Alice le dirigió una mirada afligida a Daldry y se fue con Can, que se mantenía al margen.
Bajaron las callejuelas escarpadas hasta la parte baja de Cihangir. Daldry paró un taxi y les preguntó a Can y a Alice si se unían a él o si preferían coger otro coche. Se instaló en el asiento trasero sin preguntar y no le dejó otra opción a Can que tomar asiento al lado del taxista.
Can le comunicó una dirección en turco y no se volvió en todo el trayecto.
• • •
Las gaviotas inmóviles holgazaneaban en las barandillas de los muelles.
—Vamos allá —dijo Can señalando una barraca de madera en la punta del embarcadero.
—No veo restaurante alguno —protestó Daldry.
—Porque no sabe mirar bien —respondió Can cortésmente—, no es lugar para turistas. No es un sitio de lujo, pero van a disfrutar.
—¿Y no tendría, por casualidad, algo tan prometedor como ese garito pero que tuviera un poco más de encanto?
Daldry señaló las grandes casas cuyos cimientos se hundían en el Bósforo. La mirada de Alice se paralizó en una de esas residencias, cuya fachada blanca se distinguía de la de las demás.
—¿Ha tenido una nueva aparición? —preguntó Daldry en tono burlón—. Con la cara que ha puesto…
—Le he mentido —balbuceó Alice—. La otra noche tuve una pesadilla todavía más realista que las anteriores y, en esa pesadilla, vi una casa semejante a ésta.
Apretando los dientes, Alice clavaba la mirada en el edificio blanco. Can no comprendía lo que parecía inquietar de pronto a su cliente.
—Son
yalis
—dijo el guía con voz tranquila—, viviendas vacacionales, vestigios del esplendor del Imperio otomano. Eran muy apreciadas en el siglo XIX. Ahora lo son menos, los propietarios están hechos una ruina con los gastos de calefacción en invierno; la mayor parte de ellas necesitarían ser
rebilitadas
.
Daldry cogió a Alice por los hombros y la obligó a mirar hacia el Bósforo.
—No veo más que dos posibilidades. O sus padres alargaron su único viaje más allá de Niza y era demasiado joven para recordar lo que le dijeron sobre ello, o poseían un libro sobre Estambul que leyó en su infancia y que ha olvidado. Las dos posibilidades, por cierto, no son incompatibles.
Alice no recordaba que ni su madre ni su padre le hubiesen hablado de Estambul y, por más que revisitase en su memoria todas las habitaciones del piso de sus padres —su habitación y su cama grande con la manta gris; la mesilla de noche de su padre, donde había una funda de gafas de cuero con un despertador pequeño; la de su madre, con una foto de ella, prisionera desde sus cinco años en un marco de plata; el baúl al pie de la cama; la alfombra de rayas rojas y marrones; el comedor, su mesa de caoba y sus seis sillas a juego; el aparador donde se encontraba la vajilla de porcelana preciosamente guardada para los días de fiesta, pero en la que no se servía nunca; el Chesterfield donde la familia se instalaba para escuchar el folletín radiofónico de la tarde; la pequeña biblioteca; los libros que leía su madre…—, nada de todo eso tenía relación alguna con Estambul.
—Si sus padres entraron en Turquía —sugirió Can—, tal vez haya rastros de su paso ante las autoridades concernidas. Mañana el consulado británico organiza una ceremonia de gallas, su embajador vuelve especialmente de Ankara para recibir a una larga delegación militar y a otros tantos oficiales de mi gobierno —anunció Can con orgullo.
—¿Y cómo se ha enterado usted de este evento? —preguntó Daldry.
—Porque, evidentemente, ¡soy el mejor guía de Estambul! Bueno, es cierto que por un artículo en el periódico esta mañana. Y, como también soy el mejor intérprete de la ciudad, he sido
inviclutado
para la ceremonia.
—¿Nos está anunciando que tendremos que prescindir de sus servicios mañana por la noche? —preguntó Daldry.
—Les iba a proponer invitarles a esa siesta.
—No se pavonee, el cónsul no va a invitar a todos los ingleses que residan en Estambul en este momento —replicó Daldry.
—No sé lo que quiere decir pavonearse, pero voy a estudiar esa palabra. Mientras tanto, la joven secretaria que se ocupa de la lista de invitados se dará el gusto de hacerme el favor de inscribir sus nombres, no puede negarle nada a Can… Les haré llegar unos salvoconductos a su hotel.
—Es usted un tipo extraño, Can —dijo Daldry—. Después de todo, si eso le complace —prosiguió volviéndose hacia Alice—, podríamos presentarnos ante el embajador y pedirle la ayuda de los servicios consulares. ¿De qué sirve nuestra Administración si ni siquiera podemos pedirle que nos eche una manita cuando la necesitamos? Bueno, ¿qué le parece?
—Tengo que saberlo a ciencia cierta —suspiró Alice—, quiero comprender por qué esas pesadillas son tan realistas.
