La química secreta de los encuentros (26 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Romántico

BOOK: La química secreta de los encuentros
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Las páginas estaban divididas por un margen medianero: a la izquierda, los nombres estaban transcritos en caracteres latinos; y, a la derecha, en alfabeto otomano. Can siguió con el dedo cada línea y estudió los registros página tras página. Cuando el reloj de pared dio las cinco y media, volvió a cerrar el segundo volumen y miró a Alice desolado.

Cogieron cada uno una carpeta bajo el brazo y se las devolvieron al conserje. Al franquear la verja de Saint-Joseph, Alice se volvió y se despidió con un gesto del superior, quien los espiaba desde la ventana de su despacho.

—¿Cómo sabía que nos observaba? —preguntó Can al bajar la calle.

—Tenía uno igual en mi colegio de Londres.

—Mañana lo lograremos, estoy seguro —dijo Can.

—En tal caso, lo sabremos mañana.

Can la acompañó al hotel.

• • •

Daldry había reservado una mesa en Markiz, pero, al llegar a la puerta del restaurante, Alice titubeó. No tenía ganas de una cena formal. La noche era agradable, y sugirió un paseo a orillas del Bósforo en lugar de quedarse durante horas sentados en un local ruidoso y lleno de humo. Si les entraba hambre, ya encontrarían un sitio donde parar más tarde. Daldry aceptó, no tenía apetito.

En la margen, algunos paseantes habían seguido su ejemplo; tres pescadores tentaban su suerte lanzando las cañas a las aguas oscuras, un vendedor de periódicos liquidaba las noticias de la mañana, y un limpiabotas se esforzaba en hacer brillar el calzado de un soldado.

—Parece preocupado —dijo Alice al mirar la colina de Üsküdar, al otro lado del Bósforo.

—Me preocupa una idea, nada serio. ¿Cómo han ido sus indagaciones?

Alice le habló de las visitas sin éxito que había hecho esa tarde.

—¿Se acuerda de nuestra excursión a Brighton? —dijo Daldry encendiéndose un cigarrillo—. En el camino de vuelta, ni usted ni yo queríamos concederle el más mínimo crédito a esa mujer que había predicho su futuro y le había hablado de un pasado más misterioso todavía. Aunque no me lo dijera, supongo que por educación, se preguntaba por qué habíamos recorrido esos kilómetros inútiles, por qué la tarde de Nochebuena habíamos desafiado a la nieve y al frío en un automóvil con mala calefacción, arriesgando nuestra vida por carreteras heladas. Sin embargo, qué de carreteras y de kilómetros hemos recorrido desde entonces. ¿Y cuántos acontecimientos que le parecían imposibles se han producido? Tengo ganas de continuar creyendo en ello, Alice, tengo ganas de pensar que nuestros esfuerzos no son en vano. La hermosa Estambul le ha revelado tantos secretos que no sospechaba… ¿Quién sabe? Dentro de unas semanas quizá conozca a ese hombre que hará de usted la mujer más feliz del mundo. Sobre este asunto, tengo que hablarle de algo de lo que me siento un poco culpable…

—Pero si soy feliz, Daldry. He hecho, gracias a usted, un viaje increíble. Me agotaba en mi mesa de trabajo, andaba escasa de ideas y, gracias a usted, hoy estoy llena de ellas. Me da igual saber si esa profecía absurda se cumplirá. Para ser sincera, la encuentro en parte detestable, por no decir vulgar. Me da una imagen de mí misma que no me gusta, la de una mujer sola que persigue una quimera. Y, además, al hombre que transformará mi vida ya lo he encontrado.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién es? —preguntó Daldry.

—El perfumista de Cihangir. Me ha permitido imaginar nuevos proyectos. Me equivocaba en su casa el otro día, no son sólo los perfumes de interior lo que busco, sino perfumes de lugares, los que nos recordarán instantes que nos han marcado, momentos únicos e irrepetibles. ¿Sabía que la memoria olfativa es la única que no se deshace? Los rostros de aquellos a los que más amamos se desvanecen con el tiempo, las voces se borran, pero los olores nunca se olvidan. Usted, que es goloso, rememore el aroma de un plato de su infancia y verá cómo todo, cada detalle, reaparece.

