LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (22 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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El tumulto se adueñó de todo cuando el miedo se convirtió en pánico a ciegas. El patrón, aferrado a la borda sin poder hacer nada mientras una enorme ola intentaba arrastrarlo al mar, vio formas borrosas que se agitaban pasando vacilantes a su lado, oyó gritos de terror y un letal sonido de desgarro cuando la vela, venciendo todos los esfuerzos por plegarla, se soltó y se perdió en la tormenta. La proa de la embarcación bajaba y subía; estaba dando un giro completo y la botavara retrocedió y en su camino cogió a dos hombres y los lanzó por la borda como si fueran muñecos desmadejados. En algún lugar profundo de su torturada mente, el patrón todavía intentaba protestar ante la imposibilidad del terrible ataque, pero no había tiempo para la razón ni oportunidad para asimilar el horror de lo que les estaba sucediendo. Encabritado como un caballo enloquecido, el
Chica Sonriente
se hundió de nuevo entre dos olas y cuando volvió a alzarse, con el agua resbalando del puente, el patrón vio una enorme muralla que surgía del caos que tenía ante sí.
La isla
; intentó dar un grito de alarma, pero un remolino de granizo le golpeó la cara y transformó el grito en un aullido de dolor y asombro.
¡Rocas!
—gritó su cerebro—,
¡los arrecifes!,
pero nadie podía escucharlo ni detener la loca y precipitada carrera del barco hacia su destrucción.

El
Chica Sonriente
golpeó el primero de los arrecifes sumergidos, con una sacudida desgarradora que hizo que al patrón le rechinaran los dientes. El barco giró violentamente noventa grados mientras los arrecifes abrían longitudinalmente la mitad de su casco, y el profundo y terrible rugido del agua entrando en las bodegas resonó a través de las planchas del puente. Alguien comenzó a gritar
¡Abandonad el barco!,
pero el patrón nunca supo si alguien oyó y obedeció aquel grito. Vio la botavara abalanzarse sobre él de nuevo y abrió los brazos en el momento en que el palo y una catarata de agua cayeron simultáneamente; después se vio volando. Le pareció que lo hacía lenta, muy lentamente, a través del aire huracanado, mientras el mar salía a su encuentro. Sus oídos se vieron llenos de un rugido y…

Recobró el sentido, tendido boca abajo en un saliente que quedaba fuera del alcance del mar. Una mano, agarrotada, sujetaba un trozo de madera astillado y la lluvia caía sobre su desprotegida espalda. El furor de la tormenta había cesado; ahora sólo había el rugir interminable de un mar allanado y domado por la copiosa lluvia y los riscos de la Isla Blanca que se alzaban vertiginosos, recortados contra un cielo gris.

No recordaba cómo había llegado a la orilla. No recordaba nada desde que la gran ola había arrancado la botavara de su punto de sujeción y se la había llevado por la borda, y a él con ella. Cuando volvió a tener un atisbo de raciocinio, pensó que debía de haberse agarrado instintivamente al palo y que milagrosamente habría sido arrastrado a través de los arrecifes hasta el pie resguardado de la isla, donde de alguna manera había sacado fuerzas para salir del agua antes de desmayarse. En cuanto a los demás…

No quería mirar, pero la compulsión a hacerlo era demasiado fuerte para resistirse. A través de la cortina de lluvia vio entre los arrecifes que sobresalían el mástil roto y fragmentos de madera, que eran todo lo que quedaba del
Chica Sonriente
. Cerca del límite de los arrecifes había unos cuantos restos flotantes; más allá, creyó ver algo de mayor tamaño que flotaba, pero volvió rápidamente la cabeza, negándose a reconocer qué era. A lo largo del saliente donde se encontraba, que se extendía siguiendo la curva de la isla, nada más se movía o interrumpía la simetría de las rocas. Estaba solo.

El patrón comenzó a temblar sin control, y pasó un buen rato hasta que pudo someter aquella reacción. Sin saber la posición del sol, no podía averiguar qué hora era, ni tampoco podía juzgar si la marea estaba subiendo o bajando. No tenía equipo de supervivencia, ni bengalas, ni cuerda, ni siquiera un trago de agua fresca, menos aún comida, y las probabilidades de que otro bajel se acercara a una distancia desde la que pudieran verlo eran tales que ningún jugador cuerdo las aceptaría. Si se quedaba donde estaba, moriría. Debía intentar alcanzar el interior de la isla.

Cuando se esforzó para ponerse a gatas, descubrió que, a pesar de tener el cuerpo magullado, lleno de cortes y contusiones, parecía no tener ningún hueso roto. El patrón cerró los ojos y dio fervorosas gracias a los dioses y luego añadió una oración para que, habiéndolo llevado hasta allí, siguieran apiadándose de él un poco más. Si fuera capaz de alcanzar algún punto alto en la isla y encontrar los medios para hacer fuego, entonces probablemente, sólo probablemente, el humo no tardaría demasiado en ser visto y un barco se acercaría a investigar. No quería morir. No allí, de aquella manera, solo, sin nadie que guardara luto por él, y asustado.

