Echaba bocanadas lentas, dado que la lengua le picaba tras una jornada de humo inquieto, y dejaba vagar los ojos por la sala; el único punto en el que no podían posarse era el retrato de Joseph Fouché. Habría tenido que colocarlo en la pared frente a él, pensó, no a sus espaldas: así los desgraciados de los inspectores no levantarían la vista mientras él hablaba.
Fumando en aquellos momentos de silencio, Panicacci conseguía alejar el ansia y las preocupaciones; se desvanecían las imágenes de Sabbatini, del juez Posapiano, de Quadraccia con su «vejiga» y su actitud insolente del que cree que puede hacer siempre las cosas como le parece, de Archibugi retorcido como una serpiente aplastada por un carro, del director Mezzasalma, que se permitía negarse a responder a cualquier pregunta tranquilamente…
Lanzó la última bocanada de la pipa y echó un vistazo a la cazoleta: apagada. Se acabó lo que se daba. Limpió la pipa con mimo, se levantó con un suspiro, se recolocó el cinturón y el chaleco y se acercó al colgador para coger su abrigo.
Llamaron a la puerta.
—¿Quién es, a estas horas?
Ninguna respuesta. En el silencio, se oyeron nuevos golpes, ligeros y decididos. Alguien estaba tanteando la manija.
—¡Un momento!
Giró la llave y abrió la puerta, contrariado, ya preparado para echarle la bronca a la inoportuna visita. Pero en cuanto vio a aquel hombre en el umbral, se quedó con la boca abierta. Realmente no encontraba palabras; se aclaró la voz y, por fin, tras dos o tres intentos, mientras procuraba acostumbrarse lo antes posible a la idea de que la jornada no había acabado, sino que más bien acababa de empezar, consiguió decir:
—Adelante, excelencia, póngase cómodo…
—¡Matilde! ¿No has oído nada?
Qué iba a oír. Estaba sorda como una tapia. Don Vincenzo abrió la ventana y se encontró frente al muro compacto de la noche. «En algún lugar, por ahí —pensó—, hay un cementerio con un hoyo abierto como una herida». Cerró la ventana con un escalofrío, se quedó pensativo por un momento y bajó las escaleras con una palmatoria en la mano.
La luz de la vela se dispersó por la rectoría, una amplia estancia austera, con apenas una gran mesa, una silla, el armario de la ropa y, dispuestos junto a una pared como condenados a fusilamiento, otros pequeños armarios…
Don Vincenzo dio un respingo. En la oscuridad, se dio cuenta de que la puerta de uno de los armarios estaba abierta. Por el suelo había dos o tres cerillas quemadas. En el aire flotaba el olor a azufre. Miró a su alrededor y aguzó el oído.
—¿Matilde?
Se acercó al armario semiabierto. Había algo que no cuadraba. El relincho de un caballo, aquellos golpes y ahora… Abrió ambas puertas y levantó la palmatoria para iluminar el interior.
La seda negra de algunas túnicas emitió un reflejo a la luz de la vela. El cura pasó la mano por uno de los uniformes de los cofrades, acarició el escudo bordado de la Morte Desolata, la calavera con lágrimas, y luego volvió a cerrar el armario.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Y usted quién es? ¿Qué quiere? ¿Cómo ha entrado?
Los ojos de Corrado Archibugi eran dos fisuras enrojecidas por el frío. Tenía las mejillas palidísimas, con las manos ateridas se retorcía los bigotes y estaba despeinado. La luz de la vela temblaba sobre su rostro cansado y nervioso.
—He entrado por la puerta de la iglesia, don Vincenzo; estaba semiabierta. He llamado, pero no me ha respondido nadie.
—No es un buen motivo para…
—Mire, he venido al galope desde Roma para hablar con usted. De noche. No ha sido fácil, orientándome sólo con la luz de la luna, y con este frío. Me llamo Corrado Archibugi y soy inspector de Seguridad Pública.
—¡Otra vez!