»El año pasado, un hombre que había apreciado una de mis creaciones en una perfumería de Kensington y había conseguido mi dirección se presentó en mi casa. Llegó con un cofre pequeño de hierro, lo abrió y me mostró su contenido: una vieja cuerdecilla trenzada, un juguete de madera, un soldadito de plomo de uniforme desconchado, una canica, una banderita gastada. Toda su infancia se encontraba en esa caja de metal. Le pregunté qué relación podía tener eso conmigo. Me confesó entonces que al descubrir mi perfume le había pasado algo extraño. Al volver a su casa, había sentido la necesidad urgente de ir a rebuscar en su desván para recuperar esos tesoros hasta entonces completamente olvidados. Había llevado el cofre para que yo lo oliera, y me pidió reproducir el olor antes de que se borrara para siempre. Le respondí tontamente que era imposible. Sin embargo, después de su partida anoté en una hoja de papel todo lo que había olido en esa caja (el metal oxidado en el interior de la tapa, el cáñamo de la cuerdecilla, el plomo del soldado, el óleo de la pintura antigua que había servido para colorearlo, el roble que habían tallado para fabricar el juguete, la seda polvorienta de una banderita, una canica de ágata) y guardé esa hoja, sin saber qué hacer. Pero hoy lo sé. Sé cómo hacer ese trabajo, multiplicando las observaciones, como lo hace usted en sus cruces, haciendo lo imposible por recomponer un perfume con docenas de materias.

»A usted lo mueven las formas y los colores, y a mí las palabras y los olores. Iré a visitar a ese perfumista de Cihangir, le pediré permiso para pasar tiempo a su lado, para aprender la forma en la que trabaja. Intercambiaremos conocimientos, nuestras experiencias. Quisiera poder recrear momentos desparecidos, traer de regreso el recuerdo dormido de ciertos lugares. Sé que mis explicaciones le parecen confusas, pero, si tuviese que quedarse aquí y echase de menos Londres, ¿imagina lo que significaría poder recuperar el olor de una lluvia que le es familiar? Nuestras calles tienen su propio olor. Tanto la mañana como la tarde, cada estación, cada día, cada minuto que cuenta en nuestras vidas tiene su olor particular.

—Es una idea extraña, pero es verdad que me gustaría, aunque no fuese más que una vez, recordar el olor que reinaba en el despacho de mi padre. Tiene razón, si se piensa, era mucho más complejo de lo que parece. Estaba, por supuesto, el del fuego de la leña en la chimenea, su tabaco de pipa, el cuero de su sillón, diferente, por cierto, del vade sobre el que escribía. No podría describírselos todos, pero me acuerdo también del olor de la alfombra que había delante de su escritorio en la que yo jugaba cuando era niño. Pasé horas librando feroces batallas de soldaditos de plomo. Las rayas rojas delimitaban las posiciones de los ejércitos napoleónicos, los ribetes verdes, las de nuestras tropas. Y ese campo de batalla tenía un olor a lana y a polvo que me parecía reconfortante. No sé si su idea labrará nuestra fortuna, y dudo que un perfume de alfombra o de calle lluviosa seduzca a una gran clientela, pero veo en ello cierto carácter poético.

—El perfume de una calle quizá no, pero el perfume de la infancia… En este mismo momento cruzaría todo Estambul para encontrar en un frasquito el olor de los primeros días de otoño en Hyde Park. Me harán falta probablemente meses —añadió Alice— o quizá años para llegar a algo satisfactorio, algo que sea lo bastante universal. Me siento por primera vez reafirmada en este oficio, empezaba a dudar de él y, sin embargo, es el que quiero ejercer desde siempre. Le estaré eternamente agradecida, así como a esa vidente, por haberme empujado, cada uno a su manera, a venir aquí. En cuanto al desconcierto que me causa lo que hemos descubierto sobre el pasado de mis padres…, es un sentimiento confuso que me proporciona también una alegría llena de nostalgia, de dulzura, de tristeza y de risas. En Londres, cada vez que pasaba por la calle donde vivíamos ya no reconocía nada, ni nuestro edificio ni las tiendecitas adonde iba con mi madre, pues ha desaparecido todo. Ahora sé que todavía existe un lugar donde mis padres y yo estuvimos juntos; los perfumes de la calle Isklital, las piedras de los edificios, sus tranvías y mil otras cosas más me pertenecen desde ahora. Y aunque mi memoria no haya conservado indicios de esos momentos, sé que ocurrieron. Por las noches, cuando espere el sueño con impaciencia, no pensaré ya en su ausencia, sino en lo que mis padres pudieron vivir aquí. Se lo aseguro, Daldry, eso ya es mucho.

