Calvi asintió, incapaz de hablar. Intentó captar la atención de Karuth cuando ésta se unió a la fila de adeptos que se dirigía hacia la mesa presidencial para tocar el bastón y declarar su voto, pero o bien no lo vio o no quiso responder. Cuando se emitió el primer voto, Calvi clavó la mirada en el suelo y deseó de todo corazón ser capaz de hacer retroceder el tiempo para encontrarse a salvo, riendo y bromeando en la Isla de Verano, en la corte de su hermano.
Karuth hizo un esfuerzo para no salir corriendo de la sala del Consejo una vez que la reunión se dio por terminada formalmente. Ya se sentía bastante desolada; mostrar sus sentimientos ante toda la asamblea habría sido la humillación definitiva. Mientras los adeptos iban saliendo de dos en dos, de tres en tres, ella se quedó en su sitio junto a la mesa, evitando las miradas y aparentando que buscaba algo en el bolsito que llevaba a la cintura. Sólo cuando alguien se aclaró la garganta a sus espaldas, nerviosa pero deliberadamente, volvió ella la cabeza y miró.
El rostro de Calvi estaba pálido, a excepción de dos manchas de color rojo en las mejillas. No se atrevía a mirarla directamente a los ojos, pero dijo con voz baja y triste.
—Lo siento, Karuth. Te habría apoyado si hubiera podido, pero… mi conciencia no me lo permitía. No después de… —tragó saliva—, después de que Blis…
Karuth movió la cabeza, despacio.
—Calvi, no me pidas perdón. No es necesario. Seguiste los dictados de tu corazón y lo mismo hice yo. Que no compartamos el mismo punto de vista no significa que haya cambiado nada.
El joven cerró los ojos un instante.
—Quería creerte; de verdad que quería. La idea de que nuestros dioses se hayan vuelto contra nosotros es casi insoportable, ¡y deseo desesperadamente que no sea verdad! Pero tengo que pensar en nuestra gente. He de hacer cuanto esté en mi mano para ayudarlos, es mi deber, mi responsabilidad… —Por fin la miró, lleno de tristeza—. No estoy preparado para esa responsabilidad, Karuth, pero he de asumirla. Habría sido muy fácil negarme a tomar una decisión en un sentido u otro, pero no podía hacer eso. No habría estado bien. Me comprendes, ¿verdad?
—Claro que sí. —Le cogió la mano y se la apretó en un intento de reconfortarlo—. Hiciste lo que creías que era correcto. Sería una hipócrita si te culpara por eso.
—Gracias. —Calvi vio a Tirand que se acercaba y apresuradamente estrechó a su vez la mano de Karuth antes de alejarse—. Es un gran alivio que tú no… no sientas… —Movió la cabeza, soltó su mano y se alejó deprisa.
—Karuth… —Tirand se detuvo a un paso de ella. Se miraron; luego Karuth alzó los hombros, intentando que el gesto pareciera descuidado.
—No tengo nada más que decir, Tirand. Fue una votación justa.
—No quería humillarte. No era mi intención hacerlo.
—Lo sé. No hacías más que seguir las leyes del Círculo, igual que hubiera hecho cualquier otro. —Se esforzó en sonreír, aunque no logró hacerlo de manera muy convincente—. Incluso yo.
—De todos modos…
—De todos modos, no esperaba que la votación fuera tan apabullante en contra mía. Sólo dos votos… Me pregunto por qué votaron a mi favor. Deben de haber tenido algún motivo para querer congraciarse conmigo. Tal vez ambos necesiten cuidados médicos.
—No seas cínica —replicó Tirand amablemente.
—¿Cínica? ¿Yo? —Se rió con amargura y desvió la mirada de Tirand—. Por favor, Tirand. No quiero hablar, y menos contigo. Acepto con elegancia la derrota, y acepto que lamentes verme derrotada, al mismo tiempo que te sientes aliviado al haber ganado al Consejo para tu punto de vista. Dejémoslo así, amigablemente, y digamos que nos entendemos mutuamente.
