Esa misma tarde, Alice le confió a Daldry que tal vez era el momento de pensar en volver a Londres.
—¿Quiere abandonar?
—Nos hemos equivocado de estación, querido Daldry. Tendríamos que haber esperado a que la vegetación floreciese para emprender nuestro viaje. Y si quiero poder reembolsarle algún día todos los gastos que ha invertido, más vale que vuelva a mi mesa de trabajo cuanto antes. He hecho, gracias a usted, un viaje extraordinario y volveré con la cabeza llena de ideas nuevas, pero ahora es necesario que las plasme.
—No son sus perfumes lo que nos ha traído hasta aquí, lo sabe muy bien.
—No sé lo que me ha conducido aquí, Daldry. ¿Las predicciones de una vidente? ¿Mis pesadillas? ¿Su insistencia y la oportunidad de escapar de mi vida durante un tiempo? He querido creer que mis padres habían estado en Estambul; la impresión de andar tras sus pasos me acercaba a ellos, pero no tenemos ninguna noticia del cónsul. Tengo que madurar, Daldry, aunque me resista con todas mis fuerzas a esa necesidad, y usted también debería hacerlo.
—No estoy de acuerdo. Reconozco que tal vez hayamos sobrevalorado la pista del cónsul, pero piense en esa vida que le prometió la vidente, en ese hombre que la espera al final del camino. Y yo le he hecho la promesa de llevarla hasta él, o al menos hasta el segundo eslabón de la cadena. Soy un hombre de palabra y mantengo mis promesas. Ni hablar de bajar los brazos frente a la adversidad. No hemos perdido el tiempo, más bien al contrario. Ha tenido nuevas ideas y otras más que se le ocurrirán, estoy seguro. Y, además, tarde o temprano acabaremos por encontrar esa segunda persona que nos llevará a la tercera y así sucesivamente…
—Daldry, seamos razonables, no le pido volver mañana mismo, sino empezar a pensar en ello.
—Está todo pensado, pero, puesto que me lo pide, pensaré en ello de nuevo.
La llegada de Can puso fin a su conversación. Era el momento de volver al hotel, su guía los llevaría esa misma noche al teatro a ver un ballet.
Y día tras día, yendo de iglesias a sinagogas, de sinagogas a mezquitas, de los antiguos cementerios silenciosos a las calles animadas, de los salones de té a los restaurantes donde cenaban cada noche, donde cada uno desvelaba por turnos un poco de su historia y algunas confidencias sobre su pasado, Daldry se reconciliaba cada vez más con Can. Se estableció una complicidad entre ellos en torno a un pícaro proyecto del que uno era el autor y el otro, a partir de ese momento, fue el cómplice.
El lunes siguiente, el conserje del hotel llamó a Alice, que volvía de un día muy apretado. Una estafeta consular había llevado a última hora de la mañana un telegrama a su nombre.
Alice lo cogió rápidamente y miró a Daldry, ansiosa.
—Bueno, venga, ábralo —le suplicó.
—Aquí no, vayamos al bar.
Se instalaron en una mesa al fondo de la sala y, con un gesto de la mano, Daldry despidió al camarero, que se acercaba para tomar nota.
—¿Y bien? —dijo lleno de impaciencia.
Alice despegó el doblez del telegrama, leyó las pocas líneas que se encontraban en él y dejó el sobre encima de la mesa.
Daldry miraba a ratos a su vecina y a ratos el telegrama.
—Si leyera el contenido sin su autorización, resultaría indecoroso por mi parte, pero hacerme esperar un segundo más sería cruel por la suya.
—¿Qué hora es? —preguntó Alice.
—Las cinco de la tarde —respondió Daldry exasperado—, ¿por qué?
—Porque el cónsul de Inglaterra no va a tardar en llegar.
—¿El cónsul viene aquí?
—Es lo que anuncia en su mensaje; tendrá noticias que comunicarme.
—Bueno, pues, en ese caso, dado que la ha citado a usted —dijo Daldry—, no me queda más remedio que dejarles.
Daldry hizo como si fuese a levantarse, pero Alice le puso una mano sobre el brazo para invitarle a sentarse; no tuvo que insistir mucho.
El cónsul estaba en el vestíbulo del hotel. Vio a Alice y fue a su encuentro.
—Ha recibido mi sobre a tiempo —dijo quitándose el abrigo.
Se lo confió junto con su sombrero al camarero y tomó asiento en un sillón club entre Alice y Daldry.
—¿Quiere beber algo? —preguntó Daldry.
El cónsul miró su reloj y aceptó con mucho gusto un bourbon.
—Tengo una cita justo al lado dentro de media hora. El consulado no está muy lejos y, como tenía novedades para usted, me he dicho que era tan simple como dárselas en persona.
—Le estoy muy agradecida —dijo Alice.
—Como presentía, no he obtenido ninguna información de nuestros amigos turcos. No vean en ello mala voluntad por su parte, un amigo que trabaja en la Sublime Puerta, el equivalente a nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, me llamó anteayer para confirmarme que había emprendido todas las búsquedas posibles, pero que una solicitud de entrada en el territorio en tiempos del Imperio otomano… Duda incluso que la llegaran a archivar.
