LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (33 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora
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Narid-na-Gost respondió a esto con una retahíla de furiosas maldiciones que sin embargo confirmaron lo que Strann sospechaba: cedería porque no le quedaba más remedio. Strann iba descubriendo con rapidez gran cantidad de detalles acerca de la relación cada vez más deteriorada entre Ygorla y su padre, y ahora estaba seguro de que ella tenía alguna forma de dominio sobre el demonio. En los últimos días, sus discusiones se habían vuelto tan duras que ambos parecían haber olvidado que Strann no era un mero receptor, tan nulo como los esclavos creados artificialmente por Ygorla. Absortos en su guerra de palabras, lo usaban simplemente como correveidile sin pensar por un instante en la necesidad de ser discretos. Y Strann había comenzado a entretejer su propio hilo en el tapiz de ambos…

Sin advertir que los poderes manipuladores de la mascota rata se estaban volviendo en su contra, Ygorla había exigido una repetición del primer recital cada noche, y había obligado a participar en él a otros músicos del Castillo. Karuth, naturalmente, se contaba entre aquellos a quienes se ordenó tocar, y Strann se sintió grandemente impresionado por su capacidad de fingir cuando ocupó su lugar, frente a una desafiante ovación de simpatía por parte del coaccionado público, y le lanzó a él una mirada de desden orgulloso y cáustico que casi podría haber tomado por verdadera.

Pero los mensajes que intercambiaron mientras ambos intercalaban el lenguaje de las manos en la música que tocaban era algo muy distinto. Tarod había inventado una serie de sutiles claves, insinuaciones, fragmentos de información engañosa que Strann introducía en los mensajes que llevaba entre Ygorla y su padre, para aumentar la discordia entre ambos y para dar lugar a una mayor inseguridad y desconfianza. El blanco principal, como advirtió Strann con rapidez, era Narid-na-Gost. Los señores del Caos se daban perfecta cuenta de que el demonio era el más débil de los dos, y Tarod sacaba ventaja de los crecientes sentimientos de vulnerabilidad que tenía Narid-na-Gost para cultivar en su mente la convicción de que su hija pensaba traicionarlo.

La estrategia comenzaba a dar resultados. Strann apreciaba los síntomas e informaba por medio del lenguaje de las manos cada noche. Narid-na-Gost estaba más que preocupado: estaba asustado. Tenía miedo de que la hija fruto de su creación y crianza se hubiera convertido en una quimera que no sólo ya no podía controlar, sino que amenazaba con volverse contra él y devorarlo. Empezaba a temer que podría quedar atrapado entre la furia vengativa del Caos y la traición de su hija, y que los dientes de la trampa estaban a punto de cerrarse de golpe y aplastarlo.

Strann no sabía qué fin perseguía Tarod con su estrategia, pero pensó que sería mejor no preocuparse con especulaciones. Su misión era sembrar las semillas; cómo germinaran éstas era asunto de los dioses, no suyo. El día en que Ygorla convocó la reunión del Círculo, llevó un último mensaje a Narid-na-Gost. Era un claro desafío. Con palabras que ella insistió que debía repetir al pie de la letra, desafiaba a su padre a que diera la cara en la sala del Consejo; en caso contrario, decía, «demostrarás ser el cobarde que yo ya imaginaba, y estarás reconociendo que sólo yo tengo derecho a hablar en nombre de los dos». Strann no repitió el mensaje tan fielmente como se lo había ordenado, sino que cambió la palabra «derecho» por «poder», y añadió un pequeño adorno que venía a decir que, si el demonio decidía no hacer caso del guante que se le arrojaba, Ygorla asumiría a partir de entonces la supremacía total sin contar con él para nada más… y dando a entender que ése era el verdadero deseo de Ygorla.

