LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (15 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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Narid-na-Gost le sonrió e hizo un gesto en dirección al cráter. No dijo nada; Ygorla conocía ahora con certeza sus intenciones y no hacían falta palabras. Empezaron a descender, planeando en una suave espiral, sin esfuerzo. El olor desconocido de la sal y las algas llenó la nariz de Ygorla y con él sintió un estremecimiento de terror: nacida y criada lejos de las costas, el mar era para ella un desconocido implacable y hostil, y experimentó un vertiginoso impulso de pánico cuando su enorme mole pareció alzarse contra ella. Entonces la escena cambió porque Narid-na-Gost volvió a girar en el aire. Una mancha más pálida flotó delante de Ygorla, y de pronto las olas se perdieron de vista y se encontraron justo encima del volcán, pasando por encima del labio partido del cráter para flotar sobre éste. De nuevo descendieron en un movimiento espiral, las paredes de roca se cerraron en torno a ellos y acallaron el amenazador sonido del mar. Ygorla vio estratos de vívidos colores oscuros en las paredes y, debajo de ella, la gran caldera del cráter, desierta y desolada, con enormes fragmentos de ruinas que manchaban el suelo petrificado.

Sus pies se posaron en el suelo. Por un instante, la perspectiva vaciló y se retorció, como último vestigio del poder del Caos que los había llevado hasta allí y que ahora los abandonaba; luego el mareo desapareció y los sentidos de Ygorla se fueron aclarando, mientras permanecía de pie, aunque algo vacilante, sobre tierra firme.

Narid-na-Gost la soltó y ella dio un paso atrás. Había algo semejante al humor en los ardientes ojos del demonio cuando dijo:

—Bienvenida a tu nuevo hogar, hija.

Ygorla aspiró profundamente. Todavía podía oler el mar, aunque ya no podía escucharlo, y mezclados con su perfume distinguía los olores de la roca antigua y de un ambiente de decadencia húmedo y lóbrego. Miró a su alrededor y por fin volvió a posar la mirada en el demonio. La voz de Ygorla sonó débil y asombrada.

—¿Esto?

Narid-na-Gost sonrió.

—Sí, Ygorla, esto. Reconozco que no es muy impresionante, pero tiene una ventaja que no puede ofrecer ningún otro lugar en el mundo mortal.

Incómoda, ella frunció el entrecejo.

—No comprendo.

El demonio dio unos pasos y se detuvo junto a una roca grande y de peculiar simetría que parecía haber sido partida por la mitad. Tocó la piedra con un pie y soltó una risa ronca y desagradable.

—Así terminan las vanidades de los dioses —dijo con voz suavemente venenosa—. ¿Sabes lo que es esto?

Ygorla negó con la cabeza.

—Este trozo de roca sin valor alguno —declaró con desprecio Narid-na-Gost— es todo lo que queda de la pretensión del señor Aeoris de gobernar este mundo. En años pasados, cuando el Orden se mostraba autocomplaciente y el Caos no tenía poder para desafiar su predominio, esta isla estaba consagrada —recalcó la última palabra con hiriente desdén— a Aeoris y su insípida raza. Y en esta piedra colocó Aeoris un artefacto para que sus esclavos humanos lo veneraran.

—El cofre —musitó Ygorla.

El demonio la miró de reojo.

—¿Tanto te enseñaron las piadosas hermanas?

—Me enseñaron lo que querían que yo supiera —replicó ella con resentimiento al recordar las muchas preguntas que había hecho y que sus tutoras no habían querido responder.

—Claro. —Narid-na-Gost se encaminó despacio al extremo más alejado de la piedra rota y de repente, como una serpiente cuando ataca a su presa, se agachó con rapidez y cogió algo de entre los desperdicios que rodeaban la losa. Se enderezó, con el puño cerrado, luego abrió la mano y mostró lo que había encontrado en su palma.

