—En el trabajo, era muy presumido. Decía que era capaz de ocultarse de cualquiera y que nadie podría encontrarle en caso de que él no quisiera. Sería algo así como buscarle en la espesura de un bosque. Creo que fue Elli quien dijo que deberíamos llamarle Wald
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, cosa que a él le encantó. Tiene muchos humos. ¿Se dice así?
—Por eso se llama ahora Jungla Baisley —dijo Bond, asintiendo—. ¿Buscarle a él sería como buscar un árbol determinado?
—Más o menos. O como buscar una aguja en un pajar.
Bond se inquietó.
—Dices que Elli le dio éste apodo. ¿Acaso vosotros cinco os reuníais con regularidad?
Hubiera sido un suicidio desde el punto de vista de la seguridad, pensó. Pero había muchas cosas en
Pastel de Crema
que no favorecían demasiado la seguridad.
—No muy a menudo. Pero si celebrábamos encuentros.
—¿Los convocaba vuestro jefe?
—No. Swift nos veía de uno en uno. Manteníamos reuniones habituales en casas francas; nos citábamos en tiendas o parques. Pero debes comprender que todos nos conocíamos desde pequeños.
Bond pensó que eran casi unos niños cuando se concibió aquel monstruoso plan. Dos ya habían muerto con toda certeza, los demás tenían precios sobre sus cabezas y sus lenguas. Smolin no descansaría hasta meterlos a todos en sus ataúdes correspondientes. ¿Y qué ocurriría con Swift, su jefe? Había muchos datos sobre Swift en las carpetas que M puso a su disposición. Swift era el nombre de una calle; su verdadero nombre estaba cuidadosamente oculto, incluso en los documentos oficiales. Sin embargo, Bond conocía al personaje que se ocultaba detrás de aquel nombre. Era una leyenda viva entre los agentes, uno de los más expertos y hábiles de todo el sector. Le habían puesto el apellido de Swift
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por la rapidez con la cual trabajaba, siempre veloz e infalible. No era muy dado a cometer errores. Y, sin embargo, caso de que Heather no le hubiera mentido con respecto al final de
Pastel de Crema
, no cabía la menor duda de que Swift había fallado estrepitosamente.
Estaban atravesando una verde y lujuriante campiña. Algunas casitas aisladas arrojaban al aire a través de sus chimeneas el humo de sus fuegos de turba. Era una tierra tranquila, pero un poco desordenada…, tan desordenada como
Pastel de Crema
. Bond volvió a repasarlo todo mentalmente.
Los progenitores de los cinco protagonistas eran agentes fuera de servicio que sólo de vez en cuando facilitaban alguna que otra información de espionaje.
Pese a lo cual, estaban muy bien colocados. El padre de Bridget era abogado y, entre sus clientes, figuraban muchos altos funcionarios. Los padres de Millicent ejercían como médicos y tenían entre sus pacientes a varios miembros de la comunidad de espionaje. Los otros tres pertenecían a familias militares o paramilitares: el padre de Ebbie era oficial de los Vopos, los de Jungla y Heather eran militares alemanes que trabajaban fuera de los cuarteles de Karlshorst, sede no sólo del Servicio de Espionaje, sino también del Cuartel General soviético en la Alemania del Este. Era lógico que, unos años atrás, aquellos cinco jóvenes hubieran llamado la atención de los planificadores de la operación contra objetivos clave de la Alemania del Este.
Bridget tendría que centrar sus esfuerzos en un miembro del Politburó de la Alemania del Este, y Millicent debería ofrecer sus «servicios» a uno de los siete oficiales del KGB que actuaban bajo una endeble tapadera de «asesores» en Karlshorst. Ebbie estaba destinada a un comandante del ejército de la Alemania del Este. Jungla y Heather tenían a su cargo los mayores trofeos:
Fräulein
capitán Dietrich, la oficial responsable de los altos funcionarios civiles de la HVA, bien conocida por su afición a los jovencitos, y el coronel Maxim Smolin.
