LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (21 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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Soltó un largo suspiro y cerró los ojos, intentando relajar el cuerpo. Sin que lo pidiera, se formó en su mente una imagen de la estatua central del Salón de Mármol y volvió a ver los rostros de los dioses principales, Aeoris y Yandros. Los ojos de ídolo de Yandros parecían observarla, enfatizando el malévolo humor de su sonrisa, y Karuth suspiró de nuevo.

Ah, ser supremo, ¿me encuentras divertida? —pensó—. Quizá yo debería participar del chiste y reírme de mí misma y de mis estúpidas preocupaciones. Esta noche te has burlado de todos nosotros con tu silencio, Yandros. ¿Tan poca importancia tenemos que no merecemos un poco de seguridad? ¿O me engaño a mí misma al pensar que te tomas la molestia de observarnos y que sabes lo que hacemos?

La imagen persistía; como había esperado, no recibió respuesta alguna. Pero el rostro esculpido del gran señor del Caos pareció adquirir por un instante un aspecto más humano, contrastando de repente con fuerza con la pétrea indiferencia de Aeoris, y su sonrisa había desaparecido. Karuth se sobresaltó, y el latido de su corazón se interrumpió dolorosamente por un instante. Entonces una sombra pasó ante sus párpados cerrados como si una mano se hubiera movido ante su rostro. Creyó sentir un mínimo movimiento de aire desplazado, pero, antes de que pudiera preguntarse qué era, o mirar su origen, las tinieblas le envolvieron la mente y su conciencia se hundió en un profundo sueño.

Afuera, en un estrecho saliente que formaba parte de su misterioso e inaccesible mundo nocturno, una pequeña silueta fantasmal parpadeó con brillantes ojos y, desviando su atención de la ventana de Karuth, miró más allá del patio y más allá de los negros muros, al lugar donde flotaban las dos lunas, bajas en un cielo salpicado de estrellas. La gélida luz se reflejó en los iris de sus ojos, y por un momento la gata pareció mirar más allá del firmamento a otra dimensión, antes de retorcer la cola, ponerse en pie y deslizarse con la seguridad de los de su especie por los atajos de su refugio en los tejados.

El instinto le advirtió a Yandros que su hermano se acercaba, y su forma y cuanto lo rodeaba cambiaron violentamente antes de que unos ojos rasgados, que brillaban con todos los colores del espectro visual, se volvieran a mirar el arco de fuego que tenían detrás.

Durante un instante, Tarod fue una silueta que arrojaba cinco sombras que se movían por las paredes traslúcidas como si tuvieran vida propia. Luego su alta figura emergió de las llamas y sonrió a modo de saludo, antes de volverse para introducir a su acompañante, que adquirió la forma de una mujer joven, pequeña y delgada, con una resplandeciente cabellera blanca y enormes y desconcertantes ojos de color ámbar. Al verla, Yandros se alzó e hizo una reverencia con puntillosa cortesía; ella le devolvió la reverencia, inclinando la cabeza con solemnidad.

Tarod cruzó el cambiante suelo y miró por una ventana que daba a un paisaje aturdidor.

—El Círculo parece muy agitado con el asunto de Chaun Meridional —comentó.

—Sí. —Yandros dio forma a un dulce y lo masticó pensativo. La comida era una irrelevancia en el dominio del Caos, pero a Yandros lo divertía imitar las costumbres humanas de vez en cuando.

—¿Por qué decidiste no responder, Yandros?

Yandros examinó el paisaje al otro lado de la ventana durante un instante; después hizo un pequeño gesto con una mano. La escena cambió y descendió ondulándose suavemente hasta el horizonte, bajo la luz de tres estrellas azules e iridiscentes.

—Tenía mis dudas sobre si responder o no —dijo por fin—. He de confesar que hay algo en ese misterio que me interesa. Pero el Círculo es tan poco sutil y tan poco imaginativo en su proceder… Inmediatamente nos buscan para que les demos ayuda y consejo, sin pararse por un momento a considerar si podrían resolver el enigma por sí mismos. Es un rasgo que me aburre, y que es una burla al orgullo que profesan por su libertad.

Tarod sonrió.

—¿Y el hecho de que el Sumo Iniciado también invocara a Aeoris y su anémica parentela también añadió su nota amarga?

—Yo no lo diría con tanta contundencia —repuso Yandros, enarcando una ceja en un gesto irónico—. Pero, si el Sumo Iniciado quiere ser tan rígidamente imparcial, entonces, por una vez, me inclino a permanecer sentado y dejar que Aeoris tenga el placer de ayudarlo.

—Si es que puede —observó Tarod—. Personalmente, dudo que los señores del Orden sepan más acerca de este misterio que nosotros. Es un interesante rompecabezas, Yandros. Si la niña poseía poderes innatos, ¿de dónde procedían?

Yandros se encogió de hombros.