—Sí, otra vez. ¿Ya sabe que ese niño murió asesinado? Una pedrada en la cabeza. ¿Ya sabe que alguien se aprovechaba de él? ¿Entiende lo que quiero decir?
Don Vincenzo se rascó la cabeza y bajó la mirada. Por la puerta de la rectoría entró una mujer pequeña con una vela en la mano.
—¡Ah, ahí estás! —dijo el cura, brusco pero casi agradecido por la interrupción.
—Don Vince, ¿qué pasa? ¿Qué sucede?
—Nada, Matilde, vete… Tenemos visita de Roma.
—Un momento, Matilde. Tenga la amabilidad de hacerme un café. He galopado un buen trecho —dijo Archibugi, que sentía un dolor terrible en la pierna lesionada.
Se produjo un rápido intercambio de miradas entre los tres, el cura hizo un gesto de aprobación y la pequeña mujer salió de allí a pasitos cortos y rápidos.
—Ya respondí ayer a las preguntas de la comisaría —dijo don Vincenzo, abriendo el camino hacia la iglesia, donde se sentaron en uno de los primeros bancos, entre la luz de las velas. Sobre las pilas había calaveras de mármol con las tibias cruzadas. Archibugi estiró la pierna y suspiró.
—Fabio Petrocchi. ¿Es un buen cristiano? ¿Un buen… mandatario?
Hablaban mirando hacia delante, como en una confesión. A la derecha del pequeño altar se encontraba la estatua de una Virgen de las Angustias amenazada por una batería de siete puñales afilados. Un octavo cuchillo hendía el corazón sangrante. Santa Maria della Morte Desolata.
—Por lo menos así es como se comporta —respondió don Vincenzo—. ¿Quién sabe cómo es de verdad un hombre? Un cristiano no es quien dice que lo es, sino quien se comporta como un cristiano.
—Es cierto. Se lo pregunto porque las pruebas parecen negar la presencia de las famosas señales en el cadáver de las que nos habló.
—No sé qué decirle.
—Y Guido Tremolaterra… Quizá sabrá ya que es el autor de la novela en la que aparece esa doble W que tanto impresionó a Petrocchi… Tremolaterra, ¿lo conoce? ¿Lo ha visto alguna vez?
—No, no creo.
—Pero podría haber venido a la iglesia sin que usted supiera su nombre, ¿no es cierto?
—Por supuesto; pero ésta es una pequeña iglesia de campo, inspector… Yo conozco a todos mis parroquianos, y si apareciera alguien desconocido en misa, yo me acordaría.
—Así que no ha aparecido ningún desconocido en la iglesia últimamente.
—No.
—Aun así, Tremolaterra cogió un coche y vino hasta aquí, a la Morte Desolata, mientras se procedía a la exhumación.
—Yo no vi a nadie. ¿Y sus colegas? Estaban aquí, ¿no?
—Sé que el 2 de noviembre hubo una especie de misa solemne de la Confraternidad… ¿Estaban presentes todos los miembros?
Don Vincenzo se rascó la nariz.
—Muchos.
—¿También los oficiales? ¿El dignatario?
—¡Veo que se ha preparado!
—Un poco. Gracias, Matilde.
La sirvienta se alejó en silencio y Archibugi se bebió el café.
—Bien —prosiguió—, cuénteme un poco cómo está organizada la Confraternidad.
Don Vincenzo se aclaró la voz.
—En primer lugar está el dignatario, o cardenal vicario. Después, los oficiales de primer orden: son, déjeme pensar, seis guardianes y un prefecto del coro. Bueno, tenga en cuenta que los nombres son puramente formales; nosotros, por ejemplo, no tenemos coro, como puede ver, pero sí tenemos prefecto del coro. Los oficiales de segundo orden: son trece, si no me equivoco, entre ellos dos delegados de los muertos, un delegado de la iglesia, dos instructores… —Contaba con los dedos—. Los sigue la hermandad común, en la que me cuento yo, es decir, el sacerdote, y la secretaría. Y por último están los sirvientes, tres mandatarios y tres clérigos.