Titubeante, Ygorla se acercó a él y vio su hallazgo. Con un brillo mortecino, apagado por las sombras que anuncian el amanecer, en su mano había un pequeño broche de oro. Tenía la forma de un círculo seccionado por un rayo.

—Parece… —entonces se calló al darse cuenta de qué era lo que no estaba bien.

A lo lejos se oyeron truenos, aunque no se habían visto destellos de relámpagos en el cráter. El demonio sonrió.

—¿A qué se parece?

—Pensé que era la insignia de rango de un iniciado del Círculo. Pero el diseño no es el correcto. No tiene la estrella del Caos.

—No, Ygorla. Eres tú la que se equivoca. Sí que es la insignia de un iniciado, pero hace casi un siglo que ningún iniciado luce una insignia como ésta. De hecho, los últimos mortales que pisaron este lugar y que podrían haber llevado una insignia semejante en sus hombros fueron los que presenciaron la apertura del cofre sagrado y el final del gobierno del Orden.

Ygorla abrió mucho los ojos.

—¿En la época del Cambio?

—Exactamente. —Narid-na-Gost soltó otra vez su ronca risa—. ¡Qué reliquia para adornar el altar de algún devoto religioso si alguien hubiera sido lo bastante observador para encontrarlo! En lugar de eso, ha permanecido aquí sin ser descubierto, un recuerdo lastimoso y no cantado, que no ha tenido a nadie que se maraville ante él. Quizás ahora comprendas por qué he escogido este lugar como tu refugio —dijo, arrojando el broche de oro con un gesto descuidado; luego hizo un amplio gesto que abarcó toda la vacía superficie de la caldera—. El cofre de Aeoris ya no está. El altar ha sido roto, la eterna lámpara votiva se apagó y los ascéticos hombres que en otros tiempos dedicaron sus vidas a custodiar el santuario hace mucho que murieron. La Isla Blanca se ha convertido en un lugar al que los historiadores pueden acudir para saciar su curiosidad, pero incluso la curiosidad se ha transformado en indiferencia con el paso de los años. —Se volvió y sus ojos parecieron concentrarse en un saliente que se encontraba a unos 60 metros por encima del suelo del cráter. Detrás del saliente parecía haber la entrada de un túnel, pero éste estaba vacío e Ygorla no podía imaginar qué podría haber allí que llamara la atención del demonio.

»Ha pasado casi una década desde la última vez que un pie humano mancilló esta isla —prosiguió Narid-na-Gost—. Ahora nadie recuerda lo que ocurrió aquí, y por lo tanto a nadie le importa. —Una fina y tortuosa sonrisa se insinuó en su rostro—. Incluso sospecho que mis propios amos casi han olvidado su existencia. No cabe duda de que tienen asuntos más importantes de los que ocuparse; y eso es justo lo que yo deseo. —La sonrisa se convirtió en una mueca lobuna—. Soledad, Ygorla. Libertad lejos de miradas inquisitivas y mentes curiosas. Eso es lo que ofrece la Isla Blanca y por eso deseo que tengas aquí tu hogar.

Una vez más, Ygorla miró a su alrededor, la caldera del cráter. Cualquier chica normal de catorce primaveras, al igual que muchas personas adultas, se habría quedado anonadada ante la perspectiva de vivir en un lugar tan desolado. Existir en soledad entre aquellas inmensas rocas resonantes, sin compañía o comodidades humanas, sería un camino seguro para el derrumbe y la locura. Pero la psique más profunda de Ygorla, aunque todavía en estado embrionario, comenzaba a despertar en ella una expectación excitada. Confiaba en Narid-na-Gost. El demonio ya le había mostrado una parte del potencial que encerraba su alma, y, si aquél era el precio que debía pagar para aprender más, entonces daría la bienvenida a la Isla Blanca y a la soledad con los brazos abiertos.

Se volvió hacia el demonio y dijo con entusiasmo:

—¿Qué haré aquí, padre? ¿Qué planes tienes para mí?

