Fue interrumpido por un áspero grito de alguien que estaba en la parte exterior del grupo, y al mismo tiempo un marinero aulló:
—¡Señor! ¡Señor, el palacio!
Antes de verlos, Strann oyó su estruendo atravesar el césped, procedente de las puertas de palacio, y su estómago sufrió tal convulsión que pensó que iba a vomitar. Entonces los vio, y el miedo y la impresión se fundieron en terror completo y ciego.
No eran ni sabuesos ni felinos gigantescos, sino un atroz aborto a medio camino entre ambos animales, de un tamaño cuádruple a cualquier perro jamás parido. Sus cuerpos eran de un negro total, los ojos de color escarlata, las lenguas plateadas y, al salir por las puertas del palacio, sus horribles ladridos sonaron como los cuernos de guerra de los Siete Infiernos. La aturdida mente de Strann, funcionando en un nivel reflexivo que escapaba a su control, contó veinte…, cincuenta…, un centenar. Entonces un nuevo sonido se abrió paso en el aire vibrante, un coro enloquecido, aullante, ululante, y una horda de jinetes montados en caballos de color azabache surgió por las puertas pisando los talones de los felinos-sabuesos, y toda aquella monstruosa jauría cruzó al galope la explanada en dirección a los horrorizados y paralizados observadores.
Fyne desenvainó su alfanje y su voz resonó por encima de la loca algarabía de los atacantes.
—¡A mí! ¡A mí! Cerrad filas, deprisa. ¡Formad una línea de defensa!
Strann se dio cuenta de lo que intentaba hacer el capitán, y todo su instinto se rebeló con violencia.
—¡No! —gritó con todas sus fuerzas—. Fyne, no seáis estúpido; ¡no podemos hacer frente a eso! Corred, corred, ¡no para salvar la vida sino el alma!
Giró sobre sí mismo, dispuesto a huir sin importarle si alguien más lo acompañaba o no, y lanzó un aullido de terror cuando una forma enorme y oscura pareció surgir en una explosión del suelo frente a él. Una espantosa imagen de algo que parecía un caballo desollado pero vivo, montado por una forma humana con un cuerpo negro y sin rasgos, golpeó su cerebro, y en un instante aquella cosa se abalanzó chillando sobre él. Strann también comenzó a gritar, dio la vuelta y echó a correr como un animal escaldado en cualquier dirección; no sabía hacia dónde corría ni le importaba: cualquier sitio con tal de alejarse de aquello.
Otros gritos se mezclaron con los suyos, y de repente la embrionaria falange de Fyne se derrumbó caóticamente y la gente se dispersó gritando en todas direcciones. Strann se paró al ver lo que estaba ocurriendo; vio que la tierra se abría y que otras formas enormes y oscuras surgían y se desplegaban en una amplia línea curva que los rodeaba y les cortaba la retirada. Los ladridos de los felinos-sabuesos le taladraban los oídos, los agudos chillidos de los terribles caballos y sus inhumanos amos resonaban en su cráneo, y en medio de todo el tumulto escuchó el desesperado grito de repliegue de Fyne: «¡A mí! ¡A mí!», como el aullido de un alma condenada. En un momento la negra marea cayó sobre ellos, y Strann se encontró luchando para salvar la vida con la salvaje desesperación del novato. La espada desconocida parecía adquirir vida propia, arrastrándolo impotente consigo cada vez que, desequilibrado, daba bandazos en un sentido o en otro. No quería matar; sólo quería sobrevivir, rechazar los colmillos que mordían y los cascos de caballo y las oscuras y resplandecientes hojas que lanzaban cuchilladas como una lluvia letal en el combate cuerpo a cuerpo. Esquivando, agachándose, abriéndose paso —no podía luchar, no sabía luchar, no de aquella manera— llegó al fin a un espacio despejado; aunque la interrupción fue breve, le permitió ver la terrible verdad que sus apurados compañeros todavía no habían podido asimilar.
