La química secreta de los encuentros (16 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

BOOK: La química secreta de los encuentros
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—¿Y no hay más que un solo lucernario en todo Londres? Resulta que puedo presentarle algunos en Estambul cuando quiera, los hay incluso con cruce a la calle.

—¡Es el único lucernario en la casa donde vivo! Mi casa, mi calle, mi barrio, no tengo ningunas ganas de irme de allí.

—No lo entiendo. Hace sus negocios en Londres, entonces ¿por qué quiere contraatacarme en Estambul?

—Para que encuentre un hombre inteligente, sincero y soltero en la medida de lo posible, que sea capaz de seducir a la mujer de la que le he hablado. Si se enamora, tendrá motivos de sobra para quedarse aquí y, según el acuerdo que hemos hecho ella y yo, haré de su piso mi estudio. ¿Lo ve? No es tan complicado.

—Es totalmente
retorticero
, quiere decir.

—¿Cree que podría conseguir té, pan y huevos revueltos, o tengo que ir a buscar mi desayuno a Londres?

Can se volvió para intercambiar unas palabras con el camarero.

—Ésta es la última vez que lo coopero como favor —añadió el guía—. ¿Su víctima es la mujer que estaba con usted ayer noche cuando nos echamos en el bar?

—¡Ya estamos usando palabras mayores! No es víctima de nadie, todo lo contrario, estoy convencido de hacerle un gran favor a esa muchacha.

—¿Manipulando su vida? La quiere tirar a los brazos de un hombre que debo encontrar para usted a cambio de dinero; si ésa es su
decinifión
de honestidad, entonces me siento obligado de pedirle un aumento en la sustancia de mis honorarios, y el pago antepuesto de ellos, pues habrá, es incontestable, necesariamente gastos para traerle al candidato idílico.

—Ah, ¿sí? ¿Qué clase de gastos?

—¡Pues gastos! Ahora, por favor, notifíqueme los gustos de esa mujer.

—Buena pregunta. Si habla de su tipo de hombre, todavía lo ignoro, voy a intentar informarme más; entretanto, y para no perder tiempo, no tiene más que imaginarse a alguien que sea todo lo contrario a mí. Hablemos ahora de sus emolumentos para que pueda decidir si lo contrato o no.

Can miró durante un buen rato a Daldry.

—Lo siento, yo no hago monumentos.

—Es peor de lo que me temía —suspiró Daldry—. Hablo de sus honorarios.

Can observó a Daldry de nuevo. Sacó un lápiz del bolsillo interior de su americana, rasgó un trozo del mantel de papel, garabateó una cifra y deslizó el papel hacia Daldry. Este último observó la suma y apartó el papel hacia Can.

—Es carísimo.

—Lo que pide está dentro de lo anormal.

—¡No exageremos!

—Usted me ha dicho que no se siente atractivo con el dinero, pero regatea como un
tiendero
.

Daldry cogió de nuevo el trozo de papel, volvió a mirar la suma escrita, refunfuñó deslizándolo en su bolsillo y le tendió la mano a Can.

—Bueno, de acuerdo, trato hecho, pero no le pagaré sus gastos hasta que hayamos obtenido resultados.

—A lo trato, pecho —dijo Can estrechando la mano de Daldry—. Le encontraré a ese hombre provincial en el momento preciso; porque, si he entendido bien su muy complicadora idea, tiene que conocer a otras personas antes de que la predicción se cumpla.

El camarero llevó por fin el desayuno que esperaba Daldry.

—Es exactamente eso —dijo deleitándose con los huevos revueltos—. Queda contratado. Le presentaré hoy mismo a esa joven en calidad de intérprete.

—Ése es el título que
aromiza
con mi personalidad —dijo Can sonriendo ampliamente.

Can se levantó y se despidió de Daldry, pero, antes de salir, se volvió.

—Es posible que vaya a pagarme por nada —dijo el guía—, es posible que esa vidente tenga poderes extraordinariamente
clariboyantes
, y que acometa un error negándose a creerlo.

—¿Por qué me dice eso?

—Porque yo soy un hombre que practica la honradez. ¿Quién le dice que no soy la segunda de las seis personas de las que le habló la vidente a esa muchacha? Después de todo, ¿no es el destino quien ha decidido que nuestras carreteras se cruzaran?

Y Can se fue.

Pensativo, Daldry lo siguió con la mirada, hasta que Can cruzó la calle y se subió a un tranvía. Luego apartó su plato, le pidió la cuenta al camarero, pagó la nota y salió de la pastelería Lebon.

Había decidido volver a pie. De regreso al hotel, vio a Alice sentada en el bar, leyendo un periódico en inglés. Se acercó a ella.

—Pero ¿dónde estaba? —le preguntó al verlo—. Le he hecho llamar a su habitación y no me respondía; el conserje ha acabado reconociendo que había salido. Me podría haber dejado un mensaje, me tenía preocupada.

—Es encantador por su parte, pero sólo he ido a dar un paseo. Tenía ganas de tomar el aire y no quería despertarla.

—Esta noche casi no he dormido. Pídase algo, tengo que hablar con usted —le dijo Alice con tono decidido.

—Qué oportuno, tengo sed y yo también tengo algo que decirle —respondió Daldry.

—Entonces, usted primero —dijo Alice.

—No, empiece usted, ah, bueno, de acuerdo, yo empiezo. He pensado en su propuesta de ayer y he aceptado contratar a ese guía.

—Yo le había propuesto justo lo contrario —respondió Alice.

—Ay, qué extraño, debí de entenderlo mal. Da igual, en efecto, ganaremos un tiempo precioso. Me he dicho que frecuentar el campo en esta época sería ridículo, ya que la estación no es la propicia para las flores. Un guía podría conducirnos fácilmente a los mejores artesanos perfumistas de la ciudad. Sus obras podrían inspirarla, ¿qué le parece?

Alice, perpleja, se sintió en deuda con los esfuerzos que hacía Daldry.

—Sí, desde ese punto de vista es una buena manera.

—Estoy encantado de que le agrade. Voy a pedirle al conserje que nos concierte una cita con él a mediodía. Ahora es su turno; ¿de qué me quería hablar?

—De nada importante —dijo Alice.

—¿La cama no le deja dormir? Mi colchón me ha parecido demasiado blando, tengo la impresión de hundirme en una pella de mantequilla. Puedo pedir que le cambien de habitación.

—No, la cama no tiene nada que ver.

—¿Ha tenido una nueva pesadilla?

—Tampoco —mintió Alice—. El cambio de aires, probablemente; acabaré acostumbrándome.

—Debería ir a descansar, espero empezar a visitar perfumistas esta misma tarde, necesitará estar en forma.

Pero Alice tenía en la cabeza otras cosas que no eran irse a descansar. Le preguntó a Daldry si, mientras esperaba a su guía, veía algún inconveniente en volver a la callejuela por la que habían ido la víspera.

—No estoy seguro de poder encontrarla de nuevo —dijo Daldry—, pero siempre podemos intentarlo.

Alice se acordaba perfectamente del camino. Una vez que salieron del hotel, guió a Daldry sin titubear.

—Ya estamos —dijo al ver el
konak
[4]
cuyo voladizo colgaba peligrosamente por encima de la calzada.

—Cuando era niño —dijo Daldry—, me pasaba horas mirando las fachadas de las casas, soñando con lo que podía pasar detrás de sus paredes. No sé por qué, pero la vida de los demás me fascinaba, habría querido saber si se parecía a la mía o si era diferente. Intentaba imaginarme el día a día de los niños de mi edad, cómo jugaban y sembraban el caos en esas casas que se convertirían con los años en el centro de su mundo. Por la noche, al mirar las ventanas iluminadas, me inventaba grandes cenas, veladas de fiesta. Este
konak
debe de llevar mucho tiempo abandonado para encontrarse en semejante estado de deterioro. ¿Qué habrá sido de sus habitantes? ¿Por qué lo abandonaron?