Narid-na-Gost escuchó todo eso en un silencio de muerte, con los ojos carmesíes ardiendo de furia impía. Cuando Strann terminó y realizó su acostumbrada reverencia —algo que bien pronto había descubierto que parecía ponerlo en buen lugar ante la presencia de aquella criatura—, reinó el silencio durante unos instantes en la habitación de la torre antes de que el demonio hablara.

—Le dirás a mi hija —la última palabra iba cargada de malicia salvaje— que no tomaré parte en sus juegos mezquinos e infantiles. Quizás ella quiera arriesgarlo todo en un alarde sin sentido, pero yo no. Y le repetirás con exactitud estas palabras: la joya puede ser tu protección, pero la protección no es la llave. Y la llave sigue estando en mis manos, y sólo en mis manos.

Strann repitió las palabras, tal y como se le ordenaba, hasta que el demonio quedó convencido de que no habría errores. Hizo una reverencia y comenzó a retroceder para salir de la habitación de la torre, pero, cuando llegó a la puerta, Narid-na-Gost lo llamó de repente:

—Rata… —Ahora usaba el nombre con la misma despreocupación que Ygorla—. Una última cosa.

—¿Señor? —Strann se detuvo e hizo otra reverencia.

La larga lengua de reptil de Narid-na-Gost se movió entre sus dientes peculiarmente blancos e inhumanamente afilados.

—Quiero saber cómo reacciona mi hija ante mi mensaje. Regresarás aquí, y me lo contarás. Y, si eres una rata sabia, no le dirás nada de esto a ella. ¿He hablado claro?

—Señor —objetó Strann—, no soy más que el siervo de la emperatriz…

—Su siervo, sí, pero no un completo estúpido por lo que sé. No lo bastante estúpido como para desear sufrir las consecuencias de traicionar mi confianza, ¿no es así? —Mientras hablaba, sonrió con malicia, y un dardo de llamas blancas surgió de su boca y pasó rozando el rostro de Strann. Strann sintió la intensa quemazón del veneno y se llevó la mano a la mejilla. Narid-na-Gost rió con suavidad.

—Jura que me serás fiel, hombrecillo, y anularé el veneno que en este momento te corroe la piel. No lo hagas, y cuando se ponga el sol estarás aullando para verte libre de la agonía.

—Mi señor —la voz de Strann rechinaba; el dolor comenzaba a hacer presa en los músculos de su cara y le parecía que cuchillos al rojo estuvieran cortándole la carne—, ¡tenéis mi palabra! ¡Lo prometo!

—Está bien —dijo el demonio, otra vez sonriente—. Creo que ahora conoces el precio de la desobediencia. —El dolor angustioso le dio un último coletazo y desapareció. Strann sintió que un sudor frío inundaba su rostro y su pecho—. Ve, y vuelve con la información que puedas obtener.

Strann hizo una reverencia más.

—¡Señor, haré lo que pidáis! —y salió corriendo.

Repitió las palabras de Narid-na-Gost como éste le había ordenado. Ygorla escuchó con la cabeza ladeada, como un ave que ve una presa. Cuando Strann terminó, sus ojos se tornaron duros como el pedernal, y soltó una risa despreciativa.

—Oh, así que cree que puede coaccionarme, ¿verdad? La protección no es la llave… Bien, bien, ¡qué estúpido es! —Entonces recordó de repente que Strann seguía en la habitación, lo miró e hizo un gesto despreocupado con la mano—. Puedes retirarte, rata. Ve y diviértete. No te necesitaré hasta esta noche.

Estaba preocupada. Strann supo que podía regresar a la torre sin correr el riesgo de ser visto por alguno de sus elementales. Por una vez, el informe que dio a Narid-na-Gost no necesitaría cambios, porque tenía bastante idea de las conclusiones que el demonio sacaría del silencio de su hija. Salió de la habitación y puso especial cuidado en que Ygorla no advirtiera que sonreía ligeramente.