Smolin se enamoró perdidamente de Heather, o eso por lo menos decían los archivos. Bond recordaba todos los detalles del expediente: «
Basilisco instaló a la chica en un pequeño apartamento situado a cinco minutos en automóvil del Cuartel General de Karlshorst, donde pasaba casi todas sus horas libres con ella. Después de cualquier viaje "de negocios" extranjero, le llevaba costosos regalos
». A continuación, seguía una lista en la que figuraban desde sofisticados equipos de alta fidelidad a lo que los franceses califican de obsequios «de fantasía» de París. La lista, presuntamente elaborada por Swift, era extremadamente detallada. Las fechas y los objetos se enumeraban en una columna, mientras que en otra se daba cuenta de las ausencias de Basilisco y de todos sus movimientos. Era la lista más exhaustiva de los cinco.
Fräulein
capitán Dietrich también le hacía regalos a Jungla, pero Swift no parecía disponer de mucha información al respecto. La información sobre las relaciones entre los otros tres agentes y sus objetivos era todavía más escasa. Bond se preguntó, desde un principio, si la operación debió ser completa o si, en realidad, sólo interesaban dos personas —Dietrich y Smolin— y los demás fueron simples contrapesos o incluso distracciones. Habida cuenta de los errores de bulto cometidos por Swift, Bond tendría que examinar minuciosamente todos los detalles. Mientras cruzaban una aldea de unos quinientos habitantes que, al parecer, disponía de una catedral, doce garajes y veinte bares, dijo:
—Cuéntamelo otra vez, Heather.
—Ya te lo he dicho todo.
La muchacha hablaba con un cansado hilillo de voz, como si no quisiera volver a comentar el asunto de
Pastel de Crema
.
—Sólo una vez más. ¿Qué sentiste cuando te lo dijeron?
—Tenía apenas diecinueve años, aunque supongo que era muy precoz. Lo vi como un juego. No comprendí hasta mucho más tarde cuán peligroso era todo aquello.
—Pero, aun así, ¿te emocionaba?
—Era como una aventura. Si tuvieras diecinueve años y te ordenaran seducir a una mujer mayor, pero no del todo fea, ¿tú no te emocionarías?
—Depende de cuáles fueran mis inclinaciones políticas.
—¿Y eso qué quiere decir?
Heather tenía los nervios a flor de piel.
—¿Eras una joven políticamente concienciada cuando te propusieron esta emocionante aventura?
—Si quieres que te diga la verdad —contestó Heather, exhalando un profundo suspiro—, yo estaba harta de la situación. Para mí, todo lo que me decían eran idioteces: el este, el oeste, el norte, el sur…, el partido comunista, los norteamericanos, los británicos. Maxim solía decir: «La política y la religión son como una feria».
—¿Ah, sí? —Bond se sorprendió ante aquella repentina revelación sobre los puntos de vista de Smolin en materia política—. ¿Y qué quería decir con eso?
—Quería decir que pagabas y elegías lo que más te apetecía. Pero añadía que, una vez hecha la opción, ésta te ataba de pies y manos. Según él, el comunismo era en política lo más próximo que pudiera haber a la Iglesia católica. Ambos tienen unas reglas de las que uno no se puede desviar.
—Sin embargo, tú intentabas desviarle. Te esforzabas al máximo por convertirle.
—En cierto modo, sí.
Bond soltó un gruñido.
—¿Le conocías de antes?
—Ya te lo he dicho —Heather volvió a suspirar—. Era un asiduo visitante de nuestra casa.
—¿Y mostraba interés por ti?
—No especialmente.