—Pero ¿verdad que no renunciará a avanzar más en su búsqueda?

—No, se lo prometo, aunque sé que no será igual después de su partida.

—¡Eso espero! Aunque estoy seguro de lo contrario. Se entiende de maravilla con Can, y si a veces hago como si me sintiese molesto por su complicidad, en el fondo me alegro de ello. Ese chico habla el inglés como un burro, con los pies, pero es, lo reconozco, un guía inigualable.

—Hace un momento quería confesarme algo, ¿de qué se trataba?

—De nada importante, supongo, ya lo he olvidado.

—¿Cuándo deja Estambul?

—En breve.

—¿Tan pronto?

—Sí, eso me temo.

El paseo continuó a lo largo del muelle. Delante del embarcadero donde el último vapor de la tarde largaba amarras, Alice le cogió la mano a Daldry, que rozaba la suya.

—Dos amigos pueden ir de la mano, ¿no?

—Supongo que sí —respondió Daldry.

—Bueno, caminemos un poco más si quiere.

—Sí, es una buena idea, caminemos un poco más, Alice.

Capítulo 12

Alice:

Espero que me perdone por irme sin avisar. No tenía ganas de imponerle una despedida de más. Lo he estado pensando cada noche durante esta semana cuando la dejaba ante su habitación, y la idea de despedirme en el vestíbulo del hotel, maleta en mano, me resultaba abrumadora. Quise hacérselo saber ayer, y renuncié a ello por miedo a estropear los deliciosos momentos que estaba pasando en su compañía. Preferí que conservásemos el recuerdo de un último paseo a orillas del Bósforo. Parecía feliz y yo también lo era, y esta temporada en Estambul en su compañía quedará en mi memoria como uno de los momentos más especiales de mi vida. Espero de todo corazón que alcance su objetivo. El hombre que la quiera tendrá que acostumbrarse a su carácter (un amigo puede decirle esto sin que se enfade, ¿verdad?), pero en contrapartida tendrá junto a él a una mujer cuyas carcajadas lograrán despejar todas las tormentas de su vida.

Me siento realmente feliz de haberla tenido como vecina, y sé ahora mismo, mientras le escribo estas líneas, que echaré de menos su presencia incluso cuando me acuerde de lo ruidosa que es.

Tenga buen viaje, hija de Cömert Eczaci, corra hacia esa felicidad que le sienta tan bien.

Su afectísimo amigo,

DALDRY

Ethan:

He encontrado su carta esta mañana. La mía se la enviaré esta tarde y me pregunto cuánto tiempo tardará en llegarle. El crujido del sobre, cuando lo ha deslizado bajo mi puerta, me ha sacado de la cama y he comprendido de inmediato que se iba. Me he precipitado a la ventana, justo a tiempo para verlo subir en su taxi; cuando ha levantado la mirada hacia nuestro piso, he retrocedido un paso. Probablemente por las mismas razones que usted. Y, sin embargo, cuando su coche se alejaba por la calle Isklital hubiese querido decirle adiós de viva voz, agradecerle su presencia. Usted también tiene un carácter de cuidado (una auténtica amiga puede decírselo sin ofenderle, ¿no?), pero es un hombre excepcional, generoso, divertido y con talento.

De manera insólita se ha convertido en mi amigo; quizá esta amistad no tenga más que unos pocos días, unas pocas semanas en Estambul, pero, de una manera también muy insólita, de repente lo he necesitado esta mañana.

Le perdono de corazón la discreción de su partida, incluso creo que ha hecho bien al actuar así, a mí tampoco me gustan los adioses. En cierta forma, envidio que vaya a estar pronto en Londres. Echo de menos nuestra vieja casa victoriana, también mi taller. Voy a esperar aquí a que llegue la primavera. Can me ha prometido que, en cuanto haga bueno, visitaremos la isla de los Príncipes, que ambos nos hemos perdido. Le hablaré de cada rincón y, si descubro un cruce digno de su interés, se lo describiré hasta el más mínimo detalle. Parece ser que allí el tiempo se ha detenido, que cuando uno recorre la isla cree haber vuelto al siglo pasado. Las máquinas motorizadas están prohibidas en el lugar, sólo tienen derecho a circular burros y caballos. Mañana volveremos a ver al viejo perfumista de Cihangir, le escribiré también sobre mi visita a su casa y le tendré informado de los progresos de mis obras.

Espero que el viaje no haya sido demasiado agotador y que su madre haya recobrado la salud. Cuídela y cuídese usted también.

Le deseo que viva momentos maravillosos en su compañía.

Su amiga,

ALICE

Querida Alice:

Su carta ha tardado exactamente seis días en llegarme. El cartero me la ha traído esta mañana cuando salía. Me imagino que ella también ha viajado en avión, pero el sello de correos no dice en qué línea, ni siquiera si ha hecho escala en Viena. Al día siguiente a mi llegada, después de poner en orden mi piso, he ido a hacer lo mismo al suyo. Tranquila, no he tocado ninguna de sus cosas y me he contentado con quitar el polvo, que se había permitido, en su ausencia, instalarse impunemente en su casa. Si me hubiera visto, en delantal y pañoleta a la cabeza, con mi escoba y mi cubo en la mano, todavía se estaría riendo de mí. Lo que, por otra parte, debe de estar haciendo en este momento nuestra vecina de abajo, la que nos molesta a veces con su piano y a quien he tenido la mala suerte de cruzarme así ataviado al bajar la basura. Su morada ha recobrado la claridad de la primavera, que, espero, no se hará esperar demasiado. Decirle que reina un frío húmedo en el reino de Inglaterra sería de una evidente banalidad y, aunque ése sea uno de mis temas de conversación preferidos, no la aburriré con el tiempo que hace. Sepa, sin embargo, que no ha dejado de llover desde mi regreso y que lo ha hecho durante todo el mes, según he podido oír decir en el bar, donde he retomado la costumbre de ir a desayunar cada día.

El Bósforo y su sorprendente invierno templado me quedan muy lejos.

Ayer fui a pasear a orillas del Támesis. Tenía razón, no he encontrado ningún olor parecido a los que se divertía en hacerme descubrir en nuestros paseos cerca del puente Gálata. Incluso el purín de los caballos parece diferente aquí, y, al escribir esto, me pregunto si ése es el mejor ejemplo para ilustrar mi idea.

Me siento culpable de haberme ido sin despedirme, pero esa mañana tenía el corazón en un puño. Vaya a saber por qué, vaya a saber qué me ha hecho usted. No sé exactamente qué ha cambiado dentro de mí, pero, en cierta forma, durante esa última noche en que paseamos por Estambul usted se convirtió en mi amiga. Como dice una canción, me ha rozado el alma y me la ha cambiado, ¿cómo perdonarle el haber hecho nacer en mí las ganas de querer y de que me quieran? De una manera muy extraña, ha hecho de mí un mejor pintor, quizá incluso un hombre mejor. No se equivoque, esto no es en absoluto la confesión de unos sentimientos turbios hacia usted, sino una sincera declaración de amistad. Esas cosas pueden decirse entre amigos, ¿no?

La echo de menos, mi querida Alice, y el placer de haber puesto mi caballete bajo su lucernario sólo ha redoblado la añoranza, pues aquí, entre sus paredes, entre todos estos perfumes que me ha enseñado a reconocer, siento un poco su presencia y ello me da ánimos para pintar cierto cruce de Estambul que estudiamos juntos. Es una tarea ambiciosa y ya he tirado un buen número de esbozos que me parecían demasiado flojos, pero sabré ser paciente.

Cuídese y transmita mis saludos cordiales a Can. O mejor no, no se los transmita y guárdeselos enteros para usted.

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