«Lo habrá hecho otras veces», pensó Bond, preguntándose cuándo y en qué circunstancias. A lo mejor, Murray lo utilizaba para asuntos de contrabando o alguna que otra cuestión peliaguda relacionada con los «chicos», tal como llamaban siempre a los Provos en la República de Irlanda. Cualquiera que fuera su experiencia, todo se desarrolló como la seda. El Control del Tráfico Aéreo llamó una vez más, preocupado por la pérdida de altura. El piloto esperó unos cuatro minutos, preparándose para el aterrizaje. Luego emitió una petición de auxilio, indicando una posición deliberadamente equivocada unos quince kilómetros de distancia para que las autoridades tardaran más en llegar.
—Cuando tomemos tierra, dispondrán de unos cinco minutos para largarse —le gritó a Bond—. Un poco de realismo para los clientes —añadió, esbozando una sonrisa.
Descendieron hacia unos campos de labranza en los que no había la menor señal de vida a lo largo de unos ocho o diez kilómetros, tomaron tierra y se deslizaron hacia un bosquecillo y una carretera recta, bordeada de álamos. Un viejo Volkswagen se hallaba estacionado junto a los árboles. En cuanto se detuvo el motor de la Cessna, una figura vestida con un mono de trabajo blanco idéntico al de Bond emergió de entre los árboles y se acercó a ellos.
—¡Váyanse! Dios les guarde —dijo el piloto, descendiendo del aparato.
Bond ayudó a Ebbie a bajar, se quitó el mono y miró al desconocido, el cual se limitó a asentir, señalando con la cabeza el Volkswagen. Después, le entregó las llaves a Bond y le dijo que dentro había unos mapas. Tomando a Ebbie de la mano, Bond se alejó al trote. Desde el automóvil, vieron por última vez a los dos intrépidos aviadores. Habían retirado la cubierta y estaban manipulando el motor. Para entonces, el Volkswagen ya se encontraba en la carretera, camino de París. Antes de hablar, Bond intentó primero acostumbrarse al vehículo.
—Bueno, pues, señorita, ¿cómo y por qué has vuelto a aparecer?
En la avioneta no pudo mantener una detallada conversación y ahora recelaba de la dramática reaparición de Ebbie, aunque ésta contara con la bendición de Murray.
—Aquel policía tan simpático pensó que sería una agradable sorpresa para ti, James, amor mío.
—Ya. Pero, ¿qué te ocurrió en Kilkenny?
—¿No te lo dijo?
—¿Quién?
—El inspector Murray.
—Ni una palabra. ¿Qué pasó?
—¿En el hotel?
—No creerás que me refiero a tu audaz huida de Alemania, Ebbie —contestó Bond con cierta aspereza.
—Me desperté —dijo ella, como si eso lo explicara todo.
—¿Y qué?
—Era temprano, muy temprano, y tú no estabas allí, James.
—Sigue.
—Me asusté. Me levanté de la cama y salí al pasillo. No había nadie y me acerqué a la escalera. Te vi utilizando el teléfono del vestíbulo. Oí tu voz y entonces empezó a venir gente desde el otro lado del pasillo. Me dio vergüenza.
—¿Qué te dio vergüenza?
—Sólo llevaba… Sólo unas minúsculas… —indicó lo que llevaba puesto—. Y nada aquí arriba. Entonces vi un armario donde guardan las cosas de la limpieza —Bond asintió en silencio—. Me escondí en él. Estaba oscuro y me daba miedo. Me pasé un buen rato allí dentro. Oí voces de gente. Cuando todo quedó en silencio, volví a salir. Te habías ido.
Bond asintió sin decir nada. Podía ser verdad. Por lo menos, la chica era muy convincente.
—Me vestí —añadió Ebbie, mirándole a hurtadillas—. Entonces vinieron los policías y les conté lo ocurrido. Utilizaron la radio de su automóvil y me dijeron que tenían orden de llevarme al aeropuerto. James, no tengo más que lo puesto y el bolso de bandolera.