—Entonces, estamos en un callejón sin salida —dedujo Daldry.
—En absoluto —replicó el cónsul—. Le pedí por si acaso a uno de mis oficiales del servicio secreto que estudiase su asunto. Es un joven aprendiz, pero de una rara eficacia, y acaba de probarla una vez más. Se dijo que, con un poco de suerte, suerte para nosotros, evidentemente, uno de sus padres podría haber perdido su pasaporte en el transcurso de su estancia, o quizá se lo habrían robado. Estambul no es un remanso de paz hoy en día, pero la ciudad era todavía menos segura a principios de siglo. En resumen, si tal hubiera sido el caso, sus padres evidentemente se habrían dirigido a la embajada que ocupaba, antes de la revolución, la residencia actual del consulado.
—¿Y les robaron los pasaportes? —preguntó Daldry con más impaciencia que nunca.
—Tampoco —respondió el cónsul haciendo tintinear los hielos en su vaso—. Pero sí que se dirigieron a la embajada en el transcurso de su estancia, y es que sus padres se encontraban en Estambul no en 1909 o en 1910, como suponía, sino a partir de finales de 1913. Su padre estudiaba Farmacología y vino a completar unas investigaciones sobre las plantas medicinales que se encuentran en Asia. Sus padres fijaron su domicilio en un pequeño piso en el barrio de Beyolu. No lejos de aquí, por cierto.
—¿Cómo se enteró de todo eso? —preguntó Daldry.
—No necesito recordarles el caos en el que cayó el mundo en agosto de 1914, ni la desafortunada decisión que tomó el Imperio otomano en noviembre de ese mismo año, cuando se aliaron a las potencias centrales y, por tanto, a Alemania. Al ser sus padres súbditos de su majestad, se encontraban ipso facto tras las filas de lo que el imperio consideraba entonces como el enemigo. Presintiendo los riesgos que su mujer y él podían correr, su padre pensó en notificar su presencia en Estambul ante su embajada, no sin la esperanza de que los repatriaran. Por desgracia, en esos tiempos de guerra viajar no carecía de riesgos, sino al contrario: tuvieron que aguardar todavía mucho tiempo antes de volver a Inglaterra. Pero, y eso es lo que nos ha permitido recuperar su rastro, se pusieron bajo la protección de nuestros servicios para poder refugiarse en la embajada en todo momento si llegaban a temer por su vida. Como saben, las embajadas siguen siendo, en cualquier circunstancia, territorios inviolables.
Mientras le escuchaba hablar, Alice palidecía, su rostro estaba tan lívido que Daldry acabó preocupándose.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó cogiéndole la mano.
—¿Quiere que haga que llamen a un médico? —añadió en seguida el cónsul.
—No, no es nada —balbuceó—, prosiga, se lo ruego.
—En la primavera de 1916, la embajada de Inglaterra consiguió repatriar a un centenar de residentes haciéndolos embarcar secretamente a bordo de un carguero bajo pabellón español. España había permanecido neutral, el navío cruzó el estrecho de los Dardanelos y llegó sin contratiempos a Gibraltar. Allí hemos perdido el rastro de sus padres, pero su presencia atestigua que lograron volver a la madre patria sanos y salvos. Así que, señorita, a partir de ese momento sabe más que yo…
—¿Qué sucede, Alice? —preguntó Daldry—. Parece conmocionada.
—Es imposible —balbuceó.
Sus manos se habían echado a temblar.
—Señorita —añadió el cónsul casi ofendido—, le ruego que crea seriamente en las informaciones que acabo de desvelarle…
—Ya había nacido —dijo ella—, me encontraba necesariamente con ellos.
El cónsul miró a Alice circunspecto.
—Si usted lo dice, pero me sorprende, no tenemos ningún rastro de usted en los registros y borradores que hemos consultado. Tal vez su padre no había informado de su existencia a nuestros servicios.
—¿Su padre habría ido a buscar protección ante la embajada para su mujer y para él, y habría omitido informar de la presencia de su única hija? Me sorprendería mucho —intervino Daldry—. ¿Está seguro, señor cónsul, de que los niños aparecen en sus registros?
—Pero bueno, señor Daldry, ¿por quién nos toma? Somos un país civilizado. Por supuesto que los niños estaban inscritos con sus padres.
—Entonces —dijo Daldry volviéndose hacia Alice—, es posible que su padre haya decidido omitir voluntariamente su presencia por miedo a que esa repatriación se juzgase demasiado aventurada para un niño de corta edad.
—Desde luego que no —protestó vivamente el cónsul—. ¡Las mujeres y los niños primero! Tengo como prueba de ello que, entre las familias embarcadas a bordo de ese carguero español, había niños, y eran la prioridad.
—Entonces, no echemos a perder este momento preocupándonos por motivos que probablemente no se lo merezcan. Señor cónsul, no sé cómo agradecérselo, las informaciones que acaba de darnos superan con mucho nuestras expectativas…
—¿Y no me acordaría de algo? —murmuró Alice interrumpiendo a Daldry—. ¿No guardaría ni el más mínimo recuerdo?
