LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (35 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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Algo había cambiado. Los cánticos… sí, los extraños y deliciosos cánticos habían cesado de manera súbita e inexplicable. Despacio, con nervios, volvió la cabeza y su respiración se convirtió en un jadeo en la garganta.

La luz azul ondulante y las columnas que danzaban habían desaparecido. Sus ojos, deslumhrados por el fogonazo nacarino de la piedra, no habían notado en un principio su desaparición. Pero ahora, como obedeciendo una orden que sus sentidos no podían discernir, la luz había desaparecido y la caverna estaba a oscuras.

Un extraño sonido surgió de su garganta; el miedo, que creía superado, regresaba. ¿Qué había hecho? ¿Qué había ocurrido? Atemorizada, alzó sus dos manos cerradas y las abrió ligeramente, con temor pero sin poder resistirse a mirar. Por entre sus dedos se derramó una profunda luz azul, y sintió los duros perfiles de la piedra contra su piel. Seguía allí, no había desaparecido con las corrientes y las columnas. Pero algo había ocurrido. Algo.

Se puso en pie vacilante. ¿Dónde estaba la fisura por la que había entrado en la caverna? Por un instante pareció que el pánico iba a apoderarse de ella, pero entonces, con una extraordinaria presencia de ánimo, pensó en abrir de nuevo las manos y dejar que la luz de la gema iluminara el espacio a su alrededor. El efecto fue sobrenatural; el gran zafiro despedía un brillo oscuro, ominoso, que formaba sombras amenazadoras en las paredes. Pero, inquietante o no, era suficiente, y, como un animal asustado que huyera de un depredador, atravesó deprisa la caverna hasta que la curva de la otra pared apareció, fríamente iluminada de azul, y vio la estrecha abertura de la grieta.

Se lanzó hacia ella y se metió con tanto ímpetu que se arrancó nuevos trozos de piel. Salió a la segunda caverna en el fondo del pozo. En el techo bajo, relucía y se movía el agujero con agua. Avanzó a través del suelo irregular hasta colocarse bajo el agujero; entonces saltó con toda la fuerza que pudo sacar de los músculos de su dolorido cuerpo, en un intento de alcanzar la superficie.

Sus dedos tocaron el agua. De pronto, la caverna pareció volcarse; sintió que daba la vuelta, y su mente se sintió completamente desorientada. Después se encontró cayendo hacia arriba, no hacia abajo; estaba zambulléndose, cayendo de cabeza al pozo. En un movimiento reflejo su cola restalló, impulsándola hacia adelante, y avanzó en el agua, dejando atrás la corriente que intentaba hacerla retroceder, pateando, nadando con todas sus fuerzas hacia el refugio de su territorio.

Su cabeza salió a la superficie en un remolino de burbujas, y, cuando sus empapados ojos se aclararon, vio los familiares contornos del borde del pozo, y más allá su hogar en la caverna. Jadeando de alivio, nadó hasta el borde de roca y salió, para dirigirse luego a su promontorio favorito y agazaparse tras él. Allí, escondida y a salvo de ojos acusadores o inquisitivos que parecían acechar en cada rincón de su imaginación, se inclinó sobre sus manos cerradas y despacio, muy despacio, las abrió.

La joya seguía allí. Aquí su luz interior parecía más apagada, pero seguía emitiendo un oscuro resplandor, lanzando un extraño brillo sobre sus dedos. Volvió a cerrar con fuerza las manos, por miedo a que se le escapara utilizando medios arcanos si relajaba su vigilancia por un instante, y buscó en su memoria las instrucciones que su amado Narid-na-Gost le había dado.

Espérame
—le había dicho—.
Trae el regalo a tu caverna
y
espera. Sabré que lo tienes cuando eso ocurra, y vendré
. De manera que esperaría como él le había dicho. No sabía cuánto tardaría en llegar, pero tendría paciencia.

Colocó su desgarbado cuerpo en una postura más cómoda y, apretando con fuerza entre las manos el zafiro, fijó la mirada en la entrada del túnel y se preparó para esperar.

