—Ponte en mi lugar. Imagina que nos hubieses sorprendido a Daldry y a mí peleándonos por causa tuya, ¿no querrías saber por qué?
—No habría necesidad. Imagino que el señor Daldry me habría criticado otra vez, que usted habría salido en mi defensa y que él se lo habría reprochado una vez más. No es muy complicado, ya ve.
—¡Me vuelves loca!
—Y a mí es mi tía quien me vuelve loco por culpa de usted, así que ya estamos igual.
—De acuerdo, un toma y daca. No le digo nada a Daldry en mi próxima carta a propósito de tus giros, y tú me confiesas cómo ha empezado esa discusión.
—Eso es un chantaje, y usted me obliga a traicionar a mamá Can.
—Y yo, al no decirle nada a Daldry, traiciono mi independencia; ya ve, todavía estamos igual.
Can miró a Alice y le volvió a llenar el vaso.
—Beba primero —dijo sin dejar de mirarla.
Alice vació el vaso de un trago y lo volvió a dejar violentamente sobre la mesa.
—¡Te escucho!
—Creo que he encontrado a la señora Yilmaz —declaró Can.
Y, ante la mirada alelada de Alice, añadió:
—Su niñera… Sé dónde vive.
—¿Cómo la has encontrado?
—Can todavía es el mejor guía de Estambul, y eso es verdad para las dos orillas del Bósforo. Hace casi un mes que hago preguntas por aquí y por allá. Me he recorrido las calles de Üsküdar y he encontrado a alguien que la conocía. Se lo había dicho, Üsküdar es un sitio donde todo el mundo se conoce, o, digamos, un sitio donde todo el mundo conoce a alguien que conoce a alguien… Üsküdar es un pueblecito.
—¿Cuándo podremos ir a verla? —preguntó Alice ansiosa.
—Cuando llegue el momento, ¡y mamá Can no podrá saber nada!
—Pero ¡por qué se mete! ¿Y por qué no quería que me hablases de ello?
—Porque mi tía tiene teorías sobre cualquier cosa. Afirma que las cosas del pasado deben permanecer en el pasado, que nunca es bueno despertar nuevas historias. No se debe exhumar lo que el tiempo ha enterrado, asegura que le haría daño conduciéndola a casa de la señora Yilmaz.
—Pero ¿por qué? —preguntó Alice.
—Del porqué no tengo ni idea, quizá nos enteremos cuando vayamos. ¿Ahora tengo su promesa de que será paciente y que esperará sin decir nada a que organice esa visita?
Alice se lo prometió, y Can le suplicó que la dejara acompañarla a su casa mientras la borrachera aún se lo permitiese. Con el número de vasos de raki que se había soplado al hacerle esa confesión, era más que urgente ponerse en camino.
• • •
Al día siguiente por la tarde, al volver del taller de Cihangir, Alice fue a toda velocidad a su casa a cambiarse antes de empezar su turno de las siete.
La vida en el restaurante de mamá Can parecía haber retomado su curso normal. Su marido se afanaba en la cocina gritando en cuanto un plato estaba listo, y mamá Can vigilaba la mesa desde la caja. No la abandonaba más que para ir a saludar a los parroquianos, y desde allí designaba con una mirada las mesas en las que había que situar a la gente según la importancia que les concedía. Alice tomaba nota, zigzagueaba entre los clientes y la cocina, y el pinche lo hacía lo mejor que podía.
Hacia las nueve, cuando llegaba la «hora punta», mamá Can abandonó su taburete suspirando y se decidió a echarles una mano.
Mamá Can observaba discretamente a Alice, quien, por su parte, hacía grandes esfuerzos por no revelar nada del secreto que le había confiado Can.
Cuando el último cliente se hubo ido, mamá Can echó el cerrojo, empujó una silla y se instaló en una mesa sin quitarle los ojos de encima a Alice, quien, como cada noche, ponía las mesas para el día siguiente. Estaba quitando el mantel de la mesa vecina a la que ocupaba mamá Can cuando ésta le confiscó el trapo con el que daba brillo a la madera y le cogió la mano.
—Anda, ve a preparar un té con menta, querida, y vuelve con dos vasos.
La idea de respirar un poco no disgustaba a Alice. Volvió a la cocina y reapareció unos minutos más tarde. Mamá Can ordenó al pinche que cerrase el postigo del pasaplatos; Alice dejó su bandeja y se sentó enfrente de ella.
—¿Eres feliz aquí? —preguntó la dueña tras servir el té.
—Sí —respondió Alice, perpleja.
—Eres valiente —dijo mamá Can—, como yo cuando tenía tu edad, el trabajo nunca te ha dado miedo. Una situación extraña, si se piensa bien, la de nuestra familia contigo, ¿no te parece?
—¿Qué situación? —preguntó Alice.
—Por el día mi sobrino trabaja para ti y, por la noche, tú trabajas para su tía. Es casi un negocio familiar.
—Nunca lo había pensado así.
—¿Sabes? Mi marido no habla mucho, dice que no le da tiempo, que hablo por dos, al parecer. Pero te aprecia y te valora.
—Me siento conmovida, yo también os quiero a todos.
—Y la habitación que te alquilo, ¿te gusta?
—Me gusta la calma que reina en ella, la vista es magnífica y duermo muy bien.
—¿Y Can?
—¿Perdón?
—¿No has comprendido mi pregunta?
—Can es un guía formidable, seguramente el mejor de Estambul; con el paso de los días que hemos pasado juntos se ha convertido en un amigo.
—Hija mía, ya no son días lo que habéis pasado juntos, sino semanas y meses. ¿Eres consciente del tiempo que pasa contigo?
—¿Qué intenta decirme, mamá Can?
—Sólo te pido que tengas cuidado con él. ¿Sabes? Los flechazos no existen más que en los libros. En la vida real, los sentimientos se construyen tan lentamente como edificamos nuestro hogar, piedra a piedra. ¡O te crees que me volví loca de amor ante mi marido la primera vez que lo vi! Pero, después de cuarenta años de vida en común, quiero muchísimo a ese hombre. He aprendido a amar sus cualidades, a adaptarme a sus defectos, y cuando me enfado con él, como ayer por la noche, me aíslo y reflexiono.
—¿Y sobre qué reflexiona? —preguntó Alice, burlona.
—Me imagino una balanza, y en un platillo pongo lo que me gusta de él y en el otro lo que me enfada. Y, cuando miro la balanza, siempre la veo inclinada hacia el lado bueno. Es porque tengo la suerte de tener un marido con el que puedo contar. Can es mucho más inteligente que su tío y, a diferencia de éste, es más bien guapo.
—Mamá Can, nunca he querido seducir a su sobrino.
—Bien lo sé, pero es de él de quien te hablo. Estaría dispuesto a recorrer todo Estambul por ti, ¿o es que no lo ves?
—Lo siento, mamá Can, nunca había pensado que…
—También lo sé, trabajas tanto que no has tenido un minuto para pensarlo. ¿Por qué crees que te he prohibido venir aquí el domingo? Para que tu cabeza descanse un día a la semana y tu corazón encuentre una razón para latir. Pero ya veo que Can no te gusta; deberías dejarlo tranquilo. Ahora conoces el camino para ir a tu artesano de Cihangir. Vuelve a hacer buen tiempo, podrías ir allí sola.
—Se lo diré mañana mismo.
—No hace falta, no tienes más que decirle que no necesitas más sus servicios. Si realmente es el mejor guía de la ciudad, encontrará muy rápido nuevos clientes.
Alice clavó su mirada en los ojos de mamá Can.
—¿No quiere que trabaje más aquí?