Un fornido marinero, con su alfanje convertido en una borrosa forma mientras se defendía frenéticamente de cinco monstruos que babeaban y gruñían, chocó contra Strann y casi le hizo perder el equilibrio. Strann cogió del brazo al hombre, mientras los felinos-sabuesos retrocedían un paso, y le gritó al oído:
—¡No se los puede matar con una espada! ¡Que los dioses nos ayuden! ¿No te das cuenta? ¡No son de carne y hueso!
El ensangrentado rostro del hombre mostró una expresión de asombro; al ver la ventaja, los felinos-sabuesos se acercaron otra vez. El marinero lanzó un grito de desafío, el alfanje hizo un salvaje molinete… y atravesó los cuerpos de las dos criaturas más adelantadas sin causarles el más mínimo daño. El marinero, dando gritos, cayó bajo una múltiple acometida de colmillos y garras, y Strann, aullando de terror, se apartó de la carnicería. ¡Tenía que advertir a los demás! No lo sabían, no se habían dado cuenta de que aquellas monstruosidades eran fantasmas, ¡creaciones de la magia negra! Podían matar, podían desgarrar, podían destrozar, sajar, pero eran insensibles a las armas y, por lo tanto, era imposible vencerlas.
—¡Fyne! —No veía al capitán, pero gritó desesperado su nombre—. ¡Fyne!, ¿dónde estáis? No hay esperanza… ¡Huid! ¡Huid si podéis!
Pero aun cuando alguno de sus compañeros hubiera hecho caso de su advertencia, la comprensión llegaba demasiado tarde. Estaban muriendo, cayendo uno a uno como segados, y la hierba se volvía roja y pegajosa con su sangre. Strann, dando vueltas y retorciéndose, todavía vivo, de manera increíble, perdió por fin todo control y a gritos expresó su temor, su odio y su sensación de total y amarga injusticia, maldiciendo a la vez a demonios, hechiceros y dioses, suplicando ayuda, suplicando cordura al tiempo que se arrojaba de bruces al suelo y se llevaba las manos a la cabeza, en un último y fútil intento de protegerse de aquella locura.
Y entonces, de repente, horriblemente, el campo de batalla quedó en silencio.
Strann permaneció en el suelo sin moverse. No sabía si estaba vivo o muerto, y no se atrevía a moverse para descubrirlo. El silencio era impresionante y tenía algo de sobrenatural. No podía decir que supiera mucho de aquellas cosas, pero tuvo la instintiva sensación de que después de una carnicería como aquélla debería haber ruidos: hombres que gritaban, ruido de pasos, los gemidos de los heridos. Pero no se oía nada. ¿Estaba muerto y aquello era una especie de limbo entre la muerte y cualquiera que fuese la vida más allá que los dioses le tuvieran reservada?
Intentó moverse con gran precaución. Sus miembros respondieron, pero inmediatamente sintió una humedad que se extendía por su estómago y sus muslos. Se quedó helado, convencido por un instante de que estaba sangrando, pero enseguida se dio cuenta de que no era sangre, sino algo mucho menos heroico. Strann sintió que sus mejillas enrojecían de vergüenza. Al fin y al cabo estaba vivo y el único estigma que podía mostrar de aquella terrible experiencia era una vergonzosa falta de control. Disgustado consigo mismo, comenzó a moverse de nuevo y se paró una segunda vez al oír una pisada en la hierba a su lado.
Algo se agachó y unos duros dedos aferraron su chaqueta y lo alzaron sobre las rodillas. Parpadeando, Strann contempló una silueta negra, con forma humana pero sin ningún rasgo. No hablaba —no estaba seguro de que pudiera hablar—, pero señaló con su otra mano a tres hombres en un corrillo a cierta distancia, vigilados por varios de los horribles jinetes.
