—Lo que está claro —prosiguió Tinebra— es que Guido Tremolaterra, desesperado, le confió a Pio Frezza, que ya había asumido la misión de quitar de en medio a un ser abyecto como Sonzogno, que el director le hacía la vida imposible con ciertas letras de cambio que guardaba en la pitillera que llevaba siempre consigo…
—¿Y usted cómo sabe esas cosas?
—Frezza lleva meses en la cárcel. Una frase hoy, otra mañana… Al final ha salido este detalle, que no confesó en el momentó de la detención, por su insensato sentido del honor. Frezza tranquiliza a Tremolaterra: «Tú pásate bajo la ventana del periódico el sábado y espera: tendrás tu pitillera». Tremolaterra le pide a Frezza que no la abra, y el leñador se lleva la mano al pecho, casi ofendido: «¿Cómo puedes pensar una cosa así? Yo soy un hombre de honor».
—¿Cuándo habló Frezza?
—Hace casi un mes.
—Así que hace un mes, usted,
cavaliere
Tinebra, se enteró de que Tremolaterra se había hecho con una pitillera que Sonzogno custodiaba celosamente, lo que por cierto le hace culpable de robo y de complicidad en un caso de asesinato. Pero ¿cómo podía saber qué contenía? ¿Cómo podía saber que Sonzogno no se había limitado a indagar sobre la procedencia del dinero de Luciani, sino que tenía en su poder los dos billetes?
—Lo sé desde hace un tiempo.
—¿Alguien en la Banca Romana ha encontrado el rastro de los dos billetes? ¿Quizás alguien que hacía negocios con Luciani?
Tinebra se quedó un momento en silencio. Archibugi le aguantó la mirada. Al final el
cavaliere
dijo:
—Una explicación sincera no es una explicación completa, inspector. Lo sabía. Y cuando supe lo que había hecho Tremolaterra, comprendí la situación en su totalidad.
—Y se planteó cómo podía recuperar los billetes de Guido Tremolaterra —replicó Corrado, mientras reflexionaba hasta qué punto podía fiarse de Tinebra, la tiniebla, el
trattino
o guión intermedio, el hombre omnipresente, el que se había hecho construir una salita insonorizada y que hablaba en voz baja, que ya estaba en el equipo de Menabrea en tiempos del escándalo de la Regia Tabacchi y del atentado al diputado Lobbia.
—He tenido que construir un engaño: tenía que empujar a Tremolaterra a que me entregara los billetes, de los que se había apoderado, pero que no había usado hasta aquel momento, quizá por miedo; él se dedicaba a su Bellacuccia. Al mismo tiempo, tenía que hacerle entender que nadie le haría daño, ni antes ni, sobre todo, después.
—Robo y complicidad en homicidio, ni hablar —comentó Archibugi, viendo de nuevo la escena desde fuera, con una ligera sensación de náusea.
El rostro de Tinebra se endureció. Sus rasgos, finos y delicados, adquirieron un aspecto cortante, afilados y peligrosos como una hoja de Toledo.
—Inspector, yo mismo he tenido que cometer pequeñas… irregularidades, digámoslo claramente. Por eso he intentado hacer comprender a su superintendente que éste es un asunto delicado. Por eso el juez Primicerio ha sustituido a Tosetti. Hace falta discernimiento, visión en perspectiva. Usted ha hablado del germen de una enfermedad mortal: yo tenía que aislar ese germen. Como dicen los jesuítas, si el fin es lícito, también los medios lo son. ¿Entiende?
—Las velas se están consumiendo: prosiga.
En el intercambio de miradas que siguió, Corrado estuvo a punto de sucumbir: se le había atravesado el humo del puro, y a duras penas consiguió evitar ponerse a toser. Resistió, y Tinebra continuó; gracias a Dios, la tenue luz de las velas no bastaba para que se le vieran los ojos lagrimosos.
—En el ejercicio de mis funciones puede acceder a los archivos de la Dirección General de Seguridad Pública, y cuando puedo, en muchos casos en domingo, tengo costumbre de leer los informes de la Policía. La primera vez que di con usted, inspector, fue el 25 de mayo pasado. Un domingo. —Con una sonrisa, se explicó—: Llevo un diario detallado.
—Leyó mi informe sobre Barrington y el misterioso Doble W, resucitado en el cementerio de los Ingleses.
Mientras tanto, le volvía a la mente Fouché. En su lugar, Panicacci habría tenido que colgar en su despacho el retrato de Tinebra. Él también se ocupaba primero de lo que le correspondía, y luego de todo lo que no le correspondía. Desde luego el apodo «Ubiquique Suum» le venía al pelo. Lo leía todo, lo oía todo, lo sabía todo: Tinebra y Bernardo Talongo eran dos caras de la misma moneda, dos arañas en el centro de una tela que se extendía por toda Roma. Un Bellacuccia sin gorila.
—Una historia interesantísima. La recordé en el momento justo…
—… Cuando la Confraternidad de la Morte Desolata encontró a un niño asesinado por un bruto que abusaba de él.
Tinebra agachó la cabeza en señal de asentimiento.