—No de Aeoris, de eso puedes estar seguro. Y de nosotros tampoco. Imagino que fue la influencia de algún elemental travieso o de cualquier otro ser inferior. —Sonrió astutamente—. Si era tan lanzada como algunas de las chicas que se crían en las provincias, no me sorprendería lo más mínimo que hubiera caído en las garras de un íncubo o algo parecido. Ha pasado otras veces, cuando criaturas curiosas han intentado experimentar con cosas que no comprenden, y sólo es necesario un falso movimiento para que sus «juguetes» se vuelvan en su contra o en contra de cualquiera que se encuentre en ese instante en su camino. Pero francamente, hermano, ni lo sé ni me importa. Sea cual sea la verdad en ese tema, no es asunto nuestro. Si los mortales desean la libertad que les hemos otorgado para resolver sus asuntos, entonces, siempre y cuando esos asuntos no nos afecten, pueden hacer frente a sus problemas de la manera que quieran. Que el Círculo saque las conclusiones que le sean más satisfactorias, y ya está. No cabe duda de que la chica ha muerto, y, una vez que Chiro Piadar Lin y sus amigos comiencen a pelearse sobre quién debería suceder a la Matriarca, olvidarán a la chica enseguida.

Tarod sonrió levemente al notar el rencor en su voz.

—El Sumo Iniciado está resultando ser una pequeña decepción, ¿verdad?

—Desde luego, no es de la misma madera que Keridil Toln. Incluso cuando ya era anciano, he de confesar que sentía cierto respeto por Keridil, que al menos tenía unos principios firmes y se negaba a comprometerlos. Podría haber sido un estúpido, pero desde luego no era un hipócrita. Chiro es un caso totalmente distinto. Sabemos perfectamente hacia dónde va su verdadera lealtad, pero insiste en mantener la fachada de ofrecer la misma reverencia a nosotros que al Orden, mientras que los principios personales quedan en un segundo término. Encuentro ese pragmatismo despreciablemente débil; preferiría mucho más un adversario declarado como Keridil en vez de un hombre que nos rinde pleitesía de palabra sólo por mantener su seguridad.

—Al menos, su estancia en el cargo debería ser relativamente tranquila —dijo Tarod—. A no ser que se produzcan otros incidentes como éste, dudo que el Círculo nos moleste sin necesidad durante los próximos diez o veinte años.

La mujer de ojos ambarinos, que hasta aquel momento había escuchado la conversación sin hacer comentarios, dijo de repente:

—No estoy tan segura de que eso sea cierto.

Yandros se volvió y la miró intrigado.

—Cyllan, me sorprendes. —Su mirada se hizo más intensa—. ¿Qué te hace estar insegura?

Un arco iris de luz se reflejó en los cabellos de la mujer cuando ésta movió la cabeza.

—No lo sé, mi señor, sin embargo intuyo que hay algo que no va del todo bien en el reino de los mortales, aunque los signos no se hayan manifestado todavía. —Miró a Tarod; luego sostuvo la mirada de Yandros y se atrevió a sonreír—. Quizá sea un resurgir de las viejas intuiciones humanas.

Yandros también sonrió.

—Claro, últimamente tiendo a olvidar que hubo un tiempo en que fuiste mortal —repuso—. ¿Qué opinas, Tarod? ¿Tiene razón Cyllan al estar preocupada?

Tarod pasó un brazo por los hombros de Cyllan.

—Vale la pena tener en cuenta lo que dice. En asuntos humanos, su intuición puede ser mejor guía que nuestro conocimiento; y hace ya mucho tiempo que aprendí a no subestimar el carácter taimado de algunos mortales. Pero, con toda franqueza, no creo que debamos preocuparnos demasiado. Si hay algo más en todo este asunto de Chaun Meridional, lo sabremos a su debido tiempo. Sugiero sencillamente que mantengamos una vigilancia normal ante lo que vaya ocurriendo en esa provincia.

Yandros asintió.

—Creo que tienes razón. Bien, entonces dejaremos que el Círculo se las apañe solo, pero no descuidaremos totalmente nuestros intereses en Chaun Meridional. —Volvió a mirar a la ventana. Nubes tormentosas se reunían, moviéndose a una velocidad antinatural, borrando los tres soles azules—. Al menos será divertido.

Capítulo X

L
a despreocupada predicción de Tarod acerca del mandato como Sumo Iniciado por parte de Chiro Piadar Lin resultó ser bastante cierta. La investigación del Círculo sobre los horripilantes sucesos ocurridos en la Residencia de la Matriarca fue interrumpida y, aunque algunas miembros de la Hermandad no se mostraron contentas con aquel brusco carpetazo, no tenían ni la confianza ni la convicción para discutir el decreto de Chiro, más cuando Blis Alacar hizo saber que se mostraba de acuerdo con el punto de vista del Sumo Iniciado.

La sucesora de Ria en el cargo de Matriarca fue Shaill Falada, una superiora popular y respetada, procedente de la provincia de Wishet. Tras un rostro rubicundo y unos modales muy normales, se escondía una mujer muy sabia, y, una vez terminada la pompa y ceremonia de su nombramiento, se puso a gobernar su orden femenina con tranquila eficacia. Se erigió un pequeño monumento a Ria en el jardín de la Residencia de la Matriarca, pero Ygorla, aunque se le guardó el luto que exigía el protocolo, pronto fue olvidada, y las preocupaciones cotidianas más importantes volvieron a ocupar el lugar de precedencia de siempre.