Tirand movió los pies.
—Cuando tenga lugar el ritual…
—No asistiré —lo interrumpió ella, sabiendo lo que iba a preguntarle—. No podría participar de buena gana, por lo que tan sólo sería un estorbo. —Volvió a mirarlo—. ¿Avisarás antes a la Matriarca?
—Sí. Debo hacerlo. Necesitamos su sanción, igual que la de Calvi, para algo tan serio. De hecho, preferiría traerla aquí. Estará mucho más segura en el Castillo que en Chaun Meridional, si es que consigo convencerla.
—Sería una prudente medida.
Tirand hizo una pausa.
—Puede que no ratifique nuestra decisión. Si eso ocurre, entonces…
—No. Estará de acuerdo contigo; sabes que será así. No intentes ser amable, Tirand. —Una chispa de la rebelión que había llevado a su primera disputa apareció de repente en los ojos de Karuth, aunque ella la disimuló con otra sonrisa—. En estos momentos no parece ser lo más apropiado para ninguno de los dos.
Tirand la vio salir de la sala con elegancia y dignidad. Por un instante pensó en ir tras ella, pero el impulso murió. Suspiró, sujetó con más firmeza los papeles que llevaba bajo el brazo, junto con el bastón de su cargo, y se dirigió lentamente hacia las puertas, detrás de los últimos que abandonaban la sala.
A
la mañana siguiente, cuatro adeptos abandonaron la Península de la Estrella rumbo al hogar de Jonakar Tan Carrik, Margrave de la Tierra Alta del Oeste. Llevaban cartas personales del Sumo Iniciado y del Alto Margrave; de todas las provincias, la Tierra Alta del Oeste era la que tenía más fuertes lazos con el Círculo, y Tirand sabía que podía confiar en la discreción de Jonakar y contar con su ayuda práctica.
El Margrave leyó los mensajes y no perdió el tiempo. Había pasado su juventud como oficial de alto rango en la milicia, y los hombres de armas de la Tierra Alta del Oeste se contaban entre los mejores. Seis hombres veteranos, dijo Jonakar, acompañarían a los adeptos a Chaun Meridional, suficientes para protegerlos si era necesario, pero no demasiado numerosos como para despertar la curiosidad y dar lugar a especulaciones. Viajarían con la mayor rapidez y discreción posibles y —lo apenaba decirlo, pero en las actuales desgraciadas circunstancias creía que era un buen consejo— deberían asegurarse de que el motivo de su misión no llegara a oídos de sus compañeros Margraves del sur. Podía tratarse de una precaución innecesaria, pero el miedo era un dueño severo, y las provincias meridionales estaban aprendiendo deprisa a temer a Ygorla. Aparte de eso, tan sólo podía darles su bendición y desear con todas sus fuerzas que tuvieran éxito.
Tranquilizados por el consejo de Jonakar y armados en el arsenal del Margrave, los adeptos y su escolta partieron hacia Chaun Meridional. Su viaje hasta la Residencia de la Matriarca fue una carrera contra el tiempo en más de un sentido, porque además del peligro que significaba para la Matriarca la proximidad de Chaun Meridional a la costa, y por lo tanto a la Isla de Verano, también había que tener en cuenta el clima. El invierno comenzaba; las condiciones en las montañas septentrionales empeorarían rápidamente, y las videntes de la Hermandad habían vaticinado una estación dura. Si la nieve obstruía los desfiladeros, el grupo de regreso, con la Matriarca o sin ella, se vería aislado de la Península de la Estrella quizá durante varios meses. Los milicianos demostraron estar a la altura de su reputación, y guiaron al grupo por un camino directo pero poco conocido, atravesando los bosques de Chaun y evitando los caminos transitados y cualquier centro urbano de tamaño mayor que una aldea; los viajeros llegaron a Chaun Meridional sin incidentes y descubrieron, con inmenso alivio, que la Residencia todavía no había sido alcanzada por los problemas.
