La ciudad avanza por medio de raíles, surcando una tierra devastada llena de tribus hostiles. Los raíles deben ir colocándose delante de ella al tiempo que se progresa y ser retirados cuidadosamente tras su estela. Los ríos y las montañas suponen un obstáculo casi insalvable para el ingenio de los técnicos de la ciudad. Pero si se detiene su movimiento, la ciudad va cayendo en el campo gravitacional destructor que ha transformado la vida en la Tierra. La única alternativa al progreso es la muerte.
Helward Mann, un miembro de la élite de la ciudad, sabe mejor que nadie que su existencia pende de un hilo: está a punto de descubrir que el mundo exterior es infinitamente más extraño que su propio entorno, que tan bien cree conocer.
Christopher Priest
Un mundo invertido
ePUB v1.0
libra_86101017.08.12
Título original:
Inverted World
© Christopher Priest, 1974.
Traducción: David Luque Cantos
Diseño/retoque portada: Dominic Harman via Agentur Schlück GmbH
Editor original: libra_861010 (v1.0)
ePub base v2.0
Para mi madre y mi padre.
Dondequiera que vuelvo la vista
todo es extraño, mas nada es nuevo;
una labor infinita,
una infinita equivocación.
Samuel Jonson
Algunas de las situaciones descritas en esta novela fueron incorporadas a una historia corta titulada Inverted World, que fue publicada por primera vez en Inglaterra, en el número 22 de la antología New Writings in SF, publicada por Sidgwick & Jackson Ltd. Aparte de una ligera semejanza en la ambientación y de la inclusión de algunos personajes de nombres similares, no hay mucho en común entre ambas obras.
Christopher Priest
Elizabeth Khan cerró la puerta del consultorio y echó la llave. Se encaminó sin prisas por las calles de la aldea, con destino a la plaza junto a la iglesia donde se estaba reuniendo la gente. La expectación se había ido incrementando durante todo el día a medida que los preparativos para la gran hoguera iban tomando forma. Los niños corrían excitados por las calles a la espera del momento en que la fogata se encendiera.
Elizabeth entró primero en la iglesia, donde no halló al padre Dos Santos.
Pocos minutos después de la puesta de sol, los hombres prendieron la yesca seca que aguardaba en la pila de leños y una llama brillante crepitó en el aire. Los niños bailaban y saltaban gritándose los unos a los otros sobre los crujidos y el chisporroteo de los maderos ardientes.
Los hombres y las mujeres se sentaban o se tumbaban alrededor de la hoguera pasándose jarras del sabroso y oscuro vino local. Dos hombres se encontraban apartados del resto, cada uno tocaba melodiosamente una guitarra. La música era tranquila, mansa, incompatible con cualquier danza.
Elizabeth se sentó cerca de los músicos bebiendo un poco de vino cada vez que alguien le pasaba una jarra.
Más tarde la música elevó el tono y el ritmo. Varias mujeres se animaron a cantar. Era una canción antigua, a Elizabeth le costaba entender el dialecto de la letra. Unos cuantos hombres se pusieron en pie prestos para la danza, enlazando los brazos, disfrutando de su borrachera.
Tras un rato declinando las múltiples manos de quienes se ofrecieron para levantarla, Elizabeth finalmente se puso en pie y bailó con varias mujeres. Todas reían y trataban de enseñarle los pasos. El polvo que levantaban sus pies flotaba en el aire unos segundos antes de ser tragado por el halo de calor del gran fuego. Elizabeth bebió más vino y bailó con los demás.
Al parar a descansar reparó en la presencia del padre Dos Santos contemplando los festejos a cierta distancia. Le saludó con la mano, pero el hombre no respondió. Se preguntó si recelaba de todo aquello o simplemente era demasiado reservado para unirse a la fiesta. Era un joven tímido y hosco, incapaz de relacionarse fácilmente con los aldeanos, pero preocupado por la imagen que tuvieran de él. Al igual que Elizabeth, era también un recién llegado, un extraño. Sin embargo, resultaba evidente que los lugareños superarían sus prejuicios contra ella mucho antes. Al verla apartada en un lado, una de las chicas de la aldea la cogió de la mano y la devolvió al baile.