La joven pareció dudar un instante y luego se lanzó a una larga perorata. El coronel Maxim Smolin no era lo que pudiera decirse un hombre guapo, pero poseía cierto atractivo. A primera vista, no ejercía una atracción física, pero tenía algo especial. Después, cuando le explicaron todo el asunto, Smolin le resultó todavía más simpático. Primero, su padre le dijo que el coronel luchaba contra las potencias que habían dividido su patria en dos mitades. Posteriormente, el hombre a quien conocía bajo el apellido de Swift, su jefe, fue un poco más explícito.
«Es un cerdo —le dijo Swift durante su primer encuentro de instrucción—. Un cerdo de tomo y lomo que no vacilaría en ahorcar a su propia madre con una cuerda de piano. Es un cazador de espías profesional, un asesino de espías que no tiene ningún reparo en equivocarse de vez en cuando. Te pedimos que te metas en su cama y te ganes su confianza para que comparta contigo sus pensamientos, sus temores y, en último extremo, sus secretos».
—Maxim no era, en realidad, tan malo como Swift lo describió.
Bond ya había intuido que Heather recordaba todavía con cierta nostalgia sus amores con Smolin.
—Me imagino que las amantes de los verdugos de Auschwitz y Belsen debían decir lo mismo mientras saboreaban su
Kirschtorte
.
Con hombres como Smolin, Bond no podía andarse con sentimentalismos.
—¡No! —gritó Heather—. Lee mi informe. Allí está todo. Maxim era una mezcla de hombre muy curiosa, pero muchas de las historias que se cuentan de él no son ciertas.
—¿Por eso ha enviado un equipo para que os persiga a ti y a tus amigos? ¿Por eso anda por ahí arrancando lenguas?
Heather guardó silencio; tenía la mirada perdida en la lejanía. Bond la miró de soslayo. Casi hubiera podido jurar que había lágrimas en sus ojos.
—¿Y tú fuiste y le apresaste en tus redes, te acostaste con él y le contaste a Swift vuestras conversaciones de alcoba?
—¡Ya te lo he dicho! ¿Cuántas veces quieres que te lo repita, James? Sí, sí, sí. Le apresé. Incluso me encariñé con él. Me gustaba su compañía: era amable, considerado y muy cariñoso. Demasiado.
—¿Debido a que juzgaste erróneamente el momento de la verdad?
—¡Sí! ¿Quieres que te lo repita otra vez? Le dije a Swift que, en mi opinión, estaba preparado. Dios mío… —Heather parecía a punto de echarse a llorar—. Swift me dijo que le abriera los ojos y le revelara la verdad.
Bond concentró su atención en la carretera.
—¿Y qué sucedió cuando le revelaste la verdad a Maxim Smolin?
Heather respiró hondo y abrió la boca. En ese instante estaban tomando una curva que conducía a un largo tramo de carretera flanqueado por arbustos. Big Mick, a unos doscientos metros a su espalda, encendió los faros y, a través del espejo retrovisor, Bond vio que dos vehículos se situaban a ambos lados del Volvo, quedando el carril ocupado por tres automóviles. Aunque llevaba mucho tiempo sin circular por aquella carretera, Bond experimentó una extraña sensación de
déjà vu
. Vio la imagen de un accidente, unas luces azules intermitentes y unos agentes de policía haciendo señales de que se detuvieran. Antes incluso de ver lo que le aguardaba más adelante, sintió que el temor le encogía el estómago. Detrás de él, los dos automóviles parecían empeñados en aplastar el Volvo.
Al salir de la curva, ocurrió lo que Bond ya esperaba. El tramo recto de carretera estaba lleno de cascotes, señales de advertencia y luces intermitentes. Bond le gritó a Heather que se preparara. Delante, vieron un vehículo de la Garda, una ambulancia, los restos de un automóvil de color beige que hubiera podido ser un Cortina y un Audi volcado sobre el seto. Había, asimismo, un pesado camión cruzado en la carretera. Bond no estaba para camiones. Pisó el freno con el pie izquierdo y trató de girar, pese a estar seguro de que la carretera que serpenteaba a su espalda ya estaría bloqueada por un Volvo triturado…, a no ser que Big Mick tuviera poderes sobrenaturales.