En el invierno del tercer año después de la muerte de Ria, los pescadores de las provincias de Shu y de la Perspectiva regresaron a sus puertos con historias de tormentas de una intensidad fuera de lo corriente y muy localizadas en la Bahía de las Ilusiones. Una embarcación había sido arrastrada contra las rocas en el estrecho de la Isla de Verano, se había hundido y habían perecido tres marinos; cinco días más tarde, un barco de pesca más grande se encontró con una galerna inesperada en la misma zona y se vio obligado a arribar a la misma Isla de Verano, a la que llegó con las velas hechas jirones y la bodega inundada. Rara vez pasaban siete días seguidos sin que se irguieran los conos de tormenta en los muelles de Shu-Nhadek, y, cuando fracasaron las plegarias y los rituales para atraer un tiempo más tranquilo, muchas tripulaciones de las flotas más pequeñas o de embarcaciones individuales se resignaron con filosofía a permanecer anclados hasta que terminara aquella peculiar temporada.

Pero, como siempre, había gentes más valerosas —o, según los cínicos, más temerarias— que se negaban a doblegarse ante los elementos. Con la mitad de las naves de la provincia amarradas en los puertos, el pescado fresco escaseaba y subía de precio, lo cual era tentación suficiente para un pobre o para un oportunista. Fue así que, cuando el
Chica Sonriente
zarpó de Shu-Nhadek en un brillante amanecer, sus tripulantes desplegaron las velas con gran expectación, orgullosos de su empresa y del valor que prevalecía allí donde otros habían abandonado.

Había mar gruesa, incluso agitada en algunas zonas, pero el cielo estaba despejado y el viento era fresco, de manera que pronto el
Chica Sonriente
se alejó en dirección este, siguiendo una ruta que lo apartaba lentamente de la costa de Shu, y lo llevaba a los ricos bancos de pesca que se encontraban al sur de la Isla de Verano. A media mañana se avistaron los escarpados acantilados de la otra tierra de la bahía, la Isla Blanca, alzándose a estribor, coronados por el cono truncado del volcán extinto, y el patrón se paró un instante junto al timón para preguntarse, como hacía a menudo, qué podría verse en aquel antiguo peñasco desierto. De niño, había oído historias sobre el lugar, contadas por aquellos que habían ido en uno de los barcos de peregrinos para regresar con asombradas descripciones de las enormes escalinatas y las cuevas laberínticas excavadas en la roca; pero, aunque el patrón se había prometido que un día satisfaría la curiosidad y visitaría la isla, nunca lo había hecho. Ahora ya no zarpaban los barcos de peregrinos, puesto que la isla no despertaba suficiente interés como para sacarle provecho, y ningún marino en plenas facultades intentaría pasar con una embarcación pequeña alrededor de las rocas con sus traicioneras mareas. El patrón se encogió de hombros, olvidó la isla y sus fantasías de juventud, y prestó su atención a asuntos más prácticos.

El aviso llegó minutos después, del vigía colocado en la proa para advertir de la presencia de bajíos, y cuando el patrón oyó el grito de
¡Tormenta!
la sangre pareció pararse en sus venas. A ello siguió la ira, una reacción terrible, instintiva. El cielo estaba despejado como en un día de verano, y no se veía ni una nube en el horizonte; ¡no podía haber una tormenta!

Entonces miró de nuevo a través del ojo de buey de la cabina del timón, en dirección a estribor, y vio las enormes masas de nubes con forma de yunque que se elevaban más allá de la Isla Blanca.

Intentó soltar un juramento, pero se le quedó en la garganta cuando vio la masa que se movía. ¡Era imposible! No podía salir de un cielo despejado, como por ensalmo…

La primera ventada cogió al
Chica Sonriente
por el costado, y el patrón se tambaleó cuando el puente se movió bajo sus pies. Se alzó una ola cruzada que golpeó con fuerza el costado del barco y lo hizo balancearse salvajemente; el patrón recuperó sus sentidos con rapidez y gritó a los tripulantes que recogieran velas, al tiempo que comenzaba a girar el timón, intentando poner la embarcación de proa al viento. Pero, de repente, el
Chica Sonriente
no respondió. Más olas siguieron a la primera, golpeando el casco, y, en lo que parecieron ser sólo unos segundos, el viento se convirtió en galerna. El sol desapareció tragado por la masa de nubes que crecía y una enorme ala de sombras barrió el mar procedente de la isla, convirtiendo la superficie del agua en algo aceitoso, de tenebroso color oscuro. La lluvia y el granizo cayeron sobre el barco, mientras las olas subían y bajaban, empujándolo como un corcho. Se oyeron gritos de terror procedentes de proa, y el ruido brusco de un barril de agua al soltarse y caer por la borda; luego, por encima del aullido del viento, se oyó un crujido profundo, ominoso, cuando la vela mayor comenzó a golpear como un ala monstruosa. La botavara, fuera de control, giró en un arco como de guadaña, se estrelló contra la cabina del timón, y derribó al patrón sobre el puente.

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