba tanto en el incidente como en una tarde de un tiempo atrás en el Corso, cuando Lucrezia y él caminaban cogidos del brazo unos metros por delante de Scialoja y señora, precisamente en dirección a los
marron glacé
y a la fruta escarchada de Ronzi e Singer.
—¿Otra vez ustedes?*—exclamó el portero que el día anterior había reconocido a Sabbatini, y que estaba sentado fuera del portal, junto a un escobillón y un cubo lleno de agua enjabonada en la que flotaba una bayeta bien sucia.
Subieron las escaleras. Una cabeza asomó desde lo alto.
—¿Son ustedes?
—¿Todo bien, delegado De Matteis?
Sí, todo estaba bien, les confirmó De Matteis mientras les estrechaba la mano en el rellano. Ya dentro, por indicación de Corrado, que había mandado a un agente que fuera a toda prisa a la sucursal del delegado para pedir instrucciones, estaban las cuatro secretarias de Tremolaterra y la «madre abadesa», tal como llamó De Matteis a Adele Ortolani.
—Si las miradas mataran, señor inspector…
—Sí, conozco a la señora Ortolani.
Y así, ahora, Corrado Archibugi estaba sentado en el escritorio de Guido Tremolaterra; De Matteis y Scialoja daban vueltas por la sala curioseando entre libros y cuadros; Adele Ortolani se mantenía inmóvil y seria, no muy lejos del escritorio de su jefe; y las cuatro señoritas, todas de aspecto profesional, cada una sentada a su mesa, miraban con curiosidad mal disimulada el objeto guardado en la bolsita de tela.
A su vez, Archibugi estudiaba a las cuatro secretarias, iban vestidas de un modo parecido, como si llevaran uniforme, pero cada una llevaba al cuello un pañuelo de color diferente. Adele ya le había explicado que formaba parte de las instrucciones del señor Tremolaterra: un color para cada episodio, había que evitar en lo posible las confusiones. En el transcurso de una jornada, Tremolaterra podía pasar de un episodio a otro, a su antojo, por lo que el color del pañuelo y los personajes recortados en cartón y colocados sobre los escritorios como soldaditos de plomo formaban parte de su particular método de trabajo.
—¿Usted es la señora Maria Gualtieri?
A medida que pronunciaba los nombres, como pasando lista, ellas bajaban la mirada, parpadeaban, daban vueltas a la pluma o a un pañuelo con las manos y apretaban la mandíbula para evitar que una sonrisa mal interpretada pudiera comprometer su seriedad.
Vincenza Amadìo, Silvia Marziani, Giovanna Squartini.
Cada vez, la corrección: «señorita, por favor». Un gineceo de señoritas ni jóvenes ni viejas, ni guapas ni feas, todas de aspecto serio, que cada día asistían a la explosión creativa del célebre Tremolaterra, y que seguían con admiración y estremecimiento las truculentas e incluso eróticas andanzas del tal Bellacuccia.
Como si fuera una institutriz prusiana, de pie, con los dedos de las manos cruzados, Adele Ortolani escudriñaba a sus pupilas y a los intrusos. Era la única del grupo que no había protestado ni una vez por el «señora» que había empleado el inspector desde el principio para dirigirse a ellas.
Corrado Archibugi hacía el papel de maestro de escuela o, más bien, de profanador, sentado al escritorio del gran escritor. Se retorció los bigotes, hizo girar entre los dedos la primera mitad de puro toscano de la jornada y a continuación lo encendió.
—Tú que estás cerca, Giovanna, ¿querrías hacer el favor de abrir la ventana?
Archibugi, con los ojos entrecerrados tras el humo áspero, casi sonrió ante aquella salida de la madre abadesa. Esperó a que la señorita Squartini volviera a sentarse, compuesta, mientras notaba una ráfaga de aire tibio que entraba haciendo que las cortinas se hincharan indolentes.
—Señoritas, saben bien que hace unos días que su jefe está desaparecido…
—Eso lo dice usted.
—¿Ha tenido quizá modo de verlo, de hablar con él en estos dos días, señora Ortolani?
—No.
—¿Y ustedes, señoritas? ¿Ninguna de ustedes lo ha visto?
Todas negaron con débiles no es.
—¿Usted tampoco, señorita Gualtieri?
—No. Ya se lo he dicho a ese señor de atrás, y también…
—De modo que nadie ha visto a Tremolaterra desde hace dos días, al menos nadie que sepamos nosotros. Así que, señora Ortolani, llamaré a este hecho «desaparición».
La madre abadesa inclinó la cabeza. De Matteis y Scialoja se acercaron a la ventana y se pusieron a mirar hacia fuera. En aquella luz mortecina, la única nota de color en la sala eran los cuatro pañuelos.
—Aun así es cierto que existen rastros, por decirlo así, del señor Tremolaterra. Son éstos: el miércoles por la mañana, después de completar el episodio de próxima publicación… A propósito, señora Ortolani, ¿se sigue respetando el ritmo de producción? Quiero decir: ¿en qué punto está el fascículo siguiente?
Adele no respondió.
—¿Lo ve? Esta ausencia prolongada podría llegar a tener repercusiones sobre el ritmo de publicación de Bellacuccia. ¿Realmente se atrevería Tremolaterra, por voluntad propia, a interrumpir la obra que le ha dado fama y dinero? No, no podemos tomarnos a la ligera esta desaparición ni debemos ponernos a discutir sobre cómo definirla. El miércoles por la mañana, decía, Tremolaterra se dirige en calesa a la Morte Desolata.