—Yo no he dicho eso, no sé por qué lo has pensado. Te aprecio mucho, los clientes también, y estoy encantada de verte todas las noches; si ya no vinieras, creo que incluso me molestaría contigo. Conserva tu trabajo, la habitación donde duermes y donde la vista es hermosa, pasa tus días en Cihangir y todo irá para mejor.
—Entiendo, mamá Can, lo pensaré.
Alice se quitó su delantal, lo dobló y lo dejó sobre la mesa.
—¿Por qué se enfadó con su marido ayer por la noche? —preguntó al dirigirse hacia la puerta del restaurante.
—Porque me parezco a ti, querida, soy de genio vivo y hago demasiadas preguntas. ¡Hasta mañana! Lárgate ya, volveré a cerrar cuando salgas.
• • •
Can esperaba a Alice en un banco. Se levantó a su paso y, al abordarla, provocó que se sobresaltase.
—No te había oído.
—Lo siento, no quería asustarla. Tiene mala cara, ¿no se ha arreglado lo del restaurante?
—Sí, todo ha vuelto a la normalidad.
—Con mamá Can las tormentas nunca duran mucho tiempo. Venga, la acompaño.
—Tengo que hablar contigo, Can.
—Yo también, caminemos. Tengo noticias para usted y prefiero decírselas por el camino. La razón por la que el viejo profesor no se cruza ya con la señora Yilmaz en el mercado es que ella ha dejado Estambul. Ha ido a pasar sus últimos días a lo que fue antaño su ciudad, ahora vive en Izmit y hasta tengo su dirección.
—¿Está lejos de aquí? ¿Cuándo podremos ir a verla?
—Está a unos cien kilómetros, una hora en tren. También podemos ir allí por mar, no he organizado nada todavía.
—¿A qué esperas?
—Prefiero estar seguro de que realmente quiere encontrarse con ella.
—Por supuesto, ¿qué es lo que te hace dudarlo?
—No lo sé, mi tía quizá tenga razón cuando dice que no es bueno desenterrar el pasado. Si ahora es feliz, ¿de qué le servirá eso? Más vale mirar adelante y pensar en el futuro.
—No tengo nada que temer del pasado, y además todos necesitamos conocer nuestra historia. Me pregunto sin parar por qué mis padres me ocultaron una parte de mi vida. En mi lugar, ¿no querrías saberlo?
—¿Y si tenían buenas razones? ¿Y si era para protegerla?
—¿Protegerme de qué?
—¿De los malos recuerdos?
—Tenía cinco años y no conservo ninguno, y además no hay nada más inquietante que la ignorancia. Si conociera la verdad, fuera la que fuese, al menos me resignaría.
—Imagino que ese viaje en barco para volver a su casa debió de ser terrible, y su madre seguro que daba gracias al cielo de que no se acordase de nada de todo aquello. Ésa es probablemente la razón de su silencio.
—A mí también me lo parece, Can, pero no es más que una suposición y, para serte franca, me gustaría tanto que me hablasen de ellos, aunque sea para decirme cosas anodinas. Cómo se vestía mi madre, lo que me decía por la mañana antes de que fuese al colegio, cómo era nuestra vida en ese piso de ciudad Rumelia, lo que hacíamos los domingos… Sería una forma como otra cualquiera de retomar el contacto con ellos, aunque sólo fuera durante una conversación. Es tan duro despedirse de alguien cuando no se ha podido decir adiós… Los echo de menos tanto como en los primeros días de su desaparición.
—En lugar de ir al taller de Cihangir, mañana la llevaré a casa de la señora Yilmaz, pero ni una palabra a mi tía, ¿me lo promete? —preguntó Can al pie de la casa de Alice.
Lo miró atentamente.
—¿Tienes a alguien en tu vida, Can?
—Tengo a mucha gente en mi vida, señorita Alice. Amigos y una familia muy grande, casi demasiado numerosa para mi gusto.