—Le prometo hacer lo que sea por arrojar luz sobre este misterio, pero después de haber tomado algo; si no, será usted quien pronto tendrá que ocuparse de mí, estoy al borde de un síncope y tengo una sed espantosa.
Can señaló con el dedo el restaurante de pescadores que había al cabo del embarcadero. Luego se alejó y fue a sentarse en un pilote.
—Que aproveche —dijo, con los brazos cruzados, con tono de indiferencia—, les espero aquí, sin moverme de este muelle.
La mirada incendiaria que le lanzó Alice no se le escapó a Daldry, quien dio un paso hacia Can.
—Pero ¿qué hace sentado en esa cosa? ¿No creerá que vamos a dejarlo aquí solo con este frío?
—No quiero importunarles —respondió el guía— y me pido la cuenta de que les incordio. Váyanse a comer, estoy acostumbrado a los inviernos de Estambul y también a la lluvia.
—Ay, ¡deje de refunfuñar! —protestó Daldry—. Y, puesto que es un restaurante local, ¿cómo voy a hacerme comprender sin tener a mi lado al mejor intérprete de la ciudad?
Can se quedó encantado con el cumplido y aceptó la invitación.
La comida y la generosidad con que los recibieron superaron todas las expectativas de Daldry. Con el café, de repente pareció como si le hubiera dado un ataque de melancolía, lo que sorprendió a Can y a Alice. Alcohol mediante, acabó confesando que se sentía terriblemente culpable de haber albergado algunos prejuicios sobre ese establecimiento. Se podía servir una cocina sencilla y excelente entre modestas paredes, dijo, y, bebiéndose un cuarto raki, dejó escapar largos suspiros.
—Es la emoción —dijo—. Esa salsa que acompañaba mi pescado, la delicadeza de ese postre, del que, por cierto, voy a tomar más, todo era simple y llanamente conmovedor. Se lo ruego —continuó con voz lastimera—, preséntele mis sinceras excusas al patrón y, sobre todo, prométame que nos hará descubrir cuanto antes otros lugares como éste. Esta misma noche, ¿le parece?
Daldry alzó la mano al pasar el camarero para que volviese a llenar su vaso.
—Creo que ha bebido suficiente, Daldry —dijo Alice, y lo obligó a dejar el vaso.
—Reconozco que este raki se me ha subido un poco a la cabeza. Pero es porque estaba en ayunas cuando hemos entrado y tenía una sed terrible.
—Aprenda entonces a quitársela con agua —sugirió Alice.
—Está loca, ¿quiere que me oxide?
Alice le hizo una señal a Can para que la ayudara. Cogieron a Daldry, cada uno de un brazo, y lo escoltaron hacia la salida. Can se despidió del dueño, a quien le divertía el estado en el que se encontraba su cliente.
A Daldry se le subió el aire fresco a la cabeza. Se sentó en un pilote y, mientras Can esperaba un taxi, Alice se quedó cerca de él, velando por que no se cayese al agua.
—Puede que una siestecita me siente bien —resopló Daldry mirando hacia alta mar.
—Creo que es obligatoria —respondió Alice—. Suponía que iba a ser mi carabina, y no lo contrario.
—Le pido disculpas —gimoteó Daldry—. Se lo prometo: mañana, ni una gota de alcohol.
—Más le vale mantener esa promesa —respondió Alice con voz severa.
Can había conseguido parar un
dolmuş
. Regresó a donde estaba Alice, la ayudó a acomodar a Daldry en el asiento trasero y se sentó delante.
—Vamos a acampar a su amigo al portal del hotel y luego iré al consulado a ocuparme de sus invitaciones. Se las dejaré al
conserjo
en un encima —dijo mirando a Alice por el espejo de cortesía del parasol, que había bajado.
—Acompañar a su amigo hasta la puerta de su hotel y dejárselas al conserje en un sobre… —dijo Alice suspirando.
—Me imaginaba que había formulado mal la frase, pero en qué palabras, eso es justamente lo que no lo sabía. Gracias por haberme corregido, no volveré a acometer nunca ese error —dijo Can volviendo a subir el parasol.
Daldry, que se había quedado dormido por el camino, apenas se despertó cuando Alice y el portero lo ayudaron a llegar a su habitación y lo tumbaron en la cama. Volvió en sí unas horas más tarde. Llamó a Alice a su habitación y, como ésta no respondió, preguntó en recepción para saber dónde se encontraba y le informaron de que había salido. Consternado por su propia conducta, deslizó una nota por debajo de la puerta de Alice en la que se disculpaba por su falta de moderación y le decía que prefería no cenar.
Alice había aprovechado su tarde a solas para pasearse por el barrio de Beyolu. El portero del hotel le había recomendado visitar la torre de Gálata y le había indicado el itinerario para ir a pie. Se dio una vuelta por las tiendas de la calle Isklital, compró algunos recuerdos para sus amigos y, aterida del frío que arreciaba en la ciudad, acabó refugiándose en un pequeño restaurante donde se quedó a cenar.
De vuelta en su habitación a primera hora de la noche, se instaló en la mesa para escribir y redactó una carta dirigida a Anton.