Shaill Falada escuchó con atención lo que sus inesperados visitantes tenían que decirle, consultó con sus hermanas superioras y tomó una dolorosa pero pragmática decisión. Como señaló enérgicamente la vieja amiga de Karuth, la hermana vidente Fiora, una Matriarca viva en la Península de la Estrella era muchísimo mejor que una Matriarca muerta en Chaun Meridional; y el hecho de que toda la Hermandad no pudiera abandonar sus residencias para marchar al Castillo era algo irrelevante. Además, añadió Fiora sombríamente, si las cosas realmente empeoraban, era bastante probable que la comunicación entre la Península de la Estrella y Chaun Meridional se hiciera imposible, y era impensable que uno de los miembros del triunvirato gobernante quedara aislado de los otros dos. Ella y la hermana Corelm Simik se harían cargo de todo en Chaun Meridional. Shaill debía partir, por el bien de todos.
Al final, aunque su conciencia se resistía, Shaill capituló. El viaje de regreso transcurrió sin incidentes, a excepción del mal tiempo que presagiaba un empeoramiento aún mayor, y por fin, quince días después de su partida, el grupo estuvo de vuelta en el Castillo.
La Matriarca tuvo una emotiva bienvenida. Los adeptos habían realizado rituales constantes —y por lo visto con éxito— para proteger a los viajeros, pero la espera había sido dura y la tensión intensa entre los habitantes del Castillo, sobre todo porque Tirand había ordenado que no se enviaran aves mensajeras por delante del grupo que regresaba, no fueran a ser interceptadas. Pero ahora el alivio ante la llegada de la Matriarca sana y salva era enorme. Incluso Tirand, a quien le costaba exteriorizar sus sentimientos, estaba a punto de llorar, mientras que Calvi dejó de lado cualquier apariencia de cargo y posición y se abrazó llorando a Shaill como si se hubiera tratado de su madre.
Aquella noche, el triunvirato se reunió en conferencia privada en el estudio de Tirand. El propósito principal de la reunión era decidir una estrategia a corto plazo, y en particular qué respuesta debía darse a las amenazas y exigencias de Ygorla. Pero Karuth supuso que Tirand también estaba ansioso por asegurar la aprobación de la Matriarca a la ceremonia por la cual el Círculo renunciaría a su lealtad al Caos y rogaría a Aeoris del Orden que enviara ayuda al mundo mortal. El asentimiento de Shaill era, como Karuth ya había previsto, una conclusión inevitable, porque la Matriarca no osaría cuestionar el juicio del Sumo Iniciado en semejante asunto. Pero Tirand, siendo como era, insistiría en que todo se hiciera según la ley y la costumbre; era su manera de hacer las cosas, y Karuth no podía culparlo por ello.
Había comenzado a llover por la tarde y ahora que había caído la noche y la temperatura descendía rápidamente, la lluvia se convirtió en una gélida y desagradable aguanieve. Karuth no tenía ganas de alejarse de su chimenea, donde ardía alegremente un buen fuego; pero al ir avanzando la noche, fue poniéndose inquieta hasta que sintió que debía hacer algo más constructivo que permanecer sentada en un sillón, jugueteando con su manzón, si no quería volverse loca. Pero ¿qué hacer? Lo último que deseaba era compañía, y en su actual estado de ánimo dudaba que ninguno de sus amigos la aguantara mucho tiempo. Lo que quería realmente —o para ser más exactos, lo que necesitaba— era distraerse de ciertos pensamientos y especulaciones que podían resultar peligrosos si no les ponía freno.
