A la mañana siguiente a la llegada de las noticias del desastre a la Península de la Estrella, el Sumo Iniciado recibió una nueva misiva de la Isla de Verano. Esta vez la carta era breve e intransigente. Decía sencillamente: «Soy vuestra Emperatriz». La recargada firma era la de Ygorla, y debajo de ella se veía el título que ahora solía darse y con el que se había mofado de sus cuatro cautivos: Hija del Caos y Margravina de los Dominios Mortales.
Tirand no enseñó enseguida el mensaje a ninguno de sus compañeros adeptos. Durante dos horas permaneció sentado a solas en su estudio, contemplando el trozo de pergamino hasta que sintió que las secas palabras le ardían de manera indeleble en el cerebro. Hija del Caos. No podía describir la emoción que aquel título le provocaba: era algo inexpresable en palabras. Caos. Mentiras. Engaño. Traición. Una burla de todo lo que él y sus iguales, ignorantes estúpidos que eran, habían considerado sagrado. Convertía el Equilibrio en una lamentable farsa; era una broma sucia, depravada y salvaje. Oh, sí, había oído las historias que los cuatro embajadores involuntarios habían traído a su vuelta. Historias acerca de la estrella de siete puntas que flotaba sobre el palacio de la Isla de Verano, historias acerca del poder que aquella bruja maníaca tenía en las puntas de los dedos. Poder del Caos. Poder de Yandros. Tirand no odiaba con facilidad, pero sentía ahora cómo el odio crecía en su interior, unido a una sensación tan enorme de haber sido traicionado que a duras penas podía contenerla. ¿Qué perverso capricho había empujado a Yandros para hacer esto? ¿Por qué lo divertía otorgar una aparente omnipotencia a una loca para enviarla contra el Margraviato, el Círculo y la Hermandad? ¿Era la culminación de alguna inquina largo tiempo guardada contra el triunvirato mortal que gobernaba en nombre de los dioses? ¿Un ajuste de cuentas con aquellos que rendían el respeto debido al Caos, pero que en sus corazones seguían prefiriendo el Orden?
Tirand dio un puñetazo sobre la mesa, cuando la frustración se impuso por un instante al dominio sobre sí mismo. Volvió a mirar el escueto mensaje de Ygorla, luego dobló cuidadosamente el pergamino, resistiendo el impulso de arrugarlo y estamparlo contra la alfombra. Cabeza despejada y corazón frío: eso era lo que necesitaba. Convocaría al Consejo de Adeptos —un pleno, nada de una pequeña reunión— en una sesión formal de emergencia. La rabia en su interior iba cediendo, o al menos había dejado el primer lugar a la razón. Sabía lo que quería decir al Consejo y más aún: sabía lo que quería hacer.
Cerró el puño sobre el pergamino doblado y salió de su estudio para buscar al senescal del Consejo.
—«Soy vuestra emperatriz.» Eso, adeptos, es todo lo que tiene que decir en esta ocasión. —Tirand arrojó la carta de Ygorla sobre la mesa que tenía ante sí y miró con firmeza a la multitud de serios rostros en la sala del Consejo—. Una afirmación arrogante e intransigente que, como sabemos por el amargo precio pagado, tiene el poder de hacer realidad. —Cogió otro puñado de papeles y los extendió—. Para los pocos de vosotros que todavía no conozcáis el contenido de estos mensajes, hemos recibido misivas de todos los Margraviatos, excepto de la Provincia Vacía y de nuestra propia Tierra Alta del Oeste. Todos conocen el destino de la flota de castigo. —Ordenó las cartas en dos montones—. Los Margraves de Han, Chaun y Chaun Meridional ruegan al Círculo que actúe de inmediato para combatir a esta mortal amenaza y están dispuestos a poner todos sus recursos a nuestra disposición. Los Margraves de Han Oriental, Wishet, Shu, Perspectiva y las Grandes Llanuras Orientales, aunque también solicitan nuestra ayuda, dicen que, a menos que dicha ayuda llegue antes de que Ygorla lance su siguiente amenaza, no tendrán otra elección que capitular para garantizar la seguridad de sus gentes.