Como siempre, vio su sombra antes de oír sus pasos, y se puso en pie, llena de ansiedad. Cuando el demonio apareció, ella canturreó su bienvenida de costumbre, intentando al mismo tiempo comunicar su excitación, su orgullo y el placer de haber tenido éxito.

Narid-na-Gost se detuvo, y su mirada carmesí se clavó en la criatura.

—¿Y bien? ¿Lo has encontrado? ¿Lo has traído?

Ella estaba demasiado inmersa en sus propias sensaciones para darse cuenta de que había hablado en un tono que nunca antes había empleado con ella. Se enderezó y cuatro de sus manos aletearon en el aire, mientras que el tercer par, todavía con los puños cerrados, le ofrecía la preciosa gema.

—¡La encontré, amado señor! ¡La encontré y la he traído!

En tres pasos el demonio estuvo a su lado.

—¡Enséñamela!

Ella abrió las manos, y la oscura brillantez del zafiro bañó sus brazos y el rostro de Narid-na-Gost, que se había inclinado a mirar. El aliento escapó de la garganta del demonio en un rápido silbido.

—Oh, sí… —musitó y, cogiendo la gema, se la puso en la palma de la mano—. ¡Oh, sí!

—La traje para dártela, querido señor —le dijo ansiosamente la criatura—. ¿Estás contento conmigo? ¿Te he hecho feliz y he demostrado ser digna de tu amor? Hice lo que pediste. ¡Tenía miedo pero lo hice! ¿Te he complacido?

—¿Qué? —El demonio la miró y ella se dio cuenta, con desolación, de que no había escuchado ni una palabra.

—Amado mío…

—¡Ah, deja de parlotear! Tengo mejores cosas que hacer que escucharte.

—Pero…

—¡He dicho que te calles! —Su voz cortó el ruego de la criatura como un latigazo, y, cuando ella intentó tocarlo, él la apartó con un bofetón de la mano que tenía libre. La criatura gimió, con sonido feo y lastimero, y volvió a ponerse en pie. Cuatro manos se extendieron implorantes hacia el demonio.

—Amado mío, ¿qué ocurre?, ¿qué he hecho?

—¿Hecho? —Narid-na-Gost dejó de escudriñar la joya y la miró. Parecía sorprendido—. Has hecho lo que te dije. ¿Te parece poco?

—Pero me prometiste… —protestó ella; entonces se paró. ¿Qué le había prometido? Habían sido tantas palabras dulces y tantas palabras tristes, pero… ¿qué le había prometido?

»¡Mi regalo! —Se acordó de aquello y su mente se aferró al recuerdo al instante—. ¡Me dijiste que tendría mi regalo! Querido, pensé que…

Él no la dejó terminar.

—Ah, eso —dijo, lanzando un suspiro agudo y enfadado—. Muy bien, ten tu regalo. Y que te dé mucha felicidad.

El demonio le había llevado el objeto precioso y brillante: la prenda, creía la criatura, de su amor; y se lo arrojó con un gesto descuidado. Al cogerla desprevenida, ella intentó atraparlo pero falló, y su precioso premio se hizo mil pedazos contra la roca. La criatura gimió, moviendo la cabeza de un lado a otro, tratando de recoger los fragmentos y reunirlos, como si pudiera arreglar el destrozo y volver a tener su tesoro completo.

—¡Dioses! —exclamó Narid-na-Gost, que contemplaba con desprecio sus desvelos—. ¡Una criatura tan estúpida que ni siquiera tiene dos dedos de frente para coger una migaja cuando la tiro de mi mesa!

Ella alzó bruscamente la cabeza. ¿Qué quería decir? El miedo y la tristeza asomaron a sus ojos, y el demonio se mofó de ella.