—¿Te dijo el inspector Murray lo que iba a ocurrir?
—Me dijo que corría peligro si me quedaba en Irlanda y que me llevaría junto a ti, pero que quería darte una sorpresa. Tiene mucho sentido del humor. Qué divertido es el inspector.
—Ya lo creo. Como para morirse de risa.
Bond aún no sabía si creerla o no. En tales circunstancias, sólo podía hacer una cosa. Seguir con ella, pero no facilitarle la menor información, procurando, al mismo tiempo, no despertar sus sospechas.
Llegaron al apartamento al que previamente había telefoneado Bond desde un área de servicio de la Autoroute A-11. Había comida en abundancia en la nevera, dos botellas de champán Krug de excelente cosecha y ropa limpia en la cama de matrimonio; ni notas ni mensajes. Exactamente igual que siempre. Una rápida llamada telefónica, indicando la hora de llegada y la probable duración de la estancia, y los amigos desaparecían como por ensalmo. Bond jamás les preguntaba adónde iban, y ellos tampoco le hacían ninguna pregunta a él. El marido era un antiguo colaborador del Servicio, pero ninguno de ellos hablaba jamás del trabajo. El sistema era siempre el mismo desde hacía ocho años. Todo estaba invariablemente a punto, y esta vez no fue una excepción a pesar del poco tiempo de aviso.
—¡Pero, James, qué apartamento tan bonito! —exclamó Ebbie—. ¿Es tuyo?
—Lo es cuando vengo a París y mi amigo está fuera.
Bond se dirigió al escritorio de la habitación principal, abrió el primer cajón y retiró el falso interior. Debajo siempre guardaba una provisión de unos mil francos.
—Mira, hay carne —dijo Ebbie, explorando la cocina—. ¿Quieres que prepare la cena?
—Luego —Bond consultó su Rolex de acero inoxidable. Con viento favorable, tardaría casi media hora en acudir a la cita que había concertado con Ann Reilly—. Afortunadamente, en París hay tiendas que cierran muy tarde. Ebbie, quiero que me hagas una lista de la ropa esencial que necesitas y que me indiques tu talla.
—¿Vamos a salir de compras? —preguntó Ebbie, pegando un pequeño brinco de chiquilla emocionada.
—Yo saldré de compras —contestó Bond con firmeza.
—Pero, James, hay cosas que tú no puedes comprar. Cosas personales…
—Tú haz la lista, Ebbie. Una dama se encargará de las cosas personales.
—¿Qué dama? —preguntó Ebbie, erizándose.
O Ebbie Heritage era una actriz consumada o estaba celosa de verdad. Bond hubiera jurado más bien esto último porque se le encendieron las mejillas y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Vas a ver a otra mujer? —preguntó Ebbie, golpeando impacientemente el suelo con un pie.
—Nos conocemos desde hace muy poco tiempo, Ebbie.
—Eso no tiene nada que ver. Has estado conmigo. Somos amantes. Y, sin embargo, en cuanto llegamos a Francia…
—Alto ahí. Sí, voy a ver a otra mujer. Pero por estrictos motivos profesionales.
—
Ja…
Lo sé. Siempre los motivos profesionales.
—No es lo que te imaginas. Cálmate, Ebbie. Quiero que me escuches —Bond advirtió que la estaba tratando como si fuera una niña—. Eso es muy importante. Tengo que salir y me llevaré tu lista. Bajo ningún pretexto abrirás la puerta o contestarás al teléfono. Mantén la puerta cerrada hasta que yo vuelva. Haré una llamada especial, así —le hizo una demostración: tres rápidos golpecitos, una pausa, otros tres, pausa, y dos golpes más fuertes—. ¿Entendido?
—Sí —contestó Ebbie, mirándole con expresión enfurruñada.
—Pues demuéstramelo.
Ebbie se encogió de hombros y repitió la serie de golpecitos.
