LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (21 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora
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—Un ligero roce, Sumo Iniciado, es lo único que hace falta para deformar tu cuerpo sin remedio. ¿Deseas poner a prueba mi poder?

Tirand no fue capaz. Incluso en el paroxismo de su furia, sabía que no serviría de nada; de pronto, se tapó el rostro con las manos y un sonido ahogado, parecido a un sollozo, surgió de su garganta.

Ygorla miró a Tarod y a Ailind. Ninguno de los dos se había movido; ambos la observaban con cautela, y supo que podrían haber intervenido de haberlo querido. El hecho de que hubieran decidido no hacerlo le proporcionó una gran satisfacción. Bajó la cegadora lanza y torció la mano en un gesto descuidado que hizo desaparecer el arma.

—Me resultas un tanto descortés, Sumo Iniciado —dijo con el tono dulce de la victoria total—. Ya ves, te los he devuelto a todos. Todos tus espías, todos tus enviados, todos los hombres y mujeres que enviaste a las provincias para apoyar a los Margraves; y unos cuantos más que puse por añadidura. Pensé que te alegraría darles la bienvenida de vuelta a casa. Pensé que ellos se alegrarían de volver. Pero —frunció los labios expresivamente y se encogió de hombros— parece que te he juzgado equivocadamente. Ah, bueno, así son las cosas, supongo.

La Matriarca lloraba en silencio, angustiada. Ygorla la miró con desagrado.

—Esto me aburre. Creo que entraré en el Castillo para ver qué entretenimientos habéis dispuesto para mi deleite. Y tú, querido Tirand, me acompañarás.

Las últimas palabras fueron pronunciadas con una maldad que le llegó a Tirand hasta el tuétano. Cuando la usurpadora echó a andar hacia los escalones y las puertas, lo único que fue capaz de hacer fue seguirla con la mirada, paralizado. Ailind se le acercó.

—Debemos seguir interpretando los papeles previstos, Tirand —dijo el señor del Orden en voz baja—. Ve con ella.

—Pero…, pero ellos… —Tirand intentó señalar la jaula, pero no pudo; se sentía impotente.

—Haré lo que pueda hacerse por ellos —contestó Ailind—. Ahora, ve. No me falles o conseguirás que su triunfo sea aún mayor.

Reinaba cierta confusión entre el grupo de bienvenida. Habían presenciado el breve enfrentamiento, pero no estaban suficientemente cerca de la jaula para poder ver su horrible contenido y darse cuenta de qué había provocado la furia del Sumo Iniciado. Pero, mientras Ygorla esperaba y Tirand luchaba por recuperar el dominio de sí mismo, algunos adeptos comenzaron a bajar los escalones, indecisos, y se acercaron lo bastante para ver el horror por sí mismos. Hubo llantos, gritos —Tirand los escuchó como a través de los densos velos de un sueño febril— y entonces alguien, con la voz rota, llamó a Karuth. Ella se acercó, apartando a la gente cada vez más numerosa, y se paró en seco cuando vio la horripilante ofrenda.

—¡Yandros! —Ni siquiera intentó frenar el juramento, y tragó la bilis que amenazaba con subir desde su estómago. Al igual que Tirand, se sintió inundada por la rabia; pero, a diferencia de su hermano, no fue capaz de controlarla. Se volvió, y sus ardientes ojos se encontraron con la fría mirada azul de Ygorla.

—¡Maldita furcia! —Su voz temblaba con una pasión que ni siquiera podía expresar. En toda su vida, jamás había experimentado semejante pena ni semejante ira, y no había palabras adecuadas para reflejar sus emociones—. ¡Larva de los Siete Infiernos, ojalá tu alma se pudra en eterna agonía por lo que has hecho!

La expresión de Ygorla cambió un instante. Su primer instinto fue matar a aquella advenediza instantáneamente, pero, al tiempo que surgía en ella el impulso, sintió que el Caos la protegía. Podría haberse ocupado de eso con facilidad: una mirada a la gema del alma, y Tarod no habría tenido otra opción que retirar el escudo de protección que la rodeaba. Pero ¿qué importaba? Aquella criatura, fuera quien fuese, no era importante. Sería más valiosa como distracción si se le permitía vivir.

Alzó un esbelto brazo y tocó a Karuth en la mejilla. Karuth retrocedió, como si esperara que su piel fuera a arder, y entonces Ygorla, satisfecha de haber dejado las cosas claras, retrocedió.

—Me acordaré de ti —aseguró y, cogiendo a Tirand firmemente por el brazo, lo condujo hacia las puertas.

Capítulo X

—¡B
uscad a Sanquar! ¡En nombre de los dioses, no os quedéis ahí parados; id a buscar a mi ayudante!

El grito de Karuth rompió la parálisis que se había apoderado de todos, y tres personas se dirigieron corriendo a las puertas del Castillo, por donde acababan de desaparecer Ygorla y el Sumo Iniciado. Su acción fue suficiente para provocar una reacción violenta e inmediata de sus compañeros, y un grupo de adeptos se acercó apresuradamente a la jaula. La bajaron y tiraron y forcejearon con los barrotes hasta arrancarlos de sus anclajes de madera; Karuth corrió a unirse a ellos y sumó su fuerza a los intentos de los demás.

Al final consiguieron sacar a los cautivos. Fue entonces cuando la Matriarca se desmayó, derrumbándose de repente y en silencio; un adepto que reaccionó con rapidez pudo sujetarla justo antes de que golpeara contra el suelo. Al contemplar aquellos desechos humanos que con toda suavidad eran sacados de la jaula y tendidos sobre capas apresuradamente extendidas sobre el suelo de piedra, Karuth estuvo también a punto de perder el conocimiento, y sólo la llegada de Sanquar con sus utensilios de médico, y el saber que ahora se necesitaban sus habilidades más que nunca, hicieron que se mantuviera en pie.

La primera víctima a la que atendió, arrodillándose a su lado, fue Arcoro Raeklen Vir. Sabía que era Arcoro, porque sus ojos y la horrible manera en la que intentaba pronunciar su nombre le revelaron la verdad, como le había sucedido a Tirand. Pero todo lo demás, todo, había cambiado de manera tan tremenda que apenas podía convencerse de que en otro tiempo hubiera sido el cuerpo de Arcoro, o el cuerpo de un hombre, y sus pulmones subían y bajaban en el desesperado esfuerzo por mantener el dominio de sí misma mientras intentaba examinarlo. Dioses, ¿dónde estaban sus miembros? ¿Dónde? Y aquel torso, gris, negro y púrpura lleno de lesiones ulcerosas que habían surgido de su interior, y tan agotado, tan marchito como el cadáver de un reptil que hubiera muerto de hambre…

A unos metros de ella, otra de las víctimas gritaba mientras Sanquar intentaba hacer algo por ella. Al carecer de lengua, el sonido resultaba horrible, aunque estaba claro que era una voz de mujer. Karuth hizo ademán de alzar la cabeza, pero desvió la vista enseguida, por miedo a reconocer el torturado rostro de otra amiga. Aun así, atisbó el cuerpo hinchado, abotagado, y los muñones de los brazos que se agitaban como blancos tentáculos leprosos. Entonces, Sanquar dijo, con una voz aguda debido a la impresión y el nerviosismo:

—Dioses, Karuth, oh, dioses. Es la hermana Corelm de Chaun Meridional…

Corelm, una de sus amigas. Corelm, que había sido maestra de Ygorla cuando niña y una de las colegas más íntimas de Ria Morys. Karuth se cubrió el rostro con las manos; de repente, todo el horror se le hizo patente.

—No… Oh, no… Oh, no… —gimió.

—K… Karuthhhh… —Era Arcoro. No tenía brazos para cogerla, ni manos para tocarla, pero la voz seguía siendo la suya, lo mismo que el cerebro en el cráneo deforme. Con un tremendo esfuerzo, Karuth consiguió mirarlo a la cara.