Con dolorosa lentitud comenzó a arrastrarse por el saliente, sin saber apenas qué esperaba encontrar, pero examinando con desesperación la imponente pared. Al fin llegó a lo que parecía ser una grieta en la cara del acantilado, donde las rocas se habían partido y separado, formando una empinada senda que ascendía. Durante bastante rato, lo único que fue capaz de hacer fue permanecer sentado y contemplar la grieta, preguntándose qué haría si después de la penosa ascensión se encontraba en un callejón sin salida. Pero la cuestión por el momento carecía de importancia. No tenía más remedio que intentarlo, por lo que por fin metió su cuerpo en la fisura y, ayudándose con las manos, comenzó a trepar por la senda con una determinación intensa, casi hipnótica, hacia lo que fervientemente deseaba que fuera su refugio.

En otra parte de la isla, unos ojos increíblemente azules miraban un pequeño espejo y observaban con intensa fascinación los avances del afligido marino.

Al cabo, juzgando que el hombre que se arrastraba alcanzaría el final de la senda en cuestión de minutos, unas manos pequeñas y blancas dejaron el espejo, y la única habitante de la Isla Blanca se levantó de su diván.

A los catorce años, Ygorla había sido bonita; a los diecisiete los últimos rasgos infantiles se desvanecían para revelar a una joven de extraordinaria belleza. Su piel era perfecta; su cabellera, como una rica cascada negra que enmarcaba un delicado rostro en forma de corazón. Y, si tres años de soledad en aquel paraje desolado podrían haber llevado a un mortal común al borde de la locura, Ygorla había prosperado y alcanzado la plenitud. Su padre había cumplido la promesa: tenía cuanto lujo pudiera desear; y, además de adornos materiales, poseía también un talento secreto y pujante que, al cabo de sólo tres años de estudio y práctica, ya había superado con creces los más fantasiosos sueños de su niñez. Su adiestramiento no había terminado todavía, ni mucho menos; pero ya podía decir de sí misma, con confianza, que era una hechicera. Y, aunque sus capacidades eran pequeñas comparadas con las metas que había fijado su padre demonio, habrían sorprendido a los adeptos superiores del Círculo si el Círculo hubiera sabido que seguía viva.

Pero lo único que no había tenido en todo aquel tiempo era contacto humano. Para ser sinceros, no había echado de menos la sociedad humana; las visitas de Narid-na-Gost eran frecuentes y, además, en Chaun Meridional había encontrado la compañía de otras personas más irritante que placentera. Pero aquellos nuevos acontecimientos la intrigaban. No había esperado que alguien sobreviviera al naufragio del barco, y el hecho de que el pescador siguiera aferrándose con tenacidad a lo que le quedaba de vida había despertado su curiosidad.

Miró a su alrededor y cogió una capa de pieles negras que días antes había dejado allí con descuido. Su refugio era una de las muchas cuevas del interior de la Isla Blanca, pero su burda naturaleza quedaba oculta por los opulentos adornos que su padre —y recientemente ella misma— había creado. Ygorla se echó la capa sobre los hombros y se detuvo unos instantes a contemplar la cámara. Necesitaría más espacio. Otra caverna, quizás una parecida a la pequeña antecámara que conectaba con ésta por medio de un corto túnel, y donde realizaba sus experimentos y estudios más privados. Al volver pensaría en ello con más atención. Pero primero debía atender a su más apremiante preocupación.

Con un roce de sedas se alejó por el túnel que llevaba a la ladera exterior del cráter y a un pórtico sin adornos, con cuatro columnas erosionadas por el paso de los siglos. Justo encima del dintel era posible percibir un dibujo grabado: un ojo abierto con un relámpago que surgía de la pupila, el antiguo símbolo de Aeoris del Orden. Décadas atrás, cuando la isla era un lugar sagrado y tabú, el bajorrelieve había estado recubierto de pan de oro; pero los restos que los peregrinos poco escrupulosos no habían robado, hacía tiempo que se habían desprendido y desaparecido. Ygorla sonrió al ver el bajorrelieve y refrenó un impulso infantil de sacarle la lengua; luego salió del pórtico al aire libre.

La lluvia seguía cayendo con intensidad, pero ni una gota la tocó mientras contemplaba lo que había llegado a considerar su dominio. Desde el pórtico, que en otros tiempos había sido la entrada ceremonial al cráter, descendía una gigantesca escalinata por la ladera del volcán. Según la leyenda, aquella escalinata había sido creada por Aeoris en los tiempos anteriores a la historia escrita, y los peldaños estaban tallados a una escala inhumana como para acoger los pies de un gigante. La vista quitaba el aliento. Muy, muy lejos era posible distinguir la estrecha ensenada del único puerto de la isla, poco más que una fisura en medio de los altos acantilados y que llevaba décadas sin ser utilizada, y más allá la vasta extensión gris del océano meridional llegaba a fundirse con el horizonte. En un día despejado podía ver a veces la silueta de la Isla de Verano, resplandeciente en la distancia, pero hoy sólo se veían el mar, las nubes y la lluvia.