Ya le había dejado bien claro a Tirand que no tomaría parte en la renuncia del Círculo al Caos. Tirand lo había aceptado; todo adepto debía ser libre para elegir en un asunto tan grave. Lo que Tirand no habría aceptado, de haberlo sabido, era el deseo de Karuth, embrionario pero creciente, de hacer algo más que distanciarse de la decisión del Círculo. Con pruebas o sin ellas, no podía creer que Ygorla fuera un peón de Yandros. Había demasiados factores que no encajaban, demasiadas anomalías, y temía que, al dar la espalda al Caos, Tirand no sólo corría el riesgo de despertar la ira de Yandros —que no era poca cosa—, sino también de cerrar la puerta a la única fuente de ayuda que podría ser esencial para su causa. Aunque no podía explicar su razonamiento, pues era una intuición sin lógica que la respaldara, estaba convencida de que, en la lucha contra la hechicera del sur, el Caos podía resultar un aliado más fuerte que el Orden. Pero si no se invocaba a Yandros —¿y quién, en fin de cuentas, podía hacer semejante invocación si el Sumo Iniciado se negaba a hacerla?—, ¿cómo podría intervenir Yandros si, como creía ella, había cumplido su parte del pacto?
Karuth sólo veía una respuesta al dilema, y era una respuesta a la que debía resistirse con toda su voluntad. No podía ir contra el decreto de Tirand. Sería algo totalmente equivocado, una traición de la peor especie de la que su relación como adeptos, por no mencionar como hermano y hermana, nunca se recobraría. Durante los últimos días había oído suficiente acerca de la lealtad como para que el tema le diera náuseas, pero no había forma de negar el duro hecho de que, fueran cuales fuesen sus afinidades con el Caos, ella había jurado años atrás ser fiel, por encima de todo, a su Sumo Iniciado. No podía romper aquel juramento y pensar que podría seguir diciéndose adepta del Círculo. Era impensable. Debía alejar aquella idea de su mente, enterrarla, olvidarla.
Se levantó del sillón y guardó el manzón en su estuche. Pobre y descuidado instrumento; al paso que iba, olvidaría completamente cómo se tocaba si no tenía cuidado. Se acercó a la ventana, corrió la cortina y miró afuera. En las manchas de luz de las muchas ventanas del Castillo, el aguanieve que caía brillaba con un aspecto acerado; bajo el escaso refugio de la avenida con columnas, una figura encogida se apresuraba, con la cabeza gacha, hacia las puertas principales. El viento helado se coló a través de una rendija en el marco de la ventana y mordió los dedos de Karuth, quien dejó caer la cortina y se dirigió hacia su baúl de ropa para sacar unos recios zapatos y su abrigo con capucha. Una visita a la biblioteca sería el mejor sedante para su intranquilidad. Podía examinar aquellos archivos de antiguos herbolarios que hacía tanto tiempo que quería leer. Mejor aquella tarea, por tediosa que fuera, que seguir dando vueltas a cosas en las que era mejor no pensar.
Se puso los zapatos y el abrigo, garabateó apresuradamente una nota que decía a quien pudiera necesitar sus servicios médicos dónde encontrarla, y abandonó la habitación.
Cuando Karuth llegó, había otras cuatro personas en la biblioteca. Tres estudiantes, dos chicos y una chica, estaban sentados juntos en una de las mesas, aparentemente estudiando para un examen próximo, pero en realidad más interesados en flirtear y en chismorrear, y un adepto anciano que era también un maestro superior de geología y se había llevado su silla a un polvoriento rincón, donde estaba absorto en un nuevo tratado sobre estratos minerales. Los estudiantes se levantaron e inclinaron ante Karuth cuando ésta entró; el anciano adepto alzó la vista, parpadeó con confusión de miope y volvió a enfrascarse en su lectura. Karuth se dirigió a la sección de medicina de la biblioteca, encontró el libro que quería y lo llevó a una mesa bien alejada del trío que susurraba. Comenzó a leer, pero pronto descubrió que era incapaz de concentrarse. Sus ojos captaban las palabras, pero éstas se negaban a permanecer en su memoria; leía un párrafo, y al cabo de unos momentos se daba cuenta de que se había olvidado de lo que decía. Insistió durante unos veinte minutos, luego, con un suspiro de cansancio, se rindió al darse cuenta de que la tarea era superior a ella en su presente estado de ánimo. Quizás otro libro, algo más conocido y menos aburrido. Puso el herbolario de vuelta en su sitio y estaba buscando en las estanterías cuando una voz a sus espaldas dijo quedamente: