LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (20 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora
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Su risa se apagó, pero la sonrisa depredadora seguía en sus labios cuando con aire de realeza se alzó de su asiento y, haciendo caso omiso deliberadamente de Tarod y Ailind, extendió un brazo delgado, vestido de terciopelo, al Sumo Iniciado.

—Tirand, ¿puedo llamarte Tirand? Te doy las gracias por tu bienvenida, y me siento realmente halagada de regresar por fin al lugar de mi nacimiento. —Su mano sin guante se curvó y le hizo un gesto, y las valiosísimas gemas de sus brazaletes y anillos resplandecieron en la luz del sol poniente—. Me satisface permitirte que me acompañes al Castillo.

Tirand lanzó una mirada a Ailind, como pidiendo permiso, y el señor del Orden asintió casi imperceptiblemente. El Sumo Iniciado dio un paso adelante, pero luego titubeó al advertir que los diez horrores alados seguían cerrándole el camino. Uno de ellos abrió sus fauces en un perezoso bostezo y sus ojos parecieron reírse de él.

—Señora —dijo Tirand, intentando no retroceder—, no tenemos establos adecuados para vuestras… para los…

Ygorla enarcó sus cejas perfectas.

—Oh, ¿éstos? —repuso en tono despreocupado—. No son nada. Los despediré.

Chasqueó los dedos, y las diez criaturas demoníacas se desvanecieron. Fue como ver un pergamino consumido por el fuego; sencillamente se arrugaron, se consumieron y se retorcieron hasta perder sus formas, y se derrumbaron como pequeños montones de ceniza que se mezclaron con la hierba y desaparecieron. Un olor como a carne muy podrida pasó por la nariz del Sumo Iniciado brevemente antes de esfumarse. Ygorla sonrió delicadamente.

—Ya está. Se han ido y puedes olvidarte de ellos. —Hizo un gesto por encima del hombro en dirección a las dos carretas inmóviles y silenciosas detrás del carruaje—. Mis necesidades, como ves, son bastante modestas y sólo tengo estos dos pequeños vehículos que deberán ser guardados entre vuestras murallas. Uno contiene los pocos efectos personales que pueden resultarme necesarios, y el otro… Bueno, querido Tirand, he de confesar que he traído un pequeño regalo para ti. ¡Y espero que lo aceptarás, como prueba de mi estima y de mi buena voluntad!

Tirand estaba desconcertado. La despreocupada destrucción de las bestias ya lo había confundido, y sospechaba que había alguna razón oculta en aquel nuevo gesto. De nuevo miró hacia atrás, con una silenciosa súplica en los ojos, pero Tarod no le hizo caso y Ailind se limitó a morderse los labios en una sutil mueca que implicaba que no quería meterse en aquel asunto.

Sintiendo que no le quedaba otra opción, Tirand inclinó la cabeza.

—Señora, sois demasiado generosa. —Ya no había forma de retrasar más el momento, y, aunque por dentro lo sobrecogía el mero hecho de tocar la piel de aquella mujer, dio un paso adelante. Ygorla cogió con firmeza su mano alzada con sus dedos fuertes y fríos y bajó con ligereza, casi con descuido, del carruaje. Cuando se paró junto a él, Tirand se quedó sorprendido de lo pequeña que era; la corona de su cabeza apenas si sobrepasaba sus hombros, y él no era demasiado alto. Ella lo miró y sus azules ojos parecieron totalmente candorosos.

—Dime, Sumo Iniciado —dijo en tono de conversación normal, que llegó claramente a los demás presentes—, ¿miras siempre a tus amos del Orden, antes de hacer incluso la cosa más nimia?

Tirand se ruborizó irritado y ella se rió.

—Y yo que tenía la impresión de que eras independiente —añadió antes de que Tirand pudiera recobrarse lo suficiente para hablar—. Ah, bien. Ya veremos, ¿no crees? —Inclinó la cabeza con graciosa altivez, primero ante la Matriarca y luego ante Tarod y Ailind, y, sujetando todavía de manera posesiva el brazo de Tirand, cruzó el césped en dirección a las puertas del Castillo.