Al anochecer, la nieve caía de nuevo, y el Castillo estaba envuelto en un profundo y melancólico silencio. La multitud que llenaba la sala del consejo parecía haber captado el mismo estado de ánimo que el clima, porque no se pronunció ni palabra mientras esperaban que la usurpadora hiciera su entrada.

La alta mesa en el estrado, donde el Sumo Iniciado y sus consejeros más íntimos acostumbraban sentarse, seguía en su sitio, pero sólo había tres sillas detrás de ella. Tres sillas y un almohadón, que Karuth reconoció inmediatamente como aquel en el que Strann había permanecido sentado a los pies de Ygorla la noche del baile. De manera que tenía intención de traerlo con ella. Sin duda pensaba que la presencia de una criatura tan inferior como su rata mascota incrementaría la humillación que pensaba infligir a Tarod, y ante ese pensamiento Karuth miró por encima del hombro, preguntándose dónde estaría el señor del Caos. Ailind ya había llegado y estaba sentado en la primera fila, junto a Tirand, pero todavía no había señales de su contrario. Nerviosa, Karuth volvió a acomodarse en su silla, e intentó que sus manos dejaran de moverse inquietas en su regazo.

Tarod estaba de muy mal humor cuando lo había visto por última vez aquella tarde. Strann, con el pretexto de presentar una nueva composición musical, había conseguido organizar un breve ensayo, muy protestado, aquel mismo día y, asistido por dos horrores sombríos que estaban presentes para reprimir cualquier problema que la mascota rata de Ygorla hubiera podido tener con sus músicos forzados, había logrado comunicar los detalles de la última escaramuza entre Ygorla y su padre. Al entregar el mensaje al señor del Caos, Karuth se encontró con que Tarod ni siquiera estaba dispuesto a mostrar su reacción, menos aún discutirla como había hecho algunas veces. La había despedido casi con sequedad, y sin dar una respuesta que llevar a Strann. Algo nuevo estaba en el aire, sintió, y temía que no presagiara nada bueno.

Sus intranquilos pensamientos se vieron interrumpidos al oír el ruido de las puertas de la sala al abrirse. Antes de que pudiera volverse, las extrañas notas de una fanfarria que no era de este mundo resonaron en la sala; luego las antorchas de las paredes bajaron la intensidad de sus llamas mientras un viento helado y antinatural azotaba al público… y apareció Ygorla.

Estaba magnífica. Vestida de los pies a la cabeza de negro y plata, avanzó por el pasillo central de la sala, envuelta en un halo de luces embrujadas de más de un centenar de diminutos elementales que giraban y danzaban describiendo fantásticos dibujos a su alrededor. Un gran cuello en forma de corazón y realizado en filigrana de hilo de plata enmarcaba su rostro, exquisito y perfecto, y la gema del Caos resplandecía como una estrella caída del cielo en su pecho. Calvi Alacar avanzaba un paso más atrás y un poco a un lado; él, también, vestía de negro y plata, y en su rostro esbozaba una sonrisa triunfante y a la vez desdeñosa. Tras ellos, sosteniendo la gran cola del traje de Ygorla, mirando adelante con el rostro tan inexpresivo como la máscara de un mimo, iba Strann.

Toda la concurrencia se volvió para contemplar el espectáculo. Una oleada de suspiros recorrió la sala; y adquirió un punto de indignación reprimida cuando los adeptos vieron que la usurpadora llevaba en la cabeza una corona brillante y extravagante de plata pura con un millar de joyas engastadas, que tenía la forma de la estrella de siete puntas del Caos. El ruido se apagó al subir Ygorla los escalones del estrado. Entonces, al acercarse a la mesa, una voz que parecía surgir de la nada, resonó en la sala:

—¡En pie! ¡Todos deben ponerse en pie y rendir pleitesía a su señora por derecho, Ygorla, Hija del Caos y Emperatriz de los Dominios Mortales!