—Quería decir alguien a quien quisieras.
—Si quiere saber si hay una mujer en mi corazón, le diré que todas las chicas bonitas de Üsküdar lo visitan cada día. Amar en silencio no cuesta nada y no ofende a nadie, ¿verdad? Y usted, ¿quiere a alguien?
—Soy yo quien te ha hecho la pregunta.
—¿Con qué cuento le ha ido mi tía? Se inventaría cualquier cosa para que deje de ayudarla en su búsqueda. Es tan obstinada cuando tiene una idea en la cabeza que le podría hacer creer que pensaba pedirle que se case conmigo, pero, tranquila, no tenía intención de hacerlo.
Alice cogió la mano de Can en la suya.
—Te prometo que no la he creído ni por un instante.
—No haga eso —suspiró Can retirando la mano.
—Sólo era un gesto de amistad.
—Quizá, pero la amistad nunca es inocente entre dos seres que no son del mismo sexo.
—No estoy de acuerdo contigo; mi mejor amigo es un hombre, nos conocemos desde la adolescencia.
—¿No lo echa de menos?
—Por supuesto, le escribo cada semana.
—¿Y responde a todas sus cartas?
—No, pero tengo una buena excusa: no se las envío.
Can sonrió a Alice y se fue andando hacia atrás.
—¿Y nunca se ha preguntado por qué nunca envía esas cartas? Creo que ya es hora de volver, es tarde.
• • •
Querido Daldry:
Le escribo esta carta con el corazón helado. Creo haber llegado al término de este viaje y, sin embargo, si le escribo esta tarde es para anunciarle que no regresaré, al menos en mucho tiempo. Al leer las líneas que seguirán comprenderá por qué.
Ayer por la mañana me reuní con la niñera de mi infancia. Can me condujo a la residencia de la señora Yilmaz. Vive en una casa en lo alto de una callejuela adoquinada que antiguamente no estaba cubierta más que de tierra. Tengo que decirle también que al final de esa callejuela se encuentra una gran escalera…
Como cada día, habían dejado Üsküdar muy de mañana, pero tal y como le había prometido Can a Alice, habían ido a la estación de Haydarpasa. El tren había partido del andén a las nueve y media. Con el rostro pegado a la ventanilla del compartimento, Alice se había preguntado cómo sería su niñera y si su rostro le despertaría algún recuerdo. Llegados a Izmit una hora más tarde, habían cogido un taxi que los condujo a lo alto de una colina en el barrio más antiguo de la ciudad.
La casa de la señora Yilmaz tenía muchos más años que su propietaria. Construida en madera, se inclinaba extrañamente a un lado y parecía a punto de desmoronarse en cualquier momento. Los revestimientos de la fachada no estaban ya sujetos más que por viejos clavos descabezados, las ventanas corroídas por la sal, y los ataques de muchos inviernos quedaban marcados en sus contramarcos. Alice y Can llamaron a la puerta de esa morada moribunda. Cuando el que tomó por el hijo de la señora Yilmaz la hizo entrar en el salón, Alice quedó invadida por el olor a resina de la madera humeante de la chimenea y por el aroma de unos libros antiguos que olían a leche cuajada, de una alfombra que desprendía un olor a la dulzura seca de la tierra, de un par de viejas botas de cuero que olían todavía a lluvia.
—Está arriba —dijo el hombre señalando al piso superior—, no le he dicho nada, simplemente que tenía visita.
Al subir la bamboleante escalera, Alice percibió el perfume a lavanda de las colgaduras, el olor del aceite de lino que abrillantaba la barandilla, el de las sábanas almidonadas, parecido al de la harina, y, en la habitación de la señora Yilmaz, el de la naftalina, que provocaba una sensación de soledad.
La señora Yilmaz leía sentada en su cama. Dejó que le resbalasen las gafas a la punta de la nariz y miró a esa pareja que acababa de llamar a la puerta.