Karuth todavía no había ocupado su puesto entre los que esperaban en los escalones de la entrada principal. Para su disgusto, Tarod había insistido en que debía tomar parte en la parodia de los rituales de bienvenida; el señor del Caos quería añadir sus observaciones a las propias, de manera que se vio obligada a ir. Pero, con el conocimiento de que pronto iban a separarse royéndole los pensamientos como un depredador hambriento, deseaba desesperadamente no abandonar a Strann hasta el último momento, de manera que permanecieron juntos asomados a su ventana, observando el patio engalanado y esperando en tensión la aparición de la usurpadora.

Llevaban algún rato sin hablar, porque a ninguno se le ocurría nada que decir que no resultara trivial o fútil. En cuanto Karuth se marchara, Strann se cambiaría de ropa, poniéndose los odiados y chillones ropajes que llevaba a su llegada al Castillo, y esperaría la llamada que estaba seguro no tardaría mucho en producirse. Como mínimo, Ygorla tendría la curiosidad de saber qué había sido de él, y Strann había preparado una historia que confiaba en que engañaría tanto a ella como a los habitantes del Castillo y les haría creer que seguía siendo leal a la usurpadora. Pero no quería pensar en eso por el momento. Tan sólo quería sentir el calor de la mujer que tenía junto a sí y el roce de su oscura cabellera contra su mejilla. Y deseaba, aunque sólo fuera durante unos pocos segundos más, cerrar los ojos y creer que aquel interludio no estaba a punto de terminar.

Karuth había llorado antes, pero las lágrimas habían desaparecido, aunque todavía tenía los ojos algo enrojecidos. Se habían dicho muchas cosas el uno al otro durante las últimas horas, tonterías inconsecuentes de enamorados que a duras penas podía recordar, y deseaba decir más, pero no le salían las palabras. De repente, Strann le apretó la mano con más fuerza y vio que la gente se agitaba abajo, mirando en dirección a las puertas.

—Están llegando —susurró Karuth. Sabiendo que debía dominarse antes de que fallara su resolución, se obligó a apartarse de la ventana, rompiendo el contacto con Strann. Sus ojos expresaban todo lo que no era capaz de decir con palabras—. Debo irme…

Strann asintió. Se miraron, quizá durante cinco segundos; luego Karuth le echó los brazos al cuello.

—Oh, Strann…

Él la besó una última vez, con tanta intensidad y pasión que casi acabó con su resolución y luego, incapaz de mirarlo de nuevo a los ojos, Karuth se dio la vuelta y corrió hacia la puerta. Strann permaneció inmóvil, escuchando el sonido de sus pasos que se perdían por el pasillo. Cuando ya no pudo oírlos, giró y, con un rostro tan blanco e inexpresivo como el de un cadáver, comenzó a desvestirse.

Sen Briaray Olvit se apartó para hacerle sitio a Karuth, quien se colocó en línea entre él y la hermana Alyssi de la residencia de Chaun Meridional. Intentando no pensar en Strann, Karuth miró a su alrededor y pensó con ironía que las túnicas blancas de las hermanas, que se mezclaban con los muchos colores de rango de las capas ceremoniales de los adeptos del Círculo, habrían constituido un espléndido espectáculo en otras circunstancias. Pero ahora resultaban una farsa. Y, cuando una nueva fanfarria procedente de la torre del homenaje anunció la entrada de Ygorla, sintió que el estómago se le encogía con un arrebato de amargo odio.

Tirand entró en el patio, su rostro firme y tenso, con la pequeña pero deslumbrante figura de la usurpadora cogida de su brazo. En lenta y señorial procesión, la condujo a través de las losas negras, mientras Shaill, Tarod y Ailind los seguían a unos pasos de distancia. Al llegar a la altura de la fuente central, el Sumo Iniciado hizo un gesto a uno de los adeptos superiores, que era una señal convenida de antemano. El sonido de una bota al golpear el suelo de piedra rompió el silencio, y, siguiendo las instrucciones que habían ensayado bajo la meticulosa mirada de Ailind, los adeptos se adelantaron como una hilera de milicia bien entrenada.

—¡Ygorla! ¡Ygorla! ¡Ygorla! —A cada grito, alzaban al aire los puños según el antiguo saludo. En el rostro de Ygorla apareció una sonrisa de satisfacción. Cuando se apagaron los últimos ecos del saludo, una hermana pequeña y regordeta se adelantó, hizo una rígida reverencia y se volvió de cara a la línea de mujeres vestidas con túnicas blancas.

Los coros de la Hermandad tenían una fama de antiguo por la belleza de su canto, y la hermana Amobrel Iva de la Tierra Alta del Oeste era reconocida como la mejor directora coral de cuatro provincias. Había logrado un pequeño milagro con la mezcolanza de voces que tenía a su disposición, pero ni su habilidad ni los ánimos forzados de Ailind pudieron disimular un aire tenso y amargo en el himno que las hermanas cantaron en honor de Ygorla. Alertada por su propio adiestramiento musical, que le mostraba los fallos de afinación y fraseo, Karuth se imaginó bastante bien el ambiente en que el improvisado coro debía de haber ensayado su pieza de encargo. Sin embargo, los fallos pasaron inadvertidos a Ygorla. Permaneció sonriente, casi pavoneándose visiblemente mientras saboreaba las palabras de adulación, y, cuando la canción terminó, alzó las manos y aplaudió teatralmente.

—Buenas mujeres, ¡os doy las gracias! —Se dio la vuelta y se dirigió a la Matriarca—. Y os felicito a vos, Matriarca. No me había dado cuenta de que mi llorada tía abuela tuviera una sucesora tan digna.

A Shaill se le volvieron blancos los labios, y por un terrible instante Tirand pensó que sería capaz de escupir a la usurpadora a la cara; pero, con un gran esfuerzo, ella se contuvo y se limitó a inclinar la cabeza.

—Ahora… —Ygorla se separó de Tirand y avanzó con ligereza pero deliberación cruzando el patio. Estaba claro que disfrutaba enormemente, y, cuando se volvió, sus ojos brillaron—, Sumo Iniciado, no quiero tenerte más tiempo en suspenso. Si amablemente me concedes los servicios de algunos de tus fuertes y masculinos adeptos, te ofreceré mi modesto regalo.

Sin un medio de propulsión visible, las dos carretas habían entrado en el patio detrás del pequeño cortejo y ahora permanecían en las sombras, cerca de la puerta. Tarod ya había advertido la presencia de Narid-na-Gost en uno de los compartimientos cerrados, pero por el momento estaba más interesado en la segunda carreta, a la que ahora se dirigían los cuatro adeptos, según las instrucciones de Ygorla.

Tirand observó con cierto nerviosismo cómo los cuatro llegaban a la carreta. No podía ni imaginarse la forma que tendría el «regalo» de Ygorla, y no estaba muy seguro de querer saberlo. Parecía que Shaill compartía sus dudas, porque se le acercó y susurró:

—Tirand, si se trata de alguna artimaña…

—Reza por que no lo sea —replicó en voz baja Tirand—. Pronto lo… —comenzó pero sus palabras se vieron interrumpidas en mitad de la frase.

Los cuatro adeptos habían llegado junto a la carreta. Parecía haber un embalaje de algún tipo bajo las oscuras lonas, y, cuando se preparaban para bajarlo, uno de los hombres apartó los pliegues de la lona. El silencio que se produjo fue tan devastador como lo hubiera sido un griterío; Tirand, Shaill y los cuatro hombres vieron lo que la lona había dejado al descubierto.

No era un embalaje o caja lo que había en la carreta, sino una tosca jaula. Aplastado contra los barrotes, los contemplaba un rostro. Podía haber sido el rostro de un hombre, pero alguna fuerza horrible lo había deformado, retorcido y golpeado hasta hacerle perder cualquier parecido con la humanidad y convertirlo en una gárgola surgida de las más oscuras profundidades de una pesadilla. Su piel —si realmente había una piel bajo la masa de ronchas, verrugas y escamas que la cubrían— latía con un brillo enfermizo e incoloro, y unos cuantos mechones de pelo blanco que parecían tener vida propia surgían del cráneo calvo. La mandíbula inferior de la criatura estaba partida por la mitad, y dos bocas se movían y babeaban. Las lenguas, carmesíes por la misma sangre que manchaba los dientes destrozados, se agitaban como si intentaran hablar. En un terrible instante, el cerebro de Tirand advirtió las otras formas que abarrotaban los asfixiantes confines de la jaula, los rostros destrozados, los miembros deformes, los cuerpos que se retorcían inconscientes e impotentes buscando espacio para respirar.

Entonces vio los ojos de la cosa. Ojos marrones, ojos humanos, llenos de inteligencia y de comprensión, agonía y desesperación. La terrible mirada se clavó en su rostro, y en el mismo instante en que el Sumo Iniciado abrió la boca, sintiendo un horror que no podía expresar, aquella parodia pronunció su nombre.

—Ti… rand… —Era una lastimosa súplica y también un reconocimiento y un saludo. Y, aunque las dos bocas deformes a duras penas podían expresar la única palabra, Tirand reconoció la voz.

—¿Arcoro…? —No podía creerlo, no podía ser. No podía ser él, aquella cosa, aquella farsa inhumana, horrible, que se arrastraba…— Oh, dioses —musitó el Sumo Iniciado y comenzó a retroceder—. Oh, dioses, no, no. ¡¡No!!

Una risa aguda y entusiasta surgió en el patio y resonó en las altas y negras murallas. Tirand giró sobre sí mismo y vio a Ygorla detrás de él. Tenía las manos entrelazadas en un gesto extasiado y sus azules ojos brillaban con horrible deleite.

—¡Ahí tienes, mi queridísimo Sumo Iniciado! ¡Mi pequeño regalo para ti y para el Círculo! ¿No estás tan contento de recibir esta ofrenda como lo estoy yo de hacerla?

Ahora reconoció a otros. No sólo su viejo amigo Arcoro Raeklen Vir, sino los demás, los adeptos y las hermanas y los guerreros adiestrados que habían partido hacia el sur en los primeros días después de la aparición de la usurpadora, aquellos que se habían arriesgado para ofrecer la fortaleza del Círculo en la lucha contra Ygorla. Tirand no sabía cómo los había descubierto, pero lo había hecho, y había usado su poder para torturarlos más allá de cualquier capacidad de resistencia, hasta retorcer sus cuerpos, fundir su carne y convertirlos de seres humanos en monstruos salidos de los Siete Infiernos. Sólo había dejado intactas sus mentes, y ésa era la tortura más vil, porque sabían en qué se habían convertido y aquel conocimiento era el peor de sus sufrimientos.

El Sumo Iniciado miró a Ygorla sin verla. No podía razonar, no podía recuperar la cordura; a lo único que podía aferrarse era al ardiente sentimiento de rabia y odio que lo inundaba como una ola enorme.

—Tú… —Se adelantó, con la mano crispada a un costado, buscando la espada que no tenía—. Tú…

Ygorla retrocedió, y su voz, repentinamente furiosa, cortó el aire como un puño que atravesara un frágil cristal.

—Tócame una sola vez, Tirand Lin, ¡y quedarás como ellos! —Una luz resplandeció ante ella, y se consolidó en una barra vertical de hiriente brillo. Aturdido, Tirand se tambaleó hacia atrás, e Ygorla alargó el brazo para coger la lanza incandescente y sostenerla con aire indiferente en una mano.

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