Pasaron unos instantes antes de que Narid-na-Gost respondiera. La luz del amanecer se iba haciendo cada vez más intensa y merced a su iluminación Ygorla vio que los ojos carmesíes del demonio parecían absortos, como si contemplaran algo que quedaba fuera del alcance de los sentidos humanos. Pero al fin su mente pareció regresar al presente y la miró de nuevo.

—¿Cuán grande es tu ambición, Ygorla? ¿Es, me pregunto, tan grande como la mía?

—¿Qué quieres decir? No comprendo.

—Claro que no. Y todavía no estoy dispuesto a contártelo todo. —De repente, sus ojos se convirtieron en crisoles gemelos—. Primero debes aprender qué eres, y aprender a controlar el poder que posees y a moldearlo según tu voluntad.

Frustrada, Ygorla inició una queja:

—¡Puedo controlarlo! Anoche yo…

—Anoche utilizaste tus talentos al azar y sin coherencia. Eso no servirá, hija. Por ejemplo, ¿cómo harían frente tus capacidades no desarrolladas a
esto
? —Mientras hablaba, hizo un gesto rápido y complejo, e Ygorla aulló de terror. Con un chillido que resonó en toda la caldera, una quimera cobró vida justo encima de su cabeza. Una mezcla horripilante de águila, sabueso y serpiente sacudió sus grandes alas, levantando una tormenta de polvo y fragmentos de roca que cegó a Ygorla y casi la asfixió. La chica volvió a gritar, y la quimera respondió con una horrible y burlona parodia de un grito humano mientras se abalanzaba sobre ella con las garras extendidas.

—¡Nooo! ¡Por favor, no! —chilló; en su terror, tropezó y cayó, y agitó los brazos en un esfuerzo frenético por protegerse la cabeza.

La quimera desapareció, y el polvo se posó. Ygorla, de rodillas, miró a Narid-na-Gost y rezó en silencio para no vomitar.

—¿Te das cuenta? —La voz del demonio era engañosamente suave—. Ni pensamiento ni control; sencillamente, reaccionaste como el animal asustado que eres.

En la mente de Ygorla el miedo y la furia lucharon por imponerse. Intentó hablar pero no fue capaz. Y, aunque la sublevaba la idea, no tuvo más remedio que admitir para sus adentros que el demonio tenía razón.

Sus ojos mostraron sumisión. Narid-na-Gost sonrió y luego extendió una mano hacia ella. El aire pareció hacerse borroso por un instante y, cuando Ygorla volvió a mirar, vio que el demonio tenía en la mano una copa rebosante de vino.

—Bebe —le indicó—. Recuperarás la compostura.

No tuvo que repetírselo. Temblorosa todavía por el susto, bebió a grandes tragos el vino, cerrando los ojos mientras lo sentía bajar por su garganta y comenzar a calmar sus alterados nervios. Tenía un sabor que nunca antes había probado: fuerte, pero con una peculiar dulzura de fondo que no tenía nada que ver con el dulzor de las uvas. Sospechó que aquél no era un brebaje terrenal, sino que por el contrario procedía del Caos.

—Tienes mucho que aprender —le dijo Narid-na-Gost—, y tu adiestramiento requerirá tiempo, resolución y coraje. El arte de la magia no es un juego de niños, y la magia que yo te enseñaré es muy distinta de la que practican los estúpidos humanos de la Península de la Estrella. Mirarás al Caos cara a cara, Ygorla, y es necesario que estés preparada para hacerlo sin miedo.

El pulso de la chica se aceleró y se hizo irregular.

—¿Quieres llevarme al reino del Caos?

—Ah, no, me has entendido mal. Yo seré tu único maestro, y nuestro trabajo se realizará únicamente en el mundo mortal. Mis amos —de nuevo su tono fue de desprecio, con un toque de venenosa amargura— no saben nada de tu linaje y menos aún de los planes que tengo para ti. Me aseguraré de que estés protegida de su interés hasta que llegue el momento adecuado.