—Jugábamos casi a lo mismo —dijo Alice—. Recuerdo que, en el edificio que había enfrente de la casa donde crecí, vivía una pareja a la que espiaba desde la ventana de mi habitación. El hombre volvía invariablemente a las seis, cuando empezaba con mis deberes. Lo veía en su salón quitarse el abrigo y el sombrero, y repantigarse en un sillón. Su mujer le llevaba una bebida, y se iba con el abrigo y el sombrero del hombre. Él desdoblaba el periódico y lo leía. Solía demorarse un poco en su lectura cuando lo llamaban a cenar. Cuando yo volvía a mi cuarto, las cortinas del piso de enfrente estaban echadas. Odiaba a ese tipo que obligaba a su mujer a servirle sin dirigirle ni palabra. Un día, mi madre y yo dábamos un paseo, y lo vi caminar hacia nosotras. Cuanto más se acercaba, más se me aceleraba el corazón. El hombre redujo la velocidad para saludarnos. Me dedicó una gran sonrisa, una sonrisa que quería decir: «Tú eres la chiquilla descarada que me espía desde la ventana de su cuarto, ¿te creías que no me había dado cuenta de tus tejemanejes?» Estaba segura de que iba a irse de la lengua y tuve todavía más miedo. Por eso lo ignoré, ni una sonrisa ni un hola, y tiré a mi madre de la mano. Ella me reprochó mi mala educación. Le pregunté si conocía a ese hombre, me respondió que era tan desconsiderada como distraída; el hombre en cuestión regentaba la tienda de ultramarinos que había en la esquina de la calle donde vivíamos. Yo pasaba por delante de la tienda todos los días, había llegado a entrar, pero era una joven quien servía en el mostrador. Era su hija, me informó mi madre; trabajaba con su padre y lo cuidaba desde que se había quedado viudo. Mi amor propio quedó muy herido, me tenía por la reina de las observadoras…

—Cuando la imaginación se compara con la realidad, a veces hace daño —dijo Daldry al acercarse a la callecita—. Durante mucho tiempo he creído que la joven sirvienta que trabajaba para mis padres estaba colada por mí, estaba seguro de tener pruebas de ello. Bueno, pues estaba enamorada de mi hermana mayor. Mi hermana escribía poemas, la sirvienta los leía a escondidas. Se amaban locamente con la mayor discreción. La sirvienta aparentaba quedarse extasiada conmigo para que mi madre no descubriera nada de ese idilio inconfesable.

—¿A su hermana le gustan las mujeres?

—Sí, y sin pretender ofender la moral de las mentes estrechas, es mucho más honorable que no amar a nadie. ¿Y si nos fuésemos ahora a inspeccionar esa misteriosa callejuela? Es para lo que estamos aquí, ¿no es así?

Alice abrió la marcha. El viejo
konak
de madera ennegrecida parecía acechar silenciosamente a los intrusos, pero, al final de la calle, no había ninguna escalera y nada se parecía a la pesadilla de Alice.

—Lo siento —dijo—, le he hecho perder el tiempo.

—En absoluto, este pequeño paseo me ha abierto el apetito, y además he visto abajo en la avenida una cafetería que parecía mucho más auténtica que el comedor del hotel. No tiene nada contra lo auténtico, ¿verdad?

—No, todo lo contrario —dijo Alice cogiendo a Daldry del brazo.