Ygorla se detuvo un instante y examinó la escalinata y la red de entradas a las cavernas que aparecían como pústulas oscuras en las paredes de roca.

Después comenzó a bajar, saltando de peldaño en peldaño como una gacela, deteniéndose de vez en cuando para ladear la cabeza como si intentara escuchar algo. Por fin encontró el mirador adecuado, cerca de la boca de una de las cavernas más amplias, y allí se detuvo. La lluvia seguía cayendo a su alrededor, pero ella, a quien no mojaba, no le hacía caso. Sonriendo como si aquello fuera una broma particular, se sentó a esperar en la escalinata.

Durante su lenta y penosa ascensión, el pescador no había dejado de rezar ni un instante para que sus esfuerzos no resultaran en vano, y, cuando vio la boca del túnel ante sí, la impresión de alivio fue tan grande que su corazón casi se paró. Por un instante perdió el control de los músculos y su cuerpo se derrumbó sin nervio mientras intentaba calmar su respiración estertorosa y recuperar algo de energía. Al fin, musitando incoherentes gracias a los poderes que lo habían salvado, se adentró en el túnel.

La lluvia dejó de golpearlo, y sintió polvo seco bajo las crispadas manos. El túnel se volvía llano casi enseguida y, cuando miró en la penumbra, creyó atisbar un débil resplandor a lo lejos. Se frotó los ojos para apartar la mezcla de lluvia y lágrimas y, luchando contra el impulso de echarse al suelo y sencillamente dormir, siguió adelante.

Durante un rato no se oyó nada más que el sonido apagado de sus lentos pasos. Su mente estaba demasiado aturdida incluso para calcular la distancia que había recorrido, y, siempre que miraba hacia adelante, el resplandor de lejana luz no parecía más brillante. Perseveró, consciente de que no podía volver atrás, intentando no perder el ánimo… y entonces, de repente, se detuvo.

¿Eran imaginaciones suyas o había oído un débil y extraño sonido, imponiéndose por un momento al apagado ruido de sus pies y manos? Su pulso se aceleró y se hizo irregular y miró en torno a sí. No había nada que ver; tan sólo el túnel, ahora más amplio y más alto, pero sin nada que destacar. Debía de haber sido un eco, quizá de algún hueco más allá de la pared. Hizo ademán de seguir avanzando…

Y soltó un gritó cuando una violenta ráfaga de viento llegó por el túnel, lo alcanzó por la espalda y lo derribó al suelo.

Los ecos de su grito se alejaron por el túnel, tras la ráfaga de viento, y al irse desvaneciendo escuchó —o creyó escuchar— una risita a sus espaldas.

Permaneció en una especie de limbo terrible durante lo que le pareció una eternidad, atrapado entre el terror a mirar a sus espaldas y el horror equiparable de no saber qué podía haber allí. Al fin, al no oír más sonidos, se obligó a volver la cabeza.

Al principio creyó que el túnel estaba desierto, pero, cuando soltó el aire retenido y se preparaba para reanudar su lenta marcha, una sombra se movió en la pared. Entonces los ojos del patrón se movieron en sus cuencas cuando la sombra se convirtió en algo más sólido y vio lo que avanzaba por el túnel hacia él.

Su grito fue ensordecedor, penetró en sus propios oídos y convirtió el miedo en pánico. Levantándose —el túnel era suficientemente alto para permitirle ponerse en pie, aunque manteniendo la espalda bastante encorvada— comenzó a correr en zigzag por el túnel, chocando, tropezando, rebotando contra las paredes, dando traspiés. Escuchaba a sus espaldas el suave sonido de unas patas, trotando primero, corriendo después, y también pudo escuchar a la criatura, que jadeaba y babeaba. Por su mente se repetía la imagen que había tenido de ella: negra, ágil, un felino, pero al mismo tiempo no era un felino, no era real, no era mortal. Era algo procedente de otra horrible dimensión, con ojos de fuego y una boca llameante, que reía, gruñía y cada vez estaba más cerca…

De repente la luz se hizo más intensa y el túnel giró en una curva cerrada, de manera que casi se cayó al tomarla corriendo. Al enderezarse, sus ojos y su cerebro tuvieron tiempo de registrar la sorpresa del final repentino del túnel, antes de, con un grito, perder pie, y salir de la boca del túnel agitando los brazos para caer cuan largo era sobre el duro suelo, en un impacto que lo dejó sin respiración. Sintió un movimiento a sus espaldas, la sensación de algo oscuro y más grande de lo que implicaba su forma física, que saltaba por encima de él con una oleada de ardiente calor y se alejaba. La fría lluvia caía sobre el pescador que alzó la cabeza, parpadeando, para ver unos pies calzados con zapatillas negras a menos de un paso de donde él yacía tendido.

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