—¡Sí, tú, deforme cretina! —No tenía por qué hacerle daño y lo sabía, pero su furia reprimida y su resentimiento al tener que haberse degradado a tratar con un ser tan inferior para conseguir sus fines, clamaban por salir a la superficie, y no iba a contenerse por el hecho de salvaguardar los mejores sentimientos de aquella criatura—. ¡Ya has obtenido de mí todo lo que conseguirás haciéndome la rosca, hija del cieno! ¡No, no te atrevas a acercarte! —gritó cuando ella intentó reptar por el suelo hacia él—. ¿Tienes la osadía de querer tocarme? ¡No eres nada! ¿Lo entiendes? ¡Nada!

Ella volvió a gemir y se arañó el rostro con dos manos mientras extendía otras dos en gesto de súplica.

—¡No, amado señor! ¡Soy tuya, tuya! Me deseas, me lo dijiste, ¡me amas! ¡No soy indigna! He sido buena, he sido valiente; oh, mi más querido señor, ¡te amo!

Narid-na-Gost retrocedió un paso y la miró con ojos que eran como brasas frías y apagadas.

—Tú —dijo con frialdad deliberada— no sabes nada del amor y no mereces nada de amor, porque eres menos que un gusano. ¿Qué puedes ofrecer? ¿Tu fealdad? ¿Tu estupidez? ¿Tu repugnante voz? —Sonrió con crueldad—. Eres una insignificancia, querida, y ni siquiera eres digna de lamer el polvo del camino que yo piso. Arrástrate otra vez a tu lóbrego agujero y cumple con tu inútil deber. Canta tus horribles canciones y juega con tus juguetes. Has llevado a cabo el único acto útil de tu vida. ¡Conténtate con eso!

Y, ante la aturdida mirada de la lastimosa criatura cegada por las lágrimas, que no comprendía lo que sucedía, el demonio se volvió y se alejó de la cueva para no volver.

La criatura no gritó. No lloró, ni aulló ni gimió; no movió ni un solo músculo. Su sufrimiento era demasiado grande para que se produjera una reacción; se quedó helada, inmóvil, tanto física como mentalmente. Podría no haber sido más que un grotesco relieve en el suelo de la caverna, y allí se quedó, a solas con el silencio y la penumbra, y la jaula de su inexpresable tristeza como única compañía.

Cuando llegó al aire más fresco y despejado fuera de la caverna, Narid-na-Gost ya había olvidado por completo a la lastimosa criatura de la que se había deshecho y que había quedado atrás. El terreno que lo rodeaba estaba envuelto en una niebla que mostraba una gama de colores pastel. Por encima de él escuchó el batir de unas alas gigantescas; por lo demás todo estaba tranquilo. Mejor que mejor. Si nadie lo veía partir, pasaría bastante tiempo antes de que su ausencia fuera advertida.

Calculó que en la Isla Blanca debía de ser casi medianoche. Una medianoche preciosa y especial, porque el amanecer traería el vigésimo primer cumpleaños de Ygorla. Aquél siempre era un momento especial en la vida de los humanos, pero para Ygorla —aunque ella no lo supiera todavía— la trascendencia sería mucho mayor que cualquier cosa que se pudiera experimentar en la esfera mortal.

Narid-na-Gost miró la joya que sostenía en las manos. Aquél era el salvoconducto de ambos, el rescate, la llave que les abriría las puertas a su nuevo mundo y su nuevo poder. Un regalo digno de una Margravina de Margravinas, de una reina de los demonios. Era hora de entregar el regalo y de que comenzaran los festejos.

A un gesto suyo, la resplandeciente puerta sobrenatural apareció flotando ante él. Tocó el pomo y la puerta se abrió silenciosamente, y cruzó el umbral entre el Caos y el mundo mprtal. Entre los dos mundos, Narid-na-Gost miró por última vez el cielo encapotado, y en su rostro se dibujó una sonrisa cruel y sigilosa.

—Os digo adiós a todos —dijo en voz baja—. Al menos, durante un tiempo.

La puerta se cerró tras el demonio y desapareció en la niebla.