—Así que los cargos son formales. Lo que importa es el rango, la jerarquía. ¿Es así?
—Sí. Pero la jerarquía es reflejo de la espiritualidad de las personas, de su dedicación a la causa, a la caridad, a la beneficencia. ¿Entiende?
Archibugi comprendía en parte, y en parte no. Seguía mirando fijamente la estatua de la Virgen, que tenía las palmas de las manos orientadas hacia arriba, la mirada triste, un puñal clavado en el pecho y siete puñales alrededor que acosaban a la figura completamente indefensa. Como en el caso del niño muerto cerca de allí. Y luego estaban los cofrades con aquellos nombres extravagantes, que oficiaban los ritos sacros escondidos bajo aquellas túnicas con capucha negra y una muerte lagrimosa en el pecho…
—Los siete puñales representan los siete pecados capitales —dijo Don Vincenzo, siguiendo la mirada de Archibugi—. El puñal hundido en el corazón, en cambio, representa su dolor más grande, la muerte del Hijo.
Echó una mirada más a la estatua de yeso y a los puñales, que parecían muy afilados y peligrosos.
—¿Qué dice la inscripción de abajo, en el pedestal?
—¿Esa placa? Sólo que la estatua procede de una capilla privada propiedad de un senador siciliano. La donó a nuestra iglesia. Le pareció que Santa Maria della Morte Desolata en el fondo se parecía mucho a Nuestra Señora de la Soledad, como se llamaba la estatua en origen. Que vendría a ser una Dolorosa.
—¿Un senador siciliano? Qué curioso que regalara una estatua de la Virgen a una iglesia, por decirlo así, de periferia, alejada de todo. ¿No le parece?
Don Vincenzo sonrió, enigmático.
—No, no me lo parece en absoluto.
Archibugi posó la mirada sobre el sacerdote. Reflexionó y luego añadió:
—¿El senador también vestía el uniforme con la capucha y la calavera llorosa?
Don Vincenzo no pestañeó.
—Sí, en ocasiones.
Entonces Archibugi comprendió el mensaje del cura. Lo que el cura no había entendido, en cambio, era que aquel mensaje no bastaría para apartar al inspector de sus investigaciones; es más, aquella presencia destacada en la jerarquía de la Confraternidad no hacía más que avivarle la curiosidad, como había sucedido con la noticia del juez trasladado en otro caso. No obstante, de momento prefirió cambiar el rumbo del interrogatorio.
—Don Vincenzo, ¿Petrocchi pudo haber mentido?
—¿Por qué debería?
—¿Le pareció sincero? Habló con usted, ¿no?
—Yo hago de cura, no de policía.
—Hay por medio un niño muerto, don Vincenzo.
—¿Y cree que pueda haberlo matado Fabio? ¡Venga, hombre! Se ha hecho tarde, muy tarde. —Se levantó y se quedó mirando a Archibugi: ¿había entendido o no con quién estaba hablando, a quién estaba buscándole las cosquillas? Casi de mala gana, añadió—: ¿Vuelve a Roma o quiere quedarse aquí? No es bueno ir por ahí a estas horas. Ya sabe que de noche…
—… todo puede pasar, sí. Una cosa más: existe un registro de cofrades, imagino.
De pronto, el silencio.
—Existe.
Archibugi se levantó y don Vicenzo lo miró, expectante, con aire de desafío.
—No tenía dudas: si no, la Confraternidad tendría características de secta secreta, algo que, como sabe, es ilegal.
—Nosotros no somos carbonarios, querido inspector, ni masones. Aunque su Gobierno nos considere delincuentes.
—Dejemos estar el Gobierno y la masonería; también podría formar parte el senador tan generoso con sus estatuas. Querría disponer de la lista. Si lo prefiere, puedo copiar los nombres enseguida; al fin y al cabo, no serán un regimiento.
—¿Por qué?