La fogata comenzó a extinguirse y la música a bajar de ritmo. El fulgor de las llamas disminuyó hasta que el fuego fue la única iluminación y los hombres y mujeres se sentaron de nuevo en el suelo, felices, relajados y cansados.
Elizabeth rechazó la siguiente jarra que le ofrecieron y se puso en pie. Estaba más borracha de lo que había creído, incluso se tambaleaba un poco. A pesar de que algunas personas la llamaban mientras se alejaba, abandonó el centro de la aldea y se adentró en la oscuridad del campo. La brisa nocturna era suave.
Caminó con lentitud, inspirando profundamente el aire para despejarse un poco. Subió a trompicones por un irregular sendero que ya había recorrido en el pasado, a lo largo de las colinas bajas que rodeaban la aldea. Probablemente estas fueron en su día tierras de pastizales, ahora en cambio el arte de la agricultura apenas se practicaba en la aldea. Ante ella se extendía un campo salvaje y precioso, amarillo y blanco, y marrón a la luz del sol; en este momento, azabache y gélido bajo el brillo de las estrellas.
Pasada media hora se sintió mejor y regresó a la aldea descendiendo un bosque de arbolillos ubicado detrás de las casas. Oyó voces. Se quedó quieta escuchando, pero solo podía distinguir los tonos, no las palabras.
Dos hombres conversaban. No estaban solos. A veces oía las voces de otros que quizá mostraban su conformidad o hacían algún comentario. Nada de aquello era de su incumbencia, no obstante sentía curiosidad. Las palabras parecían cargadas de urgencia, probablemente estaban enfrascados en una discusión. Dudó unos segundos antes de seguir su camino.
La hoguera se había consumido, las brasas eran lo único que aún ardía en la plaza de la aldea.
Emprendió el regreso al consultorio. Al abrir la puerta percibió un movimiento y vio a un hombre cerca de la casa de enfrente.
—¿Luiz? —dijo al reconocerlo.
—Buenas noches, Menina Khan.
Alzó una mano y entró en la casa. Portaba algo que parecía una mochila o una maleta grande.
Elizabeth frunció el ceño. Luiz no estuvo presente en los festejos de la plaza; ahora estaba segura de que había sido a él a quien había oído entre los árboles. Se quedó un momento en la puerta del consultorio, esperando. Al final decidió entrar. Mientras cerraba la puerta, oyó claramente en la distancia el sonido de unos caballos alejándose al galope en mitad de la quietud de aquella noche.
Había cumplido ya los mil cuarenta kilómetros de edad. Al otro lado de la puerta los miembros del gremio se estaban reuniendo para celebrar la ceremonia en la que me admitirían como aprendiz. Era un momento de excitación e incertidumbre, todo lo que mi vida había sido hasta entonces se iba a concentrar en unos pocos minutos.
Mi padre era un hombre del gremio y yo siempre había contemplado su vida desde una cierta distancia, por eso la consideraba fascinante, una existencia cargada de determinación, ceremonia y responsabilidad. Él nunca me contó nada sobre sus experiencias o su trabajo, sin embargo, su uniforme, su impredecible conducta y las frecuentes ausencias de la ciudad daban a entender que estaba sumido en preocupaciones y asuntos de la mayor relevancia.
En escasos minutos se me abriría el camino para unirme a ese mismo tipo de vida. Era un honor que conllevaba una enorme responsabilidad, cualquier chico que hubiera permanecido confinado en un orfanato se estremecería ante la magnitud de este paso.