—Muy bien. Ahora, el teléfono. No lo toques a menos que suene tres veces, se pare y vuelva a sonar.
Las claves eran tan sencillas y fáciles de recordar como las señales de los enamorados. Bond las repasó otra vez y, luego, sentó a Ebbie junto a la mesa con pluma y papel mientras él recorría el apartamento, cerrando persianas y corriendo cortinas. Cuando terminó, Ebbie ya tenía hecha la lista.
—¿Cuánto rato estarás fuera? —preguntó la joven con un hilillo de voz.
—Con un poco de suerte, unas dos horas. No mucho más.
—Dos horas; yo oleré el perfume de la otra mujer como hagas el amor con ella —dijo Ebbie poniendo una cara muy seria—. Procura no retrasarte, James. La cena estará sobre esta mesa, dentro de dos horas exactas. ¿Entendido?
—Sí, señora —contestó Bond, esbozando una cautivadora sonrisa—. Y no olvides lo que te he dicho sobre la puerta y el teléfono. ¿De acuerdo?
Ebbie se levantó de puntillas, con las manos en la espalda, y le ofreció una mejilla.
—¿No me merezco un beso de verdad?
—Cuando vuelvas puntual para la cena, ya veremos.
Bond asintió, le dio un beso, salió y bajó a pie los cuatro tramos de la escalera de piedra. Siempre evitaba los ascensores de París. Los ascensores de aquellas casas antiguas estaban estropeados nueve de cada diez veces.
Tomó un taxi hasta Los Inválidos y a continuación se dirigió a pie al Quai d'Orsay, cruzando el Sena en dirección a los jardines de las Tullerías. Sólo cuando estuvo seguro de que no le seguían, tomó otro taxi para regresar al Boulevard Saint-Michel.
Vio a Ann Reilly sentada en un rincón del cafetín que él le había indicado, a sólo diez minutos a pie del apartamento en el que Ebbie estaba preparando la cena. Bond se encaminó directamente a la barra, pidió un
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y se dirigió a la mesa de Quti. No parecía que nadie les vigilara, pero, aun así, habló en voz baja.
—¿Todo bien?
—Todo lo que pediste. En la cartera. La tienes junto al pie derecho y es segura. No se verá nada a través de los rayos X, pero yo que tú lo sacaría todo y lo guardaría en la maleta.
Bond asintió.
—¿Cómo van las cosas en el edificio?
—Hay un jaleo espantoso. Por lo visto, ha habido una especie de entrecruce. M lleva tres días encerrado en su despacho. Parece un general asediado. Corren rumores de que incluso duerme allí y le están llevando paletadas de microfilms. Nadie más puede utilizar el ordenador principal, y le acompaña constantemente el jefe de Estado Mayor. Moneypenny tampoco sale. Creo que se acuesta con una escopeta junto a su puerta.
—No me extraña —murmuró Bond—. Mira, cariño, tengo que pedirte un favor —le pasó a Ann la lista de Ebbie—. Hay unos almacenes en la esquina, una manzana más abajo. Compra lo mejor, ¿eh?
—¿Utilizo mi propio dinero?
—Inclúyelo en los gastos. Ya lo arreglaremos cuando yo vuelva.
Quti examinó la lista sonriendo.
—¿Cuáles son sus gustos en…?
—Sofisticados —la cortó rápidamente Bond.
—Haré lo mejor que pueda, teniendo en cuenta lo sencilla que soy yo.
—¡Que te crees tú eso!. Te pediré una copa. Ah, y compra también una maleta barata. ¿De acuerdo?
—¿Sofisticada y barata?
Ann Reilly abandonó el café, contoneando de un modo muy sugestivo las caderas. Bond tomó mentalmente nota de invitarla a cenar cuando todo hubiera terminado y él se encontrara de vuelta en Londres. Ann regresó antes de que hubiera transcurrido media hora.
—Tengo un taxi esperando fuera. Podré tomar el último vuelo de la Air France al aeropuerto de Heathrow, si me doy prisa. ¿Te puedo acompañar?