—¿Qué momento, padre? —suplicó Ygorla—. Por favor, ¡dímelo!

—No —el demonio negó con energía—. Sólo te lo diré cuando tenga la certeza de que estás preparada para saberlo. Pero, mientras tanto, te prometo esto. Si eres diligente y me obedeces en todo, y si conviertes en realidad la promesa que he visto en ti, entonces, antes de que pasen muchos años más, tendrás un poder que ni siquiera en tus más fantásticos sueños has podido imaginar. ¿Te contentarás con esto durante un tiempo?

Ygorla permaneció callada. Mientras Narid-na-Gost hablaba, había experimentado una súbita furia interior, como si se hubiera prendido fuego en sus entrañas. Lo que él le había prometido, lo sabía sin duda alguna, no era un simple alarde, y en su referencia indirecta y feroz a los dioses del Caos había dado a entender la existencia de una maquinación mucho más tenebrosa que el mero deseo de enseñar a su hija medio humana las artes de la magia que eran suyas por derecho de nacimiento. Había más, mucho más, y todo en su interior gritaba de frustración al no saber la verdad completa. Pero no se atrevía a presionarlo. Hasta entonces, recordó, había sido una prisionera del control bienintencionado pero asfixiante de la Hermandad, cercada por reglas y leyes, tratada como una niña, enjaulada. Ahora, Narid-na-Gost había abierto la jaula y le había concedido una libertad nunca soñada. Una vocecita disidente en su interior intentaba decirle que no había hecho nada más que cambiar una jaula por otra, pero desechó con desprecio esa idea. Narid-na-Gost no le cortaría las alas; más bien al contrario: le enseñaría a volar. Si eso implicaba que ella debía frenar su avidez y aprender a tener paciencia, así sería. Era, sin lugar a dudas, un precio pequeño.

—Sí, padre —contestó por fin—. Será suficiente.

—Muy bien —aprobó el demonio, acercándosele—. Entonces te dejaré durante un tiempo para que reflexiones sobre tu futuro.

—¿Me dejas? —exclamó ella desolada.

—Desde luego. —Esta vez su sonrisa era astuta y tenía aire de conspiración—. Debo ser prudente y regresar al Caos antes de que se note mi ausencia. Pero pronto regresaré —prometió; le tocó el brazo e hizo una pausa—. Tienes la piel fría.

Vestida sólo con su ropa interior, la verdad es que Ygorla se encontraba helada hasta la médula, pero había estado demasiado preocupada para darse cuenta. Sacudió la cabeza.

—Estoy bien.

—Aun así… —Bajó la mano por su hombro hasta sus pequeños pechos, y en torno a la chica se materializó una larga capa, que le envolvió el cuerpo con calidez. Sorprendida, Ygorla se miró. La capa tenía casi el aspecto y el tacto de ricas pieles y su intensa negrura se veía salpicada por un brillo suave y opalescente. Movió los hombros, encantada con las brillantes ondulaciones que ello provocó en la vestimenta, y Narid-na-Gost se rió con suavidad.

—Aquí no te faltará nada, Ygorla. Buena comida, buen vino, buenas ropas; todo lo que desees será tuyo. No deseo más que lo mejor para mi amada hija.

De pronto un resplandor surcó las paredes del cráter. Momentos después se escuchó un trueno que resonó en la desierta cámara de roca, y comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. Narid-na-Gost cogió la mano de Ygorla y señaló el saliente que ella había visto antes.

—Hay una senda que lleva al saliente, y el túnel que allí se inicia da a muchas cavernas. Escoge una como tu refugio y, cuando lo hayas hecho, pronuncia mi nombre en voz alta. Aparecerán todas las comodidades mundanas que pudieras desear. Disfrútalas hasta que volvamos a vernos.

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