Dos chicas han aparecido atrozmente asesinadas. El que a ambas le hayan arrancado la lengua sugiere a la opinión pública la existencia de un nuevo Jack el Destripador pero la verdad no es menos terrible; un escuadrón de castigo está llevando a cabo su grotesca misión entre los participantes de la operación
Pastel de Crema
. M encomienda a Bond la misión de proteger a los que aún no han sido localizados, y tendrá que hacerlo solo, sin el respaldo del Servicio.
Muerte en Hong Kong
es la sexta novela —la cuarta que se publicaría en España— que John Gardner escribiera sobre el agente británico
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John Gardner
Muerte en Hong Kong
ePUB v1.1
bondo-san22.02.13
Título original:
No deals, Mr. Bond
John Gardner, 1987
Traducción: María Antonia Menini
Editor original: bondo-san (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
A mi querido amigo, Tony Adamus
Como muchos de sus compañeros de la Royal Navy, el oficial de navegación, era conocido con el cariñoso apodo de Vasco. Bajo la rojiza luz de la sala de control del submarino, se inclinó ahora hacia el capitán y le rozó el brazo.
—Ya llegamos a la cita, señor.
El capitán de corbeta Alec Stewart asintió.
—Paren las máquinas. Aletas en el centro.
—Máquinas paradas —anunció el oficial de guardia.
—Aletas en el centro —contestó el piloto de mayor antigüedad de los dos que permanecían sentados frente a las palancas de mando de las aletas que controlaban la profundidad del submarino.
—¿Sonar? —preguntó el capitán en voz baja.
—Actividad distante alrededor de la isla de Bornholm, tráfico habitual que entra y sale de Rostock, dos objetivos que parecen pequeñas patrulleras lejanas, costa arriba a unas cincuenta millas, marcación cero-dos-cero. Ninguna señal de submarino.
El capitán de corbeta Alec Stewart arqueó una ceja. No era un hombre feliz. Por una parte, no le gustaba comandar su submarino nuclear Trafalgar Class en aguas prohibidas. Por otra, no le gustaban los «tipejos».
Sabía que les llamaban «tipejos» sólo porque había leído esa expresión en una novela. Él los hubiera llamado «fantasmas» o tal vez simplemente espías. Sea como fuere, no le hacía la menor gracia tenerlos a bordo, aunque el jefe ostentara un grado de la Armada. Durante las maniobras navales, Stewart había llevado a cabo simulacros de operaciones encubiertas, pero hacerlas de verdad en tiempo de paz le pegaba tres patadas en el vientre.
Cuando los «tipejos» subieron a bordo, le pareció que el grado naval era una simple tapadera, pero, pasadas unas horas, descubrió que Halcón Marino —que así llamaban al jefe— estaba muy familiarizado con los asuntos del mar, al igual que sus dos compañeros.
Pese a ello, el asunto contenía demasiados ingredientes de capa y espada para su gusto. Además, no le iba a ser nada fácil. Las órdenes, bajo el encabezamiento de operación
Halcón Marino
, eran escuetas, pero muy explícitas:
Prestará usted a Halcón Marino y a sus compañeros todo el apoyo de que precisen. Navegará en silencio y sumergido a la máxima velocidad posible hasta la siguiente cita.
Se facilitaban a continuación unas coordenadas que, tras un rápido vistazo a las cartas, confirmaron los peores temores de Stewart. Era un punto situado a unas cincuenta millas a lo largo de la pequeña franja costera de la Alemania Oriental, emparedado entre la República Federal de Alemania y Polonia, a unas cinco millas de la costa.