Alguien emitió un ahogado sonido de incredulidad, y Sen Briaray Olvit miró consternado al Sumo Iniciado.
—¿Capitular? ¡Tirand, no pueden hablar en serio! Es la peor de las cobardías; ¡por no mencionar que eso es hacer precisamente lo que quiere la usurpadora!
Tirand había esperado esa reacción del impulsivo adepto superior y tenía preparada una respuesta. La idea le gustaba menos que a Sen, pero había ocasiones en que los principios debían ceder ante la necesidad.
—No creo que estemos en situación de acusar a los Margraves de cobardía, Sen —dijo—. Ya han sufrido un duro golpe, y sobre ellos pende la amenaza de cosas peores si continúan resistiendo. Y tienen razón: deben tener en cuenta la seguridad de sus gentes.
—Tirand, con todos los respetos, ese argumento es erróneo. En el Círculo somos responsables no de una provincia, sino del mundo entero.
—De acuerdo. Pero administramos esa responsabilidad desde la seguridad de una fortaleza virtualmente inexpugnable, todo lo alejada de la Isla de Verano que es posible. Los Margraves no tienen esa ventaja; están, por así decirlo, en primera línea y son muy vulnerables.
Sen frunció el entrecejo, todavía insatisfecho.
—¿Cómo pueden considerarse las Grandes Llanuras Orientales en primera línea? ¡Es una de las provincias más septentrionales!
—Y tiene una gran costa sin protección en línea directa con la Isla de Verano —replicó Tirand, inclinándose sobre la mesa—. Nos guste o no, hemos de aceptar el hecho de que los Margraves tienen todos los motivos para estar asustados, y no creo que podamos culparlos por el hecho de que ante todo intenten salvar vidas. —Se produjo un murmullo de asentimiento entre la mayoría de los consejeros y, animado, Tirand prosiguió—. Lo que es más: si la mayoría de las provincias deciden ofrecer su lealtad a esta hechicera, no podemos hacer nada para evitarlo. Nuestra jurisdicción sólo abarca temas de religión; somos guardianes e intérpretes de las leyes de los dioses, no de las de los mortales. —Alzó la mirada y la posó en el extremo de una de las largas mesas—. Lamento tener que hablar de asuntos desagradables, pero es un hecho ineludible que las provincias deben su fidelidad al Alto Margrave y no al Círculo.
Hubo una embarazosa pausa de un instante. Alguien se aclaró la garganta. Entonces, una voz nueva habló.
—No pasa nada, Tirand. Estoy dispuesto a hablar de ello. De hecho, creo que es necesario.
Calvi Alacar, vestido con la púrpura del luto y sentado al lado de una anciana consejera, alzó la cabeza y dirigió al Sumo Iniciado una sonrisa vacilante. Aunque no era iniciado del Círculo, y mucho menos miembro del Consejo, habría sido impensable excluirlo de aquella reunión: porque aquel joven delgado, enjuto e inexperto era por derecho de nacimiento gobernante supremo ante quien el mundo entero debía inclinarse por ley.
Cuando se le había comunicado la noticia de la muerte de Blis, Calvi había solicitado quedarse a solas durante unas horas para dar rienda suelta a su pena en privado antes de enfrentarse al anuncio oficial de la noticia al Círculo en pleno. Preocupado por si la tensión resultaba demasiado para él, Tirand había advertido a Karuth sobre la posibilidad de que el joven se viniera abajo; pero para su sorpresa y alivio, Calvi abandonó su habitación horas después, con los ojos enrojecidos pero con una actitud firme y decidida que sugería que era consciente de sus nuevas responsabilidades y que estaba dispuesto a afrontarlas.