El café estaba abarrotado, la nube de humo de los cigarrillos, que flotaba en el aire, era tan densa que apenas se lograba entrever el final del local. Daldry vio, no obstante, una mesita; arrastró a Alice hasta ella abriéndose paso entre los clientes. Alice se instaló en el asiento y, durante toda la comida, continuaron hablando de su infancia. Daldry era descendiente de una familia burguesa en la que había crecido entre un hermano y una hermana; Alice era hija única, y sus padres, de un entorno más humilde. Su juventud había estado marcada por una cierta soledad, una soledad que no dependía ni del amor recibido ni del que echaba en falta, sino de sí misma. A ambos les había gustado la lluvia, pero odiaban el invierno, ambos habían soñado en sus pupitres, habían conocido el primer amor en verano y habían tenido la primera ruptura a comienzos de otoño. Él había odiado a su padre, ella había idolatrado al suyo. Ese mes de enero de 1951, Alice le dio a probar a Daldry su primer café turco. Él escudriñó el fondo de su taza.

—Aquí hay costumbre de leer el futuro en los posos del café, me pregunto qué le contaría el suyo.

—Podríamos ir a consultar a una lectora de posos de café. Veríamos si sus predicciones corroboran las de la vidente de Brighton —respondió Alice, pensativa.

Daldry miró su reloj.

—Sería interesante. Pero más tarde. Ya es hora de volver al hotel, tenemos una cita con nuestro guía.

• • •

Can los esperaba en el vestíbulo. Daldry se lo presentó a Alice.

—¡Usted es, señora, todavía más admirable de cerca que de lejos! —exclamó Can, tras inclinarse y hacerle, sonrojado, un besamanos.

—Es realmente amable por su parte, imagino que es preferible que sea así, ¿verdad? —preguntó volviéndose hacia Daldry.

—Desde luego —respondió éste, irritado por la familiaridad de la que daba muestras Can.

Sin embargo, a juzgar por el color púrpura que habían adquirido sus mejillas, el cumplido del guía había sido completamente espontáneo.

—Le presento mi perdón de inmediato —dijo Can—. No quería molestarla en absoluto, simplemente que es inevitablemente más bella a la luz del día.

—Creo que hemos comprendido la idea —dijo Daldry secamente—, ¿podemos pasar a otra cosa?

—Absolutistamente, excelencia —respondió Can farfullando cada vez más.

—Daldry me ha dicho que es usted el mejor guía de Estambul —añadió Alice para relajar la atmósfera.

—Literalmente —respondió Can—. Y estoy a su total disposición.

—¿Y también el mejor intérprete?

—Eso incluso también —respondió Can, cuyo rostro viraba al escarlata.

Y Alice rompió a reír.

—Al menos, no nos vamos a aburrir, me parece usted extremadamente simpático —dijo cuando el ataque de risa se le pasó—. Venga, vamos a sentarnos en el bar para conversar sobre lo que nos trae a los tres aquí.

Can precedió a Daldry, quien lo riñó con la mirada.

—Puedo presentarle a todos los perfumistas de Estambul. No son muy numerosos, pero son muy altos para su especialidad —afirmó Can después de haber escuchado durante largo rato a Alice—. Si se quedan en Estambul hasta principios de primavera, les llevaré al campo; tenemos rosales salvajes absolutistamente espléndidos, colinas llenas hasta los topes de higueras, tilos, ciclámenes, jazmines…

—No creo que estemos aquí tanto tiempo —dijo Alice.

—No diga eso, ¿quién sabe lo que le dispara el futuro? —respondió Can, quien recibió de inmediato un puntapié de Daldry por debajo de la mesa.

Se sobresaltó y se volvió hacia Daldry mirándolo con ira.

—Necesito esta tarde para organizar estos preliminares —dijo Can—; voy a realizarme con unas llamadas telefónicas y podré venir a buscarlos mañana por la mañana aquí mismo.

Alice estaba nerviosa como una niña en Nochebuena. La idea de conocer a sus colegas turcos, de poder estudiar sus trabajos, le encantaba, y se le habían quitado las ganas de renunciar a ese viaje.

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