—No quiero ser indiscreto y mucho menos grosero, pero ¿qué edad tenía, señorita Pendelbury?
—Cumplí cuatro años el 25 de marzo de 1915.
—Y, por tanto, tenía cinco a comienzos de la primavera de 1916. Les profeso el mayor de los cariños a mis padres, les estaré agradecido toda la vida por la educación y el amor que me dieron, pero sería incapaz de acordarme de nada que se remonte a tan temprana edad —dijo el cónsul dando unas palmaditas en la mano de Alice—. Bueno, espero haber cumplido con mi misión y satisfecho su solicitud. Si puedo serles de utilidad en cualquier otra cosa, no duden en venir a visitarme, ya saben dónde se encuentra nuestro consulado. Ahora debo dejarles, voy a llegar tarde.
—¿Recuerda su dirección?
—La anoté en un trozo de papel, imaginándome que me haría esa pregunta. Espere —dijo el cónsul rebuscando en el bolsillo interior de su chaqueta—, aquí está… Vivían muy cerca de aquí, en la antigua calle mayor de Pera, rebautizada calle de Isklital, y más exactamente en la segunda planta de ciudad Rumelia, está justo al lado de ese célebre pasaje de flores.
El cónsul besó la mano de Alice y se levantó.
—¿Tendría la gentileza —dijo dirigiéndose a Daldry— de acompañarme hasta la puerta del hotel? Tengo dos cositas que decirle, nada importante.
Daldry se levantó y siguió al cónsul, quien se ponía el abrigo. Cruzaron el vestíbulo; el cónsul se detuvo delante de la recepción y se dirigió a Daldry.
—Mientras hacía esas búsquedas para su amiga he buscado, por curiosidad, la presencia de un Finch en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
—¿Sí?
—Pues sí…, y el único empleado que responde al nombre de Finch es un aprendiz en la sección de correo; en ningún caso puede tratarse de su tío, ¿no es así?
—No lo creo, en efecto —respondió Daldry examinándose la punta de los zapatos.
—Eso es, en efecto, lo que me parecía a mí. Le deseo una agradable estancia en Estambul, señor Finch-Daldry —dijo el cónsul antes de cruzar precipitadamente la puerta giratoria.
Daldry se había reunido con Alice en el bar. Ésta se pasó media hora observando el piano negro de la esquina del salón sin decir ni una palabra.
—Si lo desea, podríamos echar un vistazo mañana al edificio de ciudad Rumelia —sugirió Daldry.
—¿Por qué nunca me hablaron de esa época?
—No tengo ni idea, Alice, ¿quizá querían protegerla? Tuvieron que vivir aquí momentos terriblemente angustiosos. Quizá fuesen para ellos recuerdos demasiado penosos para compartirlos. Mi padre participó en la Gran Guerra y nunca quiso hablar de ella.
—¿Y por qué no me inscribieron en la embajada?
—Quizá lo hicieran y el empleado responsable del censo de residentes británicos no haya cumplido correctamente con su trabajo. Dado el caos que se vivió en esa época, quizá estaba superado por los acontecimientos.
—Eso son muchos «quizá», ¿no le parece?
—Sí, pero ¿qué más puedo decirle? No estábamos allí.
—Sí, precisamente yo sí estaba.
—Investiguemos si quiere.
—¿Cómo?
—Preguntando entre el vecindario, ¿quién sabe si alguien se acordará de ellos?
—¿Casi cuarenta años después?
—Quizá la suerte nos dé un empujoncito. Ya que hemos contratado al mejor guía de Estambul, pidámosle que nos ayude. Los días por venir prometen ser apasionantes…
—¿Quiere recurrir a Can?
—¿Por qué no? Por cierto, no debería tardar. Después del espectáculo podríamos invitarlo a cenar.
—Ya no tengo ganas de salir, vayan sin mí.
—No es una noche para dejarla sola. Va a rumiar mil y una hipótesis, y todas le van a provocar insomnio. Vamos a ver ese ballet y en el transcurso de la cena hablaremos con Can.
—No tengo hambre y no sería una compañía muy agradable. Se lo aseguro, necesito un poco de soledad, tengo que reflexionar sobre todo esto.
—Alice, no quiero minimizar en absoluto el hecho de que sus descubrimientos son perturbadores, pero no cuestionan nada fundamental. A sus padres, por lo que usted me ha dicho, nunca les ha faltado amor hacia usted. Por razones que les pertenecen, nunca compartieron con usted su estancia aquí. No hay en ello nada que deba entristecerle, parece tan derrotada que me va a dar una depresión.
Alice miró a Daldry y le sonrió.
—Tiene razón —dijo—, pero no sería buena compañía esta noche. Vaya a ver el espectáculo con Can, háganse compañía y cenen algo, le prometo que no dejaré que el insomnio me estropee la noche. Un poco de descanso, y mañana decidiremos si jugar a los detectives.