—Hábleme de la Confraternidad —propuso Archibugi.
—Ya sabe todo lo que hay que saber, o incluso más: su informe para Primicerio es clarísimo. Usted pide incluso acceso al registro de sus miembros. Pero ¿realmente cree que es posible?
—Desde las remotas propiedades de un senador siciliano llega una estatua de la Virgen a una pequeña iglesia perdida en el campo de Roma. Todo es posible. Usted, por ejemplo, ¿forma parte?
—Pero, inspector, ¿usted me ve a mí yendo por ahí con una túnica negra y una calavera con lágrimas en el pecho?
Corrado habría querido responder que, si pudiera sacarle partido, Tinebra iría en peregrinaje a La Meca disfrazado de camello.
—Pero conoce a alguien que se la pone, dado que la Morte Desolata forma parte de su «engaño», tal como usted lo define. ¿Cuál es la altruista misión a la que se dedica realmente la Confraternidad? ¿Cuál es su objetivo?
—No existe ninguna misión real. ¿Cuál es el objetivo de la masonería? Vivimos en una época complicada, inspector, en la que parece que los masones se hayan introducido por todas partes. Hay quien dice que el parlamento está lleno, que manipulan las decisiones del reino, que son los responsables ocultos de la toma de Roma, del ataque a la Iglesia… ¡Qué idiotez! Las cosas son mucho más complicadas, inspector.
»¿Conoce a Adam Smith, el economista? ¿La metáfora de la mano invisible? En el liberalismo económico perfecto, el individuo, en su búsqueda egoísta de ganancias, persigue al mismo tiempo un fin, que es el bienestar de la sociedad, sin quererlo directamente. El egoísmo privado se transforma en bien público, gracias a la manipulación de la Mano Invisible.
»Del mismo modo, en nuestro querido Reino de Italia, una serie de intereses particulares se sostienen mutuamente, o simplemente evitan pisarse unos a otros, de modo que parece que tras ellos exista un gigantesco complot, una mano invisible que aferra el país. Masones, cofrades, empresarios, políticos, periodistas… Pero no es más que una metáfora, no hay ninguna mano invisible; en todo caso, muchas manos que a veces se sujetan unas a otras, que a veces chocan…, pero que siempre agarran.
—Ya le he dicho que no se me da bien la filosofía. Hablemos de Luciani: ¿él formaba parte de la Confraternidad de la Morte Desolata? ¿Sí o no?
La impecable hoja de Toledo volvió a mostrar por un instante su cara más cortante, un velo en la mirada, los dedos de una mano que parecían agarrar el aire; luego la hoja volvió a su vaina.
—Quizá. Tras su arresto, la confraternidad nombró a un nuevo oficial. La coincidencia no parece casual.
—¿Y alguien de la Banca Romana? ¿Quizá su aliado secreto? ¿Es él a quien recurrieron para el asunto de la Doble W?
Tinebra suspiró.
—Déjeme hablar. Le estoy diciendo todo lo que puedo decirle.
Tras el entierro del niño, Tinebra recordó enseguida la declaración de Barrington. Como seguía los movimientos de Tremolaterra, le sorprendió leer el capítulo del misterioso asesino de niños, Doble W, y el cadáver del niño le dio una idea sencillísima para recuperar los billetes.
Sobre todo había que poner en entredicho al periodista, hacer creer que era un jactancioso, un bocazas, un hombre dispuesto a todo por interés: era parte esencial del proyecto.
Así, convencieron a un pobre idiota —Fabio Petrocchi— de que ascendería en la jerarquía si ayudaba a la Confraternidad a hacer justicia —con respecto a qué era algo que no le importaba; al fin y al cabo, no era más que un mandatario—. Tenía que decir que había visto en el cuerpo del niño una doble W, tal como había leído en el episodio de Bellacuccia; unos días después del entierro, así sería más difícil descubrir si mentía o no. La Policía le creería enseguida: ya tenían la declaración de Barrington, ¿no? No podían liquidarlo todo como la alucinación de un pobre pollero, como habían hecho con el inglés. La mentira saltaría después, en el momento oportuno. Petrocchi sabía que entonces tendría que modificar la declaración: atribuiría la idea a Tremolaterra, que habría buscado con ello publicidad.
—Vamos, que han usado a Fabio Petrocchi como a Pio Frezza —comentó Archibugi entre dientes.
—No tiene ni idea de lo sensible que es la gente sencilla a los ideales, a las ideas platónicas, inspector. Petrocchi sólo se sentía a gusto en el cálido seno de la Confraternidad, y habría hecho de todo por su prosperidad: no digo cualquier cosa, pero sí muchas…
El mismo día en que Petrocchi se disponía a prestar declaración, una nota anónima (aún no se podía ser explícito, ya que Tremolaterra tenía la sartén por el mango y no se sabía cómo podía reaccionar) le advertía del hallazgo en la Morte Desolata.