Anton:
Esta mañana he conocido a un hombre que ejerce mi oficio, pero con mucho más talento que yo. Cuando vuelva a Londres, te describiré la originalidad de sus investigaciones. A menudo me quejo del frío que reina en mi apartamento y, si hubieses estado presente en el taller de ese perfumista, me habrías dicho que no lo hiciera nunca más. Al volver a los altos de Cihangir, he descubierto un aspecto muy distinto de una ciudad que creía haber comprendido desde la ventana de mi habitación. Al alejarnos del centro, donde los edificios nuevos se parecen a los que se construyen sobre las ruinas de Londres, se descubre una pobreza insospechada. Hoy me he cruzado en las callejuelas angostas de Cihangir con unos niños que desafiaban el frío del invierno con los pies descalzos; a unos vendedores callejeros de rostros tristes a quienes la lluvia golpeaba en los muelles del Bósforo; a unas mujeres que, para vender sus baratijas, arengan a las largas colas de estambulitas en los embarcaderos donde atracan los barcos de vapor. Y, por extraño que eso parezca, en medio de esa tristeza he sentido una inmensa ternura, un apego a esos lugares que me son extraños, una soledad desconcertante al cruzar plazas donde agonizan antiguas iglesias. He subido por repechos cuyos escalones están gastados por el uso. En los altos de Cihangir, las fachadas de las casas están en su mayoría deterioradas, incluso los gatos errantes parecen tristes, y esa tristeza se apodera de mí. ¿Por qué esta ciudad hace nacer en mí semejante melancolía? La siento apoderarse de mí en cuanto salgo a la calle, y no me abandona hasta la noche. Pero no hagas caso a lo que escribo. Los cafés y los pequeños restaurantes rebosan vida, la ciudad es hermosa y ni el polvo ni la suciedad consiguen atenuar su grandeza. La gente de aquí es acogedora y generosa, y me siento tontamente conmovida, lo admito, por la nostalgia de una herencia que se desmorona.
Esta tarde, paseando cerca de la torre de Gálata, he visto detrás de una verja de hierro forjado un pequeño cementerio silencioso en medio de un barrio. Miraba las tumbas de lápidas irregulares y no sabría decirte por qué, pero he tenido la sensación de pertenecer a esta tierra. Cada hora que paso aquí hace crecer en mí un amor desbordante.
Anton, perdona estas palabras inconexas que no deben de tener ningún sentido para ti. Cierro los ojos y oigo el eco de tu trompeta en la tarde de Estambul, oigo tu aliento, te adivino tocando, muy lejos, en un bar de Londres. Me gustaría saber algo de Sam, de Eddy y de Carol, os echo de menos a los cuatro, espero que también me echéis un poco de menos a mí.
Un beso con la vista puesta en los tejados de una ciudad que amarías apasionadamente, estoy segura de ello.
ALICE
A las diez de la mañana llamaron a la puerta de Alice. A pesar de que, a voz en grito, les dijo que estaba en la ducha, insistieron. Alice se puso un albornoz y vio por el espejo de la puerta del baño la silueta de una gobernanta que se marchaba. Encontró sobre su cama una funda de ropa, una caja de zapatos y una sombrerera. Intrigada, descubrió en la funda un vestido de noche, un par de escarpines en la caja de zapatos y, en la sombrerera redonda, un sombrero de fieltro precioso así como una notita manuscrita de Daldry:
Hasta esta noche, la espero en el vestíbulo a las seis.
Maravillada, Alice dejó caer el albornoz a sus pies y no pudo aguantar durante mucho tiempo las ganas de hacer un ensayo improvisado.
El vestido resaltaba su cintura y se ensanchaba luego en una amplia y larga falda. Desde la guerra, Alice no había visto un vestido confeccionado con tanta tela. Al girar sobre sí misma, tenía la impresión de ahuyentar esos años en los que le había faltado de todo. De olvidar las faldas tiesas y las chaquetas apretadas. El vestido que llevaba dejaba al aire sus hombros, le afinaba la cintura, redondeaba sus caderas y acrecentaba el misterio de sus piernas.
Se sentó en la cama para ponerse los escarpines y, cuando estuvo subida en ellos, se sintió altísima. Se puso la chaquetilla, ajustó el sombrero y abrió la puerta del armario para mirarse en el espejo. No creyó lo que veían sus ojos.
Colgaba cuidadosamente sus cosas a la espera de que llegara la noche cuando recibió una llamada del conserje. Un botones la esperaba para acompañarla a la peluquería, que se encontraba un poco más abajo en la misma avenida.
—Se ha debido de equivocar de habitación —dijo ella—, yo no he pedido ninguna cita.
—Señorita Pendelbury, le confirmo que la esperan en Guido dentro de veinte minutos. Cuando la hayan peinado, el salón nos llamará y volveremos a buscarla. Le deseo un magnífico día, señorita.
El conserje había colgado, al contrario que Alice, que miraba el auricular como si se tratase de una lámpara de Aladino de la que fuera a surgir un genio pícaro.