—No hay mucho que ver —le dije—. Es muy brillante y no puedes mirarlo fijamente.
—Me gustaría comprobar eso por mí misma.
—¿A qué te dedicas ahora en tu trabajo?
—Nutrición.
—¿Qué es eso?
—Consiste en determinar el modo de alcanzar una dieta equilibrada. Debemos asegurarnos de que la comida sintética contenga suficientes proteínas y de que la gente consuma la cantidad adecuada de vitaminas. —Hizo una pausa, en su voz se reflejaba su falta de interés en la materia—. La luz solar tiene vitaminas, ya sabes.
—¿Ah, sí?
—Vitamina
D
. El cuerpo la produce por el contacto de los rayos solares con la piel. Viene bien saberlo si nunca vas a ver el sol.
—Pero se puede sintetizar —dije.
—Sí… es lo que hacemos. ¿Regresamos a la habitación para tomar otra taza de té?
No dije nada. No sabía cuáles habían sido mis expectativas antes de ver a Victoria, desde luego no eran estas. A veces, durante las largas jornadas de trabajo junto a Malchuskin, me habían invadido ilusiones e ideales románticos que trataba de calmar pensando que quizás uno u otro tendríamos que someternos a un período de adaptación. En ningún caso me imaginé que flotarían tales niveles de resentimiento en el ambiente. Pensaba que ambos colaboraríamos en hacer realidad la relación que nuestros padres nos arreglaron, que le daríamos forma de algún modo, hasta que se convirtiera en una relación real y puede que incluso de amor. Nunca sospeché que el punto de vista de Victoria fuera a ser tan distinto. Ella consideraba que yo disfrutaba de una vida llena de una serie de ventajas a las que ella no podría acceder jamás.
Nos quedamos en la plataforma. No era tan tonto como para no advertir la ironía en el comentario de Victoria sobre volver a la habitación. De cualquier manera, sentía que, aunque por diferentes razones, ambos deseábamos seguir allí sentados. Por mi parte, tras pasar tantos días fuera, los muros de la ciudad y sus habitaciones me producían claustrofobia. Me gustaba el aire libre. Supuse que Victoria consideraba aquel lugar lo más cercano a salir al exterior que disfrutaría en su vida. A pesar de todo, los campos ondulados al este de la ciudad también servían de recordatorio de lo que acababa de descubrir y que tanto nos separaba.
—Podrías pedir que te transfirieran a un gremio —dije pasado un rato—. Estoy seguro de que…
—Soy del sexo equivocado —respondió bruscamente—. Es solo para hombres, ¿o no te has dado cuenta?
—No…
—A mí no me ha llevado mucho tiempo darme cuenta de algunas cosas —continuó, hablando rápidamente y sin molestarse en reprimir la amargura en sus palabras—. Lo he visto durante toda mi vida y nunca fui capaz de reconocerlo: mi padre, siempre fuera de la ciudad; mi madre, organizando todas esas cosas a las que no damos importancia como la comida, la calefacción o el alcantarillado. Ahora lo veo todo claro. Las mujeres son demasiado valiosas para que se arriesguen a dejarlas salir de la ciudad. Se las necesita para parir y se las puede hacer parir una y otra vez. Si no han tenido la suerte de nacer en la ciudad, se las trae de fuera y una vez han cumplido su propósito se las vuelve a expulsar. —Ahí estaba de nuevo el tema candente, esta vez