El sabía que la Morte Desolata era una confraternidad «excelente». Tuvo que entender algo enseguida: tal como pensaban Tinebra y sus cómplices, puso tierra de por medio para reflexionar y ponerse a salvo. Fue incluso a comprobarlo por sus propios ojos. Lo dejaron que se cociera en su propio jugo durante un día, y después…
—Después le mandaron un mensaje. Esta vez inequívoco, para alguien que estaba al corriente, aunque indescifrable para los demás. Este.
Corrado extrajo del bolsillo un artículo de periódico y leyó:
—Escribe el
Eco di Roma
, que fue el primero en anunciar la noticia reservadísima, a propósito de los cofrades: «… se visten con ridículas túnicas y capuchas negras como si estuvieran en el sábado de carnaval…».
—Una buena pista para usted, ¿eh, inspector?
—Sí, no entendía la referencia al sábado. Uno diría «en carnaval», o «el martes de carnaval», «el jueves de carnaval»… Pero ¿por qué el sábado? A menos que hiciera referencia…
—… al día del asesinato de Raffaele Sonzogno. Exacto.
Tremolaterra leyó el artículo y, naturalmente, comprendió enseguida la referencia. Ahora todo estaba claro: la Morte Desolata le lanzaba un mensaje, y le decía de qué lado debía ponerse…
—Del de Enrico Mezzasalma, director del
Eco di Roma
y autor del artículo.
En juego estaban los dos billetes que Tremolaterra había sustraído. ¿Por qué —debía preguntarse— aquella puesta en escena con el niño de la Doble W? Porque muy pronto la puesta en escena quedaría al descubierto, y, una vez hecha pública la retractación de Petrocchi, Tremolaterra quedaría en evidencia como mentiroso descarado y sin escrúpulos, capaz de todo para darse publicidad: y Mezzasalma potenciaría el efecto, confesando en el momento preciso que había sido el propio Tremolaterra quien le había pasado el material para el artículo.
El periodista se convertiría en la persona con menos credibilidad de Roma: sin embargo, aquél era precisamente el salvavidas que Mezzasalma y sus acólitos le lanzaban. Tremolaterra podía mostrarse escéptico a privarse de los dos billetes de banco, al pensar que su vida no valdría gran cosa sin ellos; pero la Morte Desolata le mandaba el mensaje: «Tu credibilidad está por los suelos: sin pruebas, nadie te creerá. Por eso no tienes nada que temer de nosotros, ni nosotros de ti, en cuanto nos entregues los billetes».
—Sí, bien estructurado —comentó Archibugi—. Y usted, detrás de todo eso, moviendo las fichas…
—Lo admito —contestó Tinebra, sacudiéndose algo incómodo con un gesto de la mano—. Pero ¿qué es lo que tiene de reprobable, teniendo en cuenta lo que había en juego? La exhumación de un niño, cuyo verdadero asesino han capturado, por cierto, y me alegro, gente de esa calaña…
—No hablemos de la gente de esa calaña.
Tinebra no se dio por aludido y siguió con la enumeración:
—Después, una falsa declaración por parte de Petrocchi…
—A propósito, he mandado que lo arresten de nuevo, hace unas horas.
—Lo sé. No nos preocupa. Sabe poco o nada, y en cualquier caso no cambiará su declaración, especialmente ahora que Tremolaterra no puede desmentirlo. Es un hombre de principios.
—¿Y Mezzasalma? ¿Él qué gana? ¡No le habrán prometido que será preboste del coro de la Confraternidad!
—El
Eco di Roma
es un periódico faccioso. Nacen como setas, con la humedad, a la sombra de la política y de los negocios, y se pudren con la misma facilidad. No tiene idea de los favores y de la financiación con que cuenta: cosas de la que antes o después hay que pasar factura. Y en el fondo, ¿qué es lo que ha hecho? Un artículo de periódico, que le desafío a que convierta en una prueba…
Corrado se vio por última vez desde fuera, y esta vez la náusea se volvió insoportable. No aguantaba más a aquel hombre que hablaba de actos despreciables como si fueran movimientos de una partida de ajedrez. No conseguía atravesar la máscara de Tinebra, llegar hasta él, descubrir si realmente le impulsaba la voluntad de librar una guerra a la Banca Romana, o si en realidad no era más que un interlocutor de las secretas jerarquías de la Confraternidad de la Morte Desolata. Ya le daba igual.
Se levantó de golpe y derribó la silla. Las llamas de las velas temblaron enloquecidas. Tinebra entrecerró ligeramente los ojos. Archibugi dio unos pasos hacia la puerta.
—Inspector. Olvida nuestro pacto.
Archibugi se giró.
—Usted olvida que soy policía, no filósofo. Me ha dado una explicación, no sé hasta qué punto sincera, pero que coincide con lo que yo ya sabía. No me basta.
Entonces Tinebra se levantó, lentamente, y su sombra se alargó, extendiéndose por el acolchado de color sangre de las paredes.
—Inspector, esos dos billetes…, tiene que dármelos. Le he explicado el motivo. ¿Qué cree que puede hacer usted?
—Le daré los dos billetes…, a cambio de Mezzasalma.
Parecía que el cuerpo del director del
Eco di Roma
hubiera caído en medio de la sala desde el techo, y que los dos lo velaran en silencio.