»No p… puedes… —Las bocas gemelas y deformes convertían su dicción en una horrible burla—. No se puede… hacer nada… p… por nosotros… —Hilos de saliva colgaban de su mandíbula partida—. P… ppor ff… ff… —Karuth se dio cuenta, con compasión y asco, de que intentaba decir «por favor», pero que ya no podía articular el sonido de la efe correctamente. Cayó más saliva, teñida de rosa—. Dd… ddeja que muramos… Dd… deja que muramos…

Una sombra ocultó la sangrienta luz del atardecer que todavía inundaba el patio, y Tarod se arrodilló junto a Karuth. Ella lo miró con ansiedad y una expresión trágica y desolada.

—¡No puedo curar lo que ella le ha hecho! No puedo hacer nada por ninguno de ellos. Está más allá de mis capacidades, ¡más allá de cualquier capacidad humana! Por favor, mi señor Tarod, ¡por favor, ayudadlos!

Tarod cerró los ojos. Se sentía tan mal como Karuth, aunque sus motivos no eran exactamente los mismos. No era cuestión de la naturaleza de las torturas que Ygorla había infligido con su hechicería. Los cuerpos deformados hasta convertirse en monstruosidades anormales, los miembros encogidos y atrofiados o completamente inexistentes, eran cosas horribles. Todo eso no era nada que no pudiera encontrarse entre los habitantes inferiores del reino del Caos, donde la forma física conocía pocas limitaciones. Pero la naturaleza de la mente que había concebido semejantes tormentos y que los había aplicado sin otra razón ni motivo que el mero placer de hacer sufrir: aquello era un asunto completamente distinto. Aquélla no era, ni sería nunca, la forma de actuar del Caos. Aquélla era la maligna invención de una mente humana.

Sintió la presencia de Ailind y alzó la vista; el señor del Orden se había acercado y contemplaba la escena de Karuth junto al torturado Arcoro. Los ojos de color bronce y de color esmeralda se encontraron; Tarod supo lo que estaba pensando Ailind, y por segunda vez estuvieron de acuerdo.

—Yo tampoco puedo ayudarlos, Karuth —dijo el señor del Caos en voz baja—. Sólo puedo hacer por ellos una cosa, y es liberarlos de este infierno en vida.

Ella se quedó horrorizada.

—¡No! Tenéis el poder. Curasteis a Strann, ¡hicisteis que su mano volviera a estar intacta! ¡Sois el Caos!

—Pero no soy omnipotente. —Puso una mano sobre el brazo de Karuth, consciente de que nunca lograría que lo entendiera del todo—. Curé a Strann, sí. Pero estas pobres criaturas han estado demasiado cerca de la muerte para que mi poder haga que vuelvan a ser lo que fueron. Podría hacer que sus cuerpos volvieran a estar intactos, pero sus mentes han cruzado la frontera que separa la voluntad de vivir de la voluntad de morir. Desean morir, Karuth; es la única esperanza que tienen de encontrar la paz. Puede que yo sea un señor del Caos, pero no poseo el poder necesario sobre la muerte para borrar ese deseo. No puedo quitarles los recuerdos de lo que han padecido.

A Karuth le temblaba el labio inferior.

—¿Hay…? —Su voz se quebró, y luchó por recuperar su control—. ¿Hay algún poder capaz de lograrlo…?

—Sólo Yandros. Y no lo hará, Karuth. Por nuestro hermano, no correrá el riesgo de intervenir, ni siquiera en esto.

Ella comprendió y supo que debía aceptarlo. Ailind, que hasta entonces no había intervenido, dijo:

—Al igual que Tarod, yo los sanaría si pudiera, médico Karuth. —Parecía haber olvidado, o al menos dejado de lado, la animosidad que sentía hacia ella, y la compasión que denotaba su voz hizo que Karuth lo mirara desconcertada—. Pero esto es obra de la usurpadora, y por tanto escapa a la jurisdicción del Orden. Todo lo que puedo hacer, todo lo que podemos hacer, es ofrecer a sus almas un viaje seguro a nuestros dominios.