—Porque Fabio Petrocchi, mandatario de la Confraternidad, en el ejercicio de su caritativo servicio, se encuentra con unas marcas misteriosas sobre el cuerpo de un niño asesinado y víctima de actos contra natura, señales que podrían ayudarnos a arrojar luz sobre quién lo asesinó, pero después se descubre que estas señales parecen únicamente fruto de su fantasía, de una alucinación o de una mentira. —La última palabra resonó en el silencio, diáfana, y a continuación Corrado concluyó—: Así que necesito saber todo lo que pueda sobre Petrocchi. ¿Y quién puede iluminarme mejor que sus cofrades?
—Ya le he respondido yo. Fabio Petrocchi es una persona integérrima: haría cualquier cosa por la Confraternidad.
«Haría cualquier cosa por la Confraternidad…».
—Entonces no veo ningún problema en pedirles a otros cofrades que me lo confirmen.
—El hecho de que exista un registro no quiere decir que pueda ser consultado por cualquiera.
—Don Vincenzo, yo represento a la Seguridad Pública.
—Ya le he dicho que Fabio Petrocchi no mataría ni una mosca.
—Pero podría mentir. Y yo tengo que saber si lo ha hecho, y por qué.
—No puedo ayudarle, lo siento. Créame que tengo la conciencia tranquila: lo único que nos vincula a ese pobre niño es el cementerio donde descansaba.
—No tengo motivo para no creer en su buena fe. ¿Se niega a darme los nombres?
—No puedo hacerlo, ni que quisiera: y no quiero. El registro no se encuentra en esta iglesia. Lo custodia el cardenal vicario. Si quiere, vaya a pedirlo al Vaticano. Y yo tengo muy mala memoria.
El nuevo mensaje pasó de los ojos del cura a los de Corrado. Primero un senador, ahora el Vaticano. Con todo, el cura estaba sinceramente convencido de que Petrocchi era inocente, de que la Confraternidad se preocupaba exclusivamente de ofrecer un servicio caritativo y de que la jerarquía reflejaba, como en un microcosmos, la Jerarquía Celeste. Los nombres de los cofrades eran como los nombres de los ángeles, custodiados en el Vaticano por el cardenal vicario; aquello era lo que quería decir el último mensaje de don Vincenzo, que la Santa Sede los avalaba, así que la Seguridad Pública podía y debía olvidarse del asunto. Aquel cura de campo ni siquiera se daba cuenta de que, según cómo se tomara aquello…
Por otra parte, podía ser que aquella madeja de pensamientos y muestras de sorpresa no fuera más que un reflejo de la tensión, del cansancio.
Mirando por el rabillo del ojo, Corrado Archibugi buscó a la virgen: ¿era posible que don Vincenzo no viera que estaba sangrando no sólo por el Hijo, sino también por un niño sin nombre del que habían abusado y que había muerto a pedradas?
Lorenzo Panicacci decidió que al día siguiente cambiaría el retrato de Fouché a la otra pared. Porque ahora también el
cavaliere
Francesco Saverio Tinebra, mientras hablaba con su característico tono bajo de voz, lanzaba miradas curiosas al retrato.
Su excelencia no se había hecho de rogar; tras invitarle ceremoniosamente a entrar, en el tiempo que había tardado Panicacci en cerrar la puerta del despacho, el
cavaliere
se había sentado frente al escritorio de Panicacci.
Y ahora Panicacci se estremecía, aguzando el oído para entender las palabras que pronunciaba aquel maldito, al límite de la comprensibilidad. Oía su estómago, que se retorcía: ¿cuál era el problema que traía a Tinebra a su despacho? ¿Por qué no iba al grano? Hasta aquel punto todo había sido excusarse por la hora, por la molestia, estaría a punto de irse a cenar, ¿verdad?, le entretendría sólo unos minutos, era un asunto tonto, pero al mismo tiempo delicado, ¿no era ese Joseph Fouché? También su padre fumaba en pipa; él no, prefería el olor de la pipa al del puro, ¿la estufa ya estaba apagada?