Bond se levantó y la siguió hasta la puerta, diciéndole que le dejara dos manzanas más lejos. Ann le dio un cariñoso beso y le deseó buena suerte mientras él se marchaba con la maleta y la cartera.
Bond se pasó cuarenta minutos, volviendo sobre sus pasos, viajando en metro, recorriendo calles a pie y tomando otro taxi antes de regresar al apartamento cuando sólo faltaban diez minutos para la expiración del plazo fijado por Ebbie. La joven le husmeó concienzudamente, pero sólo percibió el aroma del brandy. Se tranquilizó ulteriormente cuando Bond le entregó la maleta y le dijo que la abriera. Ebbie lanzó gritos y jadeos de admiración al ver las compras de Quti. Bond se dedicó, entretanto, a echar un vistazo a la ropa que siempre guardaba en una parte del armario del dormitorio. En el apartamento había también una maleta de repuesto en la que más tarde podría colocar su ropa y los objetos de la cartera.
—La cena estará lista dentro de cinco minutos —anunció Ebbie desde la cocina.
—Tengo que hacer una llamada telefónica y en seguida estoy contigo.
Bond utilizó la extensión del dormitorio para marcar el número de la compañía Cathay Pacific en el aeropuerto de Orly. Sí, tenían dos plazas en primera clase en su vuelo a Hong Kong del día siguiente. Los reservarían a nombre de Boldman. Bond les indicó su número del American Express.
—Gracias, míster Boldman. Puede recoger los billetes en el mostrador a las diez y cuarto. Que tengan un buen viaje.
Bond examinó el interior de la maleta para comprobar que Quti no hubiera olvidado el pequeño sello de goma que servía para falsificar los pasaportes. De repente, se llevó un susto.
—¡Ebbie! —llamó—. Ebbie, llevas tu pasaporte, ¿verdad?
—Pues claro. Nunca viajo sin él.
Bond se dirigió al comedor. En la mesa le aguardaba una refinada cena para dos.
—Has estado muy ocupada, Ebbie.
—Sí. ¿Vamos a alguna parte?
—Eso será mañana. Esta noche disfrutaremos de una romántica cena en París.
—De acuerdo, pero mañana, ¿adónde vamos?
—Mañana —contestó Bond en un susurro— nos vamos al místico Oriente.
El vuelo CX-290 del 747 de la Cathay Pacific procedente de París, inició su descenso sobre la isla de Lantau para dirigirse al continente de los Nuevos Territorios. Allí, el gran reactor efectuó una vuelta de casi cien grados, cruzando Kowloon para aterrizar en Kai Tak, el aeropuerto internacional de Hong Kong con su pista extendiéndose como un dedo hacia el mar.
Mientras los motores del aparato rugían sobre los tejados de las casas, James Bond miró a través de la ventanilla, ansioso de ver la isla de Hong Kong allí abajo, con su Pico envuelto en nubes.
Ahora debían de estar sobrevolando Kowloon Tong. Recordó que estas dos palabras significaban el Estanque de los Nueve Dragones, y que el difunto Bruce Lee había consultado con una adivina antes de comprar un apartamento en aquel lujoso barrio de la ciudad. Al joven astro cinematográfico del Kung Fu le habían vaticinado que el hecho de comprar aquel apartamento le traería mala suerte porque su nombre significaba «Pequeño Dragón», y nada bueno le podría ocurrir a un pequeño dragón que se fuera a vivir a un estanque en el que hubieran nueve dragones. Pese a ello, Bruce Lee compró el apartamento y murió antes de un año. Mala suerte.
El Boeing tomó tierra en medio de un poderoso rugido y con los alerones completamente extendidos mientras aminoraba la velocidad. Poco a poco, se detuvo al final de la pista junto a unos elevados edificios que había a la izquierda. El Perfumado Puerto rebosante de embarcaciones se extendía a la derecha, entre el continente y la isla de Hong Kong.