En el punto de cita permanecerá usted preparado y sumergido bajo las órdenes directas de Halcón Marino. Bajo ningún pretexto dará usted a conocer su presencia a ningún otro buque, sobre todo de las unidades navales de la República Democrática Alemana o la Unión Soviética que operen en los puertos cercanos. Al llegar a la cita, es probable que Halcón Marino desee abandonar el barco junto con los dos oficiales que le acompañan. En este caso, utilizarán la lancha inflable que han traído consigo y, tras su partida, se sumergirá usted a profundidad de periscopio y aguardará su regreso. Si la misión de Halcón Marino alcanza el éxito, éste regresará probablemente acompañado de otras dos personas. Les ofrecerá usted las máximas comodidades y regresará a la base según las instrucciones arriba apuntadas. Nota: esta operación está protegida por la Ley de Secretos Oficiales. Ordenará usted a todos los miembros de su tripulación que no comenten la operación ni entre sí ni a otras personas. Un equipo del Almirantazgo le interrogará personalmente a su regreso.
«¡Maldito Halcón Marino! —pensó Stewart—. ¡Y maldita operación!». No era fácil llegar, sin ser detectado, al destino del buque: bajo el mar del Norte, subiendo por el Skagerrak, bajando por el Kattegat, bordeando las costas danesa y sueca, surcando canales angostos —ejercicio naval muy peliagudo de por sí— hasta salir al Báltico. Las cincuenta y tantas millas finales les llevarían directamente a aguas jurisdiccionales de la Alemania del Este, llenas a rebosar de buques del Bloque Oriental, por no hablar de los submarinos rusos de las bases de Rostock y Stratsund.
—Profundidad de periscopio —musitó Stewart, consciente de la silenciosa atmósfera que reinaba a su alrededor.
Los pilotos elevaron lentamente el submarino desde su profundidad de 80 metros por debajo de la superficie.
—Profundidad de periscopio, señor.
—Elevación de periscopio.
El sólido tubo de metal se deslizó hacia arriba y Stewart empujó las manijas hacia abajo. Pulsó el mando de la visión nocturna y efectuó un circuito completo. Sólo pudo ver la costa, desierta y llana. Nada más. Ni luces ni barcos. Ni siquiera una embarcación de pesca.
—Descenso de periscopio.
Empujó las manijas hacia arriba, se dirigió al tablero de la radio y tomó el micrófono de transmisión interna. Lo conectó con el pulgar y dijo en voz baja:
—Halcón Marino a la sala de control, por favor.
Arriba, en la proa, rodeado por un equipo de alta seguridad situado precisamente detrás de unos tubos de torpedo, en el único espacio disponible, Halcón Marino y sus dos compañeros permanecían tendidos en unas literas improvisadas, un metro y medio por encima de la cubierta. Ya llevaban puestos los trajes de inmersión con fundas de pistolas impermeables sujetas a los cinturones. La voluminosa lancha inflable ya estaba lista.
Al oír la orden del capitán, Halcón Marino apoyó los pies en la cubierta metálica y se dirigió pausadamente a la sala de control, situada a popa del buque.
Sólo los pertenecientes al cerrado círculo de la comunidad del espionaje internacional hubieran reconocido en Halcón Marino al comandante James Bond. Sus compañeros eran miembros de la Flotilla Especial de Lanchas —abreviada como FEL—, conocidos por su discreción y utilizados a menudo por el Servicio de Bond. Stewart levantó los ojos cuando Bond agachó la cabeza para entrar en la sala de control.
—Le hemos llevado hasta aquí a la hora prevista —sus modales no mostraban ninguna deferencia especial, sino sólo mera cortesía.
—Bien —asintió Bond—. En realidad, llevamos aproximadamente una hora de adelanto, lo cual nos da un poco más de margen —estudió el Rolex de acero inoxidable que llevaba en la muñeca izquierda—. ¿Podremos salir dentro de veinte minutos?
—No faltaba más. ¿Cuánto tardarán?
—Supongo que emergerá usted sólo parcialmente, por lo que nos bastará el tiempo suficiente para inflar la lancha y alejarnos de la succión de sumersión. ¿Diez, quince minutos le parece?
—¿Y utilizaremos las señales de radio sólo en los casos previstos?
—Tres «bravos» por parte suya para indicar peligro. Dos «deltas» por la nuestra cuando queramos que emerja de nuevo a la superficie y nos reciba a bordo. Utilizaremos la escotilla de salida de proa según lo acordado. No habrá ningún problema, ¿verdad?