El orfanato donde crecí era un pequeño edificio casi totalmente cerrado en la zona más meridional de la ciudad. Se trataba de una especie de madriguera con decenas de pasillos, cuartos y salones. No tenía ningún acceso directo a la ciudad salvo por una puerta que se hallaba normalmente cerrada con llave. La única posibilidad de hacer algo de ejercicio estaba en el pequeño gimnasio o en un minúsculo espacio abierto flanqueado por los altos muros del orfanato.
Como a todos los niños, al poco de mi nacimiento se me puso a cargo de los funcionarios que allí trabajaban y no conocí otro mundo. Ni siquiera conservaba recuerdos de mi madre, pues abandonó la ciudad poco después de traerme al mundo.
Mi experiencia allí resultó monótona aunque no estuvo exenta de felicidad e hice unos cuantos buenos amigos. Uno de ellos, un chico pocos kilómetros mayor que yo llamado Gelman Jase, se había convertido en miembro de un gremio poco antes. Estaba deseoso de encontrarme de nuevo con él. Pude verle una vez cuando cumplió la mayoría de edad y visitó brevemente al orfanato. Ya había adoptado esa conducta de continua preocupación propia de los hombres relacionados con los gremios. No me contó nada. Ahora que yo estaba a punto de convertirme en aprendiz estaba seguro de que tendría bastantes cosas que revelarme.
El funcionario retornó a la antesala en la que yo esperaba.
—Están preparados —me dijo—. ¿Recuerdas lo que debes hacer?
—Sí.
—Buena suerte.
Me di cuenta de que estaba temblando y tenía las palmas de las manos húmedas por el sudor. El funcionario que se había encargado de traerme desde el orfanato aquella misma mañana me sonrió empáticamente. El hombre creía entender por lo que yo estaba pasando, pero en realidad no podía ni imaginarlo.
Tras la ceremonia del gremio me aguardaban otras cosas. Mi padre me había dicho que me había arreglado un matrimonio. Me tomé la noticia con tranquilidad, pues sabía que los miembros del gremio se casaban pronto y además ya conocía a la chica elegida. Su nombre era Victoria Lerouex, habíamos crecido juntos en el orfanato. No éramos ni mucho menos íntimos, había pocas chicas en el orfanato y su tendencia natural era agruparse aislándose del resto, pero tampoco es que fuésemos completos extraños. A pesar de todo, la idea de estar casado era algo nuevo para mí y no había tenido tiempo de prepararme mentalmente para ello.
El funcionario levantó la vista hacia el reloj.
—De acuerdo, Helward. Es la hora —anunció.
Nos dimos un breve apretón de manos y abrió la puerta. Acto seguido entró en la sala y no cerró la puerta. Tras ella vi a varios miembros de los gremios esperando de pie, observándome. Las luces del techo estaban encendidas.
El funcionario se detuvo a unos pocos pasos de la entrada y se giró para dirigirse a la tribuna.
—Milord navegante, solicito audiencia.
—Identifícate —pidió una voz en la distancia; desde mi situación en la antesala no pude ver quién hablaba.
—Soy el funcionario doméstico Bruch. Siguiendo la disposición de mi jefe administrativo he convocado a Helward Mann, que pretende un aprendizaje en un gremio de primer orden.
Bruch se dio la vuelta y se puso frente a mí. Tal como habíamos ensayado, en ese momento di unos pasos al frente y entré en la sala. En el centro se había dispuesto para mí un pequeño estrado, lo rodeé y me coloqué tras él.
Encaré la tribuna.
Bajo la intensidad luminosa de los focos, en una silla de respaldo alto, estaba sentado un hombre anciano. Iba ataviado con una capa negra decorada con un círculo blanco cosido en la pechera. A cada lado le escoltaban tres hombres también vestidos con capas, cada una decorada con un fajín de un color distinto. Varios hombres y mujeres se reunían en el centro de la sala, frente a la tribuna. Mi padre estaba entre ellos.