La agitación aumentó con la furia, pero unos cuantos iniciados se sintieron intimidados y obedecieron la altanera orden antes de poder detenerse. Otros, inseguros, miraron al Sumo Iniciado en busca de guía. Karuth vio que Ailind hacía un gesto privado y discreto con una mano; entonces, despacio, pero muy a disgusto, Tirand se puso en pie.

La usurpadora caminó con elegante lentitud hasta el otro lado de la mesa. Strann se apresuró a apartar la silla central, y Calvi se dejó caer con indiferencia en una de las otras dos. Ygorla se volvió para contemplar la escena y sonrió al ver que ahora toda la concurrencia estaba de pie. Tan sólo Ailind no se había movido y la observaba con lacónico interés. Ella no le hizo caso y movió una mano en un negligente gesto.

La voz sin cuerpo resonó otra vez:

—La Emperatriz graciosamente permite a sus súbditos que tomen asiento en su presencia.

La multitud se sentó en silencio. Ygorla se acomodó en la silla central y miró a su alrededor. Sus movimientos recordaban a los de un águila que vigila su posible presa desde gran altura, y la tensión comenzó a hacerse insoportable en la sala, mientras todos esperaban a que hablara. Karuth pensó:
De manera que su demonio progenitor ha decidido no mostrarse al fin y al cabo
. ¿Qué había hecho que Narid-na-Gost se mantuviera apartado?, se preguntó. ¿Miedo a Ygorla, como suponía Strann? ¿O miedo a otra cosa…?

De repente, se escuchó la voz de Ygorla:

—Veo que falta alguien en esta reunión. ¿Dónde está Tarod del Caos?

El silencio acogió su pregunta. Ailind, observó Karuth, sonreía débilmente, pero Ygorla no lo encontraba divertido.

—¡Quiero una respuesta! —exclamó, y sus brillantes ojos barrieron de nuevo la sala. Lanzó una mirada furibunda a las puertas, como si fuera a ordenarles en silencio que se abrieran para dejar entrar a Tarod—. Exijo…

—Refrena tu irritación, chiquilla. Y no esperes que siga este juego según tus reglas.

La voz pareció surgir de la nada. Entonces el señor del Caos surgió de un rincón de sombra detrás de la mesa.

La impresión hizo que los dientes se le clavaran a Karuth involuntaria y dolorosamente en el labio inferior… porque Tarod había dejado la mascarada de mortalidad. Su rostro era una salvaje escultura, cada hueso perfilado bajo la carne, de una perfección inhumana, de una adustez inhumana. Su largo cabello negro, ahora como si fuera un humo denso y ondulante, resplandecía y se rizaba sobre sus hombros. Y sus finos labios esbozaban una sonrisa a la usurpadora con todo el conocimiento y el desprecio de un ser cuya vida abarcaba la eternidad y para quien el transcurso de una vida humana no era más que el parpadeo de un ojo. A su alrededor brillaba un aura terrible, un aura de luz negra, una radiación imposible; y los ojos como esmeraldas que Karuth había encontrado una vez, erróneamente, tan humanos, se mostraban ahora mortíferos, fríos e hirientes. Y, en la mano izquierda de Tarod, brillaba la gema de un anillo, enorme y clara, con los siete rayos cegadores de una estrella. El Caos —el verdadero Caos y no un mero reflejo— hacía acto de presencia en el mundo de los mortales.

Karuth no supo cómo ni cuándo sucedió, pero se encontró de rodillas, aferrada al respaldo de la silla que tenía delante. En la sala, otros adeptos reaccionaban a medida que la conmoción ante la manifestación de Tarod se extendía en forma de aplastante asalto psíquico. Tirand se había puesto en pie, la Matriarca también. Se oían voces inseguras —Karuth escuchó más de un grito involuntario de «¡Yandros!»— y durante unos segundos pareció que la asamblea iba a ser víctima de la histeria y de la anarquía. Pero entonces Tarod habló. Su voz sonó tranquila, contenida, sin ceremonias, pero todos los oídos en la sala escucharon con claridad. Sencillamente dijo:

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