Tarod miró abstraído las losas de piedra.

—Los dos tenemos aquí a fieles seguidores, Ailind.

—Sí —asintió el señor del Orden—. Que partan según se lo digan sus lealtades. —Hizo una pausa y miró de nuevo a Arcoro, que parecía haber perdido el conocimiento—. Es un triste día para ambos.

Tarod se puso en pie. Arrastró con él a Karuth, ayudándola a mantenerse firme de forma cortés, pero extrañamente íntima.

—Puedes quedarte si lo deseas, Karuth. Pero quizá sería mejor si te despidieras de ellos ahora.

Las lágrimas surcaron las mejillas de Karuth; las sintió como si fueran ácido.

—No tengo despedidas que hacer, mi señor —replicó, en un tono de voz tan bajo que apenas era audible—. Preferiría recordarlos tal y como…, como…

—Lo entiendo. Ve, entonces. Llévate a los demás y guardad luto a vuestra manera.

Los dos dioses contemplaron al grupo de adeptos mientras éste se alejaba lentamente hacia las puertas principales del Castillo; dos de ellos cargaban con Shaill, que seguía inconsciente. La segunda carreta seguía todavía intacta junto a la primera; la mirada de Tarod se posó en ella brevemente, con un destello de ira, pero lo que detectó en su interior no produjo más que un relámpago de desprecio completo. Las víctimas de Ygorla guardaban silencio, como si supieran qué les esperaba, y en el patio reinaba un incongruente aire de paz que resultaba cruelmente irónico. El señor del Caos miró a su contrario del reino del Orden y dijo:

—Creo que no necesitamos luz para esto —dijo.

Ailind asintió. Despacio, casi con suavidad, las grandes puertas negras se cerraron, dejando fuera la gloria de la puesta de sol, y una penumbra gris descendió como un paño mortuorio. Tarod alzó la mano izquierda, Ailind la derecha. Sus dedos se tocaron y unieron, y un aura oscura resplandeció alrededor de la silueta de Tarod, mientras que una radiación dorada iluminaba la alta silueta de Ailind.

El poder comenzó a elevarse…

La triunfal entrada de Ygorla en el comedor se realizó en completo silencio.

Ninguno de los adeptos de alto rango que la esperaban sabía nada de lo sucedido en el patio, pero la mayoría había captado la corriente psíquica de sufrimiento y horror del Sumo Iniciado, con lo que su recibimiento planeado y ensayado quedó malogrado. La usurpadora, cogida todavía del brazo de Tirand, se detuvo en el umbral, y contempló los adornos, las velas encendidas, las hileras de rostros callados e inquietos. Entonces sonrió.

—¡Bien! —Su voz surgió como el sonido de una cascada en un tranquilo día de verano—. ¡Halagos y más halagos! ¡Tu Círculo está claramente tan asombrado ante mi presencia que les falla la voz!

Los ojos de Tirand eran como brasas infernales que ardían en un rostro completamente falto de expresión. Por un milagro de la voluntad, había recuperado el dominio de sí mismo, pero era un autómata, un muñeco de trapo, incapaz de reaccionar a lo que no fueran los reflejos más esenciales, por miedo a perder el tenue control que tenía sobre sí. Sin embargo, fue rescatado por un miembro superior del Consejo, una adepta de quinto nivel que se encontraba entre la silenciosa multitud. No sabía, ni podía siquiera adivinar, la razón de la parálisis del Sumo Iniciado, pero con gran presencia de ánimo miró a la galería encima de la chimenea e hizo una señal urgente al grupo de músicos allí reunidos, que esperaba su pie. Segundos más tarde, una melodía solemne y grandiosa resonó en toda la sala y, guiando a sus colegas, la consejera se adelantó y se inclinó ceremoniosa ante la usurpadora.

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