A Calvi no le había resultado fácil hacerse a la idea de que ahora era el Alto Margrave. Tenía aspecto cansado, los ojos apagados, el rostro ojeroso, pero a pesar de la tensión impuesta sobre él durante los últimos días, comenzaba a alcanzar un cierto grado de seguridad en sí mismo al darse cuenta de que la actitud del Círculo hacia él estaba cambiando. Ya no era sencillamente Calvi, el estudiante; era un hombre cuya opinión y aprobación debían tenerse en cuenta, especialmente en aquel momento de crisis. Una figura simbólica, sí, pero una figura con poder temporal verdadero. No era lo que deseaba; habría dado cualquier cosa por devolver la vida a su hermano para que volviera a tomar las riendas, pero aquella situación le había sido impuesta —impuesta a todos— y debían hacerlo lo mejor que pudieran.
Tirand volvió a señalar las cartas que tenía ante sí.
—Los Margraves —dijo—, sin excepción, han hecho dos peticiones. Piden la ayuda del Círculo, como ya os he dicho. Pero también piden un decreto del Alto Margrave diciendo qué deben hacer. —Alzó la vista—. Lo siento, Calvi. No quería poner esta carga sobre tus hombros, pero es una cuestión que sólo tú puedes resolver.
Calvi hizo un gesto afirmativo. Lo había esperado, no podía haber supuesto otra cosa, y al menos en un sentido era alentador, porque demostraba que los Margraves de las provincias lo habían aceptado sin dudarlo como sucesor de Blis. Pero no sabía qué decir. Blis, estaba seguro, ya habría pergeñado un plan de emergencia; él no tenía ninguno. Se sentía desamparado.
Tirand volvió a hablarle con amabilidad.
—Te ayudaremos en todo lo que podamos, Calvi. Lo sabes.
Calvi lo sabía, como sabía que también Tirand se había visto en apuros parecidos cuando la muerte repentina de su padre había echado sobre sus desprevenidos hombros el manto de Sumo Iniciado. Pero la camaradería, aunque consoladora, no era suficiente. Necesitaba consejo como nunca antes lo había necesitado. Necesitaba que alguien le dijera de manera totalmente inequívoca lo que tenía que hacer.
Tres asientos más allá, después de la anciana y un hombre de mediana edad cuyo nombre no recordaba en aquel momento, su vista se posó en Karuth. Ella le dirigió una alentadora sonrisa, se inclinó hacia él, excusándose rápidamente con los otros, y susurró:
—Sigue tu instinto, Calvi. Confía en él. Es lo máximo que podemos hacer.
El nudo de tensión que Calvi sentía en el estómago cedió un poco. No encontraba palabras para agradecérselo a Karuth, pero sintió que la parálisis de la indecisión lo abandonaba; y, cuando miró a la mesa presidencial de nuevo, su expresión era más tranquila.
—No puedo promulgar un decreto, Tirand. —Habló con claridad, sin que le temblara la voz—. Puede que sea el Alto Margrave, pero, mientras la Isla de Verano esté en poder de la usurpadora, yo estoy, de hecho, exiliado, aunque los Margraves sigan considerándome su legislador. Como tú mismo has dicho, aquí estamos seguros; no se nos exige que carguemos con el peso de los poderes de esa mujer. Los Margraves… —vaciló, pero luego siguió con mayor convicción—. Los Margraves deben tener el beneplácito para hacer lo que crean más conveniente. Si a mis espaldas tuviera un gran ejército, si pudiera enviarles la ayuda que necesitan, sería de otro modo. Pero deben luchar esta batalla a su manera y con sus recursos, y no creo tener el derecho a dar órdenes desde un lugar seguro y esperar que se cumplan. —Otra pausa—. Les enviaré cartas a todos, de mi puño y letra, y les diré que hagan lo que hagan para evitar más desgracias, cuentan con mi total bendición.
—Gracias. —Los ojos de Tirand expresaban total aprobación—. Creo que es una decisión muy sabia.