—Estará un poco resbaladiza, sobre todo, a la vuelta. Tendré a punto a un par de marineros para que les ayuden.
—Y una cuerda. A ser posible, también una escala. Que yo sepa, nuestros huéspedes no poseen ninguna experiencia en subir a bordo de submarinos, de noche.
—Cuando usted quiera.
Los «huéspedes» que le iban a endilgar molestaban a Stewart más que ninguna otra cosa.
—Muy bien, pues, vamos allá.
Bond regresó junto a los oficiales de la Flotilla Especial de Lanchas, el capitán Dave Andrews y el alférez de navío Joe Preedy, ambos pertenecientes al cuerpo de la Armada. Juntos repasaron rápidamente las instrucciones, repitiendo cada uno de ellos su papel en el plan de contingencia en el caso de que algo fallara. Arrastraron la lancha inflable, las hélices y el pequeño y ligero motor hasta la escala metálica que conducía a la escotilla de proa y, desde allí, a la cubierta y al frío del Báltico. Dos marineros vestidos con trajes impermeables los aguardaban al pie de la escala, uno de ellos preparado para subir en cuanto recibiera la orden.
En la sala de control, el capitán de corbeta Stewart, volvió a echar un rápido vistazo a través del periscopio y, mientras éste bajaba, ordenó emerger hasta la cubierta, y «luz negra». En cuanto se cumplió la segunda orden, el interior del barco quedó completamente a oscuras, exceptuando el resplandor de los instrumentos de la sala de control y el ocasional destello de alguna linterna roja protegida por una pantalla. Una de ellas la llevaba el marinero que aguardaba al pie de la escala. Éste subió a toda prisa en cuanto oyó anunciar en voz baja a través de los altavoces:
—¡Cubierta en superficie!
El marinero abrió la escotilla de proa. Un aire glacial penetró a través del pequeño círculo de arriba. Joe Preedy subió el primero por la escala, ayudado por el débil resplandor rojizo de la linterna del marinero. A medio subir, Dave Andrews tomó un extremo de la lancha inflable, se lo pasó Bond, la izó hasta Preedy y, junto con éste, levantó la pesada lancha hasta la cubierta. Bond les siguió y el marinero le pasó las hélices y el ligero motor, el cual formaba parte del equipo secreto de la Flotilla Especial de Lanchas. Fácil de manejar y provisto de unas pequeñas palas de hélice, el motor IPI puede funcionar con gran eficacia y en un silencio casi absoluto, utilizando el combustible de un depósito de cierre automático acoplado a la parte trasera de la lancha.
Por último, Bond le pasó el tubo del aire a Preedy y, cuando alcanzó la resbaladiza cubierta metálica, la lancha inflable ya se había convertido en una alargada embarcación, provista de asientos bajos como los de los vehículos deportivos y unos asideros para las manos.
Bond comprobó que el transceptor estuviera firmemente sujeto a su traje impermeable y permaneció de pie en cubierta, mientras los dos hombres de la FEL lanzaban la embarcación al agua. El marinero sostuvo un cabo desde la redondeada proa hasta que las hélices y el IPI fueron trasladados a la lancha. Después, Bond se deslizó desde la cubierta del submarino a la popa de la lancha. El marinero soltó el cabo y la lancha se alejó del submarino.
Bond efectuó una rápida lectura de la brújula luminosa que llevaba colgada del cuello, les indicó los datos a los hombres de la FEL, dejó la brújula en una cavidad de plástico de la lancha y, utilizando su paleta a modo de timón, dio la orden de avanzar. Remaron con anchas paladas regulares y consiguieron alcanzar una considerable velocidad en medio de las negras aguas. Al cabo de dos minutos, Bond comprobó el rumbo y, en aquel momento, oyó el silbido del agua provocado por la inmersión del submarino. A su alrededor, la noche se mezclaba con el mar y tardaron casi media hora en distinguir la costa de la Alemania del Este, tras remar sin descanso y controlar constantemente el rumbo. Tardarían un buen rato en llegar a la orilla. En caso de que todo fuera bien, podrían utilizar el motor para regresar a toda prisa al submarino.