Strann se echó a temblar de manera incontrolable. Sin hacer caso de aquella reacción, su captor lo puso en pie y, a empellones, lo obligó a correr dando traspiés en dirección a los otros. Sintió que el manzón le golpeaba la espalda, pero la espada prestada había desaparecido hacía rato, e incluso había perdido la vaina que llevaba sujeta al cinto. Se acercaron al sombrío grupo, y Strann vio que estaba formado por dos de los tripulantes del
Pescador de Nubes
—no sabía sus nombres— y por el propio Fyne Cais Haslo. El capitán estaba herido; tenía un feo tajo en un lado de la cara, y con la mano izquierda se sujetaba el brazo derecho roto. Pero estaba vivo. Al menos estaba vivo.
Strann murmuró:
—Fyne…, ¿quién más…? —No pudo terminar.
El capitán le devolvió una mirada descorazonadora.
—Nadie más. —Tenía el rostro acartonado de sangre seca, y su boca daba forma a las palabras con dificultad—. Sólo nosotros cuatro. Todos los demás están muertos.
Strann miró a otro lado. La conmoción calaba en él y comenzaba a aturdirlo, pero el escueto recuento seguía impresionándolo. Quiso decirle algo más a Fyne, aunque sólo los dioses sabían qué podría decir que valiera la pena en aquellas circunstancias; pero antes de que pudiera hablar de nuevo, sus captores hicieron gestos en dirección a las puertas del palacio. Entre las patas de los horribles caballos, los felinos-sabuesos babeaban y miraban con malicia; sus plateadas lenguas lamían el aire como si probaran el olor a hombre, y Fyne dejó caer pesadamente los hombros y aceptó lo inevitable. Strann advirtió que sus ojos estaban apagados por la derrota. Conociendo a Fyne, supuso que el capitán había abrigado la esperanza de morir rápidamente y con cierta dignidad, pero ahora no protestó cuando los jinetes negros los obligaron a avanzar, mientras los monstruosos animales reían entre dientes y los acosaban pisándoles los talones.
Mientras eran conducidos, Strann se obligó a no mirar atrás, al campo de batalla, donde el resto de los felinos-sabuesos negros estaban comiendo con rapacidad; clavó la vista en el palacio que estaba ante él y rezó en silencio a cualquier poder que pudiera estar escuchándolo para que le concediera una oportunidad, sólo una oportunidad, de sobrevivir a aquella pesadilla y emerger al otro lado con el alma y la cordura intactas.
El palacio había cambiado. Strann no podía decir que lo conociera con detalle, puesto que sólo había visitado la corte de la Isla de Verano en una ocasión, y aun entonces brevemente. Pero recordaba la atmósfera del lugar, la sensación de seguridad y tradición que impregnaba cada piedra y que infundía una mezcla personal de comodidad y respeto en la mente tanto de los nativos de la isla como de los recién llegados. Ahora aquella atmósfera se había desvanecido por completo y otra cosa había ocupado su lugar. Algo con una fuerza y seguridad parecidas, pero que hacía pensar en una fuerza más tenebrosa y malévola, no seglar, como había sido el gobierno del Alto Margrave, sino surcado por vetas de poder sobrenatural. El palacio, pensó, apestaba a maldad.
Fueron conducidos por pasillos que Strann recordaba fugazmente y llegaron por fin ante unas recargadas puertas de doble hoja en el centro mismo del palacio. El grupo se detuvo y la memoria de Strann, sin ataduras, evocó imágenes de la gran sala de audiencias que sabía que estaba al otro lado de la puerta, llena de música y de luz y de todo el brillante esplendor de las fiestas nupciales del Alto Margrave, donde había bailado con la hermana del Sumo Iniciado después de su triunfante dúo.