Un gran río dorado discurría y saltaba por un cañón cerrado por colosales macizos, y su rugido resonaba estruendosamente en los picos. Criaturas enormes, creaciones momentáneas de las aleatorias energías del Caos, saltaban y jugaban en la corriente. Sus formas cambiaban una y otra vez a cada momento, mientras eran arrastradas corriente abajo. El cielo parpadeaba en un color de amarillo sulfuroso, como si reflejara el resplandor de metal fundido del río, y muy por encima de los macizos, en un horizonte cegador, los siete prismas gigantes e incandescentes que señalaban la presencia de los señores del Caos en sus dominios giraban sin cesar con lenta y digna majestad.

El primer aviso de que algo andaba mal vino en forma de breve pero violenta fluctuación, un destello de energía inestable que surgió del cielo, provocó contracorrientes en el río y sacudió los picos con un rugido de ominosa respuesta. El paisaje se oscureció por un instante y enseguida se restableció. Pero la pausa no fue larga. Algo pasaba en uno de los prismas. Su ritmo continuo empezaba a vacilar, como si una fuerza contradictoria lo hubiera desequilibrado. Su perfil se hizo borroso, se hinchó; luego se encogió, perdió la armonía con los restantes prismas…

Un colosal fogonazo de luz azul desgarró la dimensión, mostrando el cañón y el río rápido en una espectral imagen en negativo, y de los cielos surgió un sonido que jamás se había escuchado en el mundo del Caos. Gritaba y aullaba, tapando cualquier otro sonido; era una voz que encarnaba el dolor, la rabia y el asombro, y que resonó por el paisaje colosal. Los macizos surgieron en respuesta; fragmentos de roca se desprendieron de las paredes del cañón y cayeron al río, de donde se elevaron columnas de espuma de centenares de metros de altura, haciendo que las criaturas acuáticas sufrieran nuevas y horribles metamorfosis. El suelo se hinchó, alzándose como un monstruo que despertara, y toda una serie de grietas atravesaron los macizos, destrozándolos, y lanzaron el río a un nuevo curso que provocó torrentes que arrastraban cuanto encontraban a su paso. En los cielos comenzaron a aparecer horribles colores; después centellearon negros relámpagos y los truenos rugieron por todo el reino del Caos, al tiempo que una colosal tormenta, el progenitor monstruoso de los Warps que azotaban el mundo de los mortales, cobraba vida. La tierra atormentada aulló dolorida y reventó, el río y los picos se fundieron y cayeron en una misma marea enloquecida que se arrastraba surcada por estrías de luz centelleante. Mientras, por encima del torbellino, como severos espectros en el cielo desgarrado y furioso, seis enormes prismas giraban con ritmo tenebroso, pulsante e inexorable, donde antes había siete.

Capítulo XVII

L
a energía golpeó a Karuth como un martillo y la arrancó gritando de sus sueños, en un espasmo gigantesco que la arrojó de la cama al suelo. Agitando los brazos, rodó como una loca en pleno ataque, totalmente fuera de control, mientras la realidad y el sueño chocaban entre sí y lanzaban su cuerpo y su mente a la confusión. Una mesa volcó, una alfombra patinó bajo Karuth y la empujó hacia adelante. Acabó golpeándose con fuerza contra la pared de piedra bajo la ventana, y el impacto la hizo morderse la lengua, mientras el aire entraba en sus pulmones en violentos estertores.

Luz. No había luz alguna, no veía, necesitaba luz. Gemía de miedo y no sabía por qué, pero no conseguía detener los sollozos. La sangre de la lengua herida le corría por la barbilla; buscó el alféizar de la ventana y, al encontrarlo, se puso de rodillas y tiró débilmente de las cortinas, intentando apartarlas para que la luz de la luna —¡luz, bendita luz!— entrara en la habitación. Por fin, los pesados cortinajes se separaron un tanto, y un rayo helado de color plata gris cayó sobre el rostro de Karuth. Sus gemidos se transformaron en un gruñido de alivio y agradecimiento, y éste cedió paso al silencio cuando la razón comenzó a imponerse al pánico.

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