Heather gritó mientras el vehículo se inclinaba lateralmente y aumentaba la velocidad pese a los esfuerzos de Bond por controlarlo. Éste descubrió demasiado tarde que la superficie de la carretera estaba cubierta por una densa capa de aceite.
La escena de la colisión se acercaba con sorprendente rapidez. Bond luchó con el volante, sabiendo que no habría medio de evitar el choque. Cuando éste se produjo, experimentó una sensación de alivio. Se detuvieron produciendo un fuerte chirrido metálico.
Bond trató de sacar la pistola, pero ya era demasiado tarde. Se abrieron las portezuelas y dos hombres con el uniforme de la Garda los sacaron del interior del vehículo, inmovilizándoles con una dolorosa llave en el brazo. Bond se preguntó, aturdido, dónde estaría su pistola. Intentó infructuosamente oponer resistencia y se percató de que les estaban arrastrando hacia la ambulancia donde les aguardaban otros cuatro hombres.
Para ser miembros de un equipo de ambulancia, aquellos individuos no parecían mostrar especial interés por sus lesiones. Los gritos de Heather hubieran sido capaces de despertar a los muertos. Un hombre la hizo callar de golpe, dándole en el costado del cuello con el canto de la mano. Heather se desvaneció en el momento en que se cerraban las portezuelas y la ambulancia se ponía en marcha. El hombre que la había golpeado la tomó en brazos y la tendió en una de las camillas.
Delante viajaba un quinto hombre, pese a lo cual aún quedaba mucho espacio libre. Más tarde, Bond se dio cuenta de que la ambulancia era muy grande, probablemente un vehículo militar reconvertido. La ambulancia aceleró e hizo sonar la sirena.
—¿Míster Bond, supongo? —inquirió el quinto hombre—. Me temo que ha habido un pequeño accidente y tendremos que sacarles de aquí a la mayor rapidez posible. Lamento las molestias, pero es esencial para la seguridad de todos. Estoy seguro de que lo comprenderá. Si se queda aquí sentado y quietecito, nos llevaremos muy bien, ya lo verá.
De eso no cabía la menor duda. El coronel Maxim Smolin poseía un considerable encanto, aunque lo aderezara con amenazas.
La ambulancia derrapó y brincó, aminoró la marcha, volvió a patinar y aceleró. Bond dedujo que habrían abandonado rápidamente la carretera principal y ahora estarían regresando a través de las colinas o de la escarpada garganta de Wicklow. Miró a Heather, tendida inmóvil en la camilla, y confió en que la fuerza del golpe no le hubiera causado un daño irreparable.
—No le ocurrirá nada, míster Bond. Mis hombres no tenían órdenes de matar, sino tan sólo de dejarla inconsciente.
De cerca, la figura de Smolin resultaba todavía más impresionante que de lejos. Su rápida respuesta a la solícita mirada de Bond denotaba inteligencia y grandes dotes de observación.
—Estoy seguro de que sus hombres están perfectamente adiestrados para matar y no matar del todo.
Bond estuvo a punto de añadir el nombre de Smolin, pero se detuvo a tiempo.
—En efecto, mi estimado señor.
Smolin hablaba un inglés impecable, en el que un oído avezado hubiera descubierto, sin embargo, una excesiva perfección. Sus corteses modales pillaron a Bond desprevenido, aunque detrás de ellos se ocultara una innegable sensación de poder y confianza absolutos. Smolin era un hombre que esperaba ser obedecido y que sabía ejercer un férreo control. Era algo más alto de lo que Bond había calculado las dos veces que le vio en persona, y tenía un cuerpo musculoso y en plena forma bajo el costoso anorak, los pantalones de sarga y el jersey de cuello de cisne.