Cuando tocamos aquella maldita pieza de la epopeya
Equilibrio
y toda esta horrible cadena de acontecimientos se puso en marcha
…
Uno de sus guardianes alzó un puño inhumano y golpeó las puertas. Un retumbar metálico hizo que Strann apretara los dientes y, mientras sus ecos se perdían en el palacio, las puertas comenzaron a abrirse rechinando. Una viva luz se coló por el espacio cada vez más grande y, parpadeando deslumbrado, Strann tuvo la asombrosa impresión de que una multitud numerosa y variopinta llenaba la sala, una multitud festiva como los invitados a la boda del año anterior. Entonces tres cosas se impresionaron en su mente de manera simultánea. La supuesta alegría de la gente que se agolpaba en la sala tenía un aire de desesperación. Ahora que los veía con más claridad, distinguía las sonrisas y escuchaba las carcajadas que a duras penas enmascaraban el terror en sus miradas. Moviéndose entre ellos como un cáncer, había figuras negras y sin rostros, inhumanas, parecidas a los horrores que habían salido aullando del palacio para masacrar al grupo de Fyne. Guardianes, centinelas, vigilantes; fuera cual fuese el término que se les aplicara, su función era la misma: controlar.
En el otro extremo de la gran sala, en un inmenso y extraño trono que se alzaba por encima de las cabezas de la multitud, una solitaria figura ocupaba el tradicional lugar de autoridad del Alto Margrave. Strann la miró y supo que era la mujer más atractiva y de mayor perfección física que hubiera podido imaginar. La vio inclinarse hacia adelante con una gracia ágil y fácil, vio su cabellera que caía como una cascada negra, percibió su tez de porcelana y el brillo de zafiro de sus ojos. Ella sonrió y extendió una mano en un gesto burlón de bienvenida. Y Strann comprendió que hasta aquel instante no había sabido el verdadero significado de la palabra maldad.
Ygorla se puso en pie. De inmediato se hizo un silencio total en la sala, y ella se volvió ligeramente y chasqueó los dedos. Una figura —una silueta, nada más— surgió de detrás del trono, y en un principio Strann pensó que el bastón que sostenía en las manos estaba coronado por un estandarte, quizás el emblema personal de aquella mujer. Entonces, de algún lugar entre la multitud surgió un grito angustioso. Fue reprimido con rapidez, pero no antes de que Strann pudiera ver de dónde procedía, y sus ojos se abrieron como platos cuando vio a la mujer rubia que estaba en primera fila de la multitud, sostenida por dos guardianes sin rostro que le sujetaban con fuerza los brazos. Era la mismísima Jianna, la Alta Margravina; pero apenas era reconocible, porque la belleza que Strann recordaba había sido borrada y en su lugar se veía una máscara mortuoria como rostro, las mejillas surcadas por las lágrimas, los labios mordidos y cortados, los ojos rojos y hundidos de tanto llorar. Miraba al portaestandartes con la expresión desesperada y casi enloquecida de la incredulidad; Strann siguió rápidamente la dirección de su mirada, y su nuez se alzó con un violento espasmo al ver que, coronando el asta que sostenía la negra criatura, estaba la cabeza cercenada del Alto Margrave, Blis Hanmen Alacar, que les sonreía grotescamente.
Ygorla avanzó hasta la parte delantera del estrado y se quedó mirando a los cuatro cautivos con dulce compasión. Sonrió.
—Bienvenidos —dijo—. Yo soy Ygorla, ¡vuestra nueva Alta Margravina y vuestra emperatriz!
S
e oyó un leve suspiro, seguido de un ruido apagado, y uno de los compañeros de Strann cayó al suelo desmayado. El otro marinero no había visto el horror; estaba inclinado sobre sí, cogiéndose la caja torácica e intentando detener la hemorragia que lenta pero implacable surgía de una herida justo por encima del estómago. Fyne, sin embargo, miró a la mujer morena sin parpadear. Su rostro se mostraba inexpresivo; Strann no lo conocía lo suficiente para saber qué presagiaba aquello, y además se sentía tan aturdido que no podía prestar más que una mínima atención a Fyne. Había conseguido no vomitar sencillamente porque tenía el estómago vacío, pero sentía náuseas y mareo, y la escena que tenía delante comenzó a oscilar en medio de una neblina como de sueño. Quería despertarse. Habría dado cualquier cosa en aquel instante —todo su talento, su voz de cantante, incluso el uso de sus manos— para despertar y descubrir que aquello no había sido más que una pesadilla.