Pero Calvi no estaba satisfecho.
—No, Tirand, no lo es —replicó—. Es cobarde. —Miró en dirección a Sen Briaray Olvit—. Sen tenía razón; las provincias deberían resistir. Y yo debería estar con ellos, agrupando…
—No, Alto Margrave —quien habló fue Arcoro Raeklen Vir, que estaba sentado junto al Sumo Iniciado—. No deberíais hacer eso.
Calvi lo miró, dubitativo. Arcoro miró a Tirand, pidiendo permiso para dirigirse a la asamblea, y recibió un gesto de asentimiento.
—Dadas las presentes circunstancias —dijo—, la obligación del Alto Margrave, tal como yo lo veo, es, pura y sencillamente, seguir con vida. Para ser franco, señor, si siguierais los dictados de vuestro corazón e intentarais poneros al frente de vuestros subditos en contra de esta hechicera, moriríais, de manera desagradable y probablemente ignominiosa, en cuestión de días. Sin parientes vivos que os pudieran suceder, no existiría un heredero por derecho al trono de la Isla de Verano. Eso, sostengo, producirá el colapso completo de la poca moral que pudiera quedar en las provincias.
La sala se agitó y se llenó de murmullos. Incluso Sen contempló a Arcoro con renovado interés. El anciano adepto prosiguió.
—Eso nos lleva a una nueva cuestión. El mundo sabe que su Alto Margrave está aquí, en la Península de la Estrella, lo que significa que la usurpadora también debe saberlo. No hace falta que nos engañemos: cualquier pregunta que haya hecho, le habrá sido contestada con sinceridad por alguien. También debe darse cuenta de que la existencia de Calvi Alacar es una potencial amenaza a los grandiosos planes que pueda tener en su mente. Puede que todo el mundo caiga de rodillas y le rinda homenaje, pero en sus corazones la gente seguirá siendo fiel a su gobernante por derecho, y su única esperanza de romper los vínculos de esa lealtad es matar a Calvi. Para hacerlo, primero tiene que romper las defensas de este Castillo. Por lo tanto, creo razonable suponer que no pasará mucho tiempo antes de que la conquista de la Península de la Estrella se convierta en su principal objetivo. Eso, amigos míos, nos plantea la pregunta de cómo nosotros, no los Margraves o la milicia sino los magos del Círculo, combatiremos su poder.
Tirand esperaba que Sen interviniera entonces, y no se vio defraudado.
—Tienes razón, Arcoro. —La mirada rápida y excitada de Sen abarcó a la asamblea entera—. Una hechicería como ésta sólo puede ser combatida de la misma manera. No podemos esperar que la milicia combata contra esta usurpadora, no ahora que sabemos sin sombra de duda lo que es capaz de hacer. Son nuestras habilidades lo que hace falta. —Miró al Sumo Iniciado—. No me importa reconocer que he cometido errores, Tirand. En primer lugar, creí que todo este asunto era un truco; ahora se ha demostrado que estaba equivocado. También me equivocaba en mi juicio inicial acerca de los Margraves de las provincias. Tú y Calvi tenéis razón: no podemos esperar de ellos que resistan ante el poder de esta mujer demente. Nuestras responsabilidades son claras. Debemos ser nosotros quienes entremos en combate.
Arcoro volvió a hablar.
—Sen, ¿cómo propones que lo hagamos?
Sen frunció el entrecejo.
—Combatiendo la magia con la magia. ¿De qué otra forma si no?
—En principio estoy de acuerdo contigo, como estoy seguro de que lo están los demás. Pero en la práctica puede no resultar tan fácil. ¿Somos capaces de conjurar una flota sobrenatural con tripulaciones de demonios? ¿Podemos secuestrar a la gente de sus hogares y llevarlos ante nuestra presencia por puro capricho? Piénsalo. Piensa en lo que la usurpadora ya ha hecho y pregúntate: ¿somos capaces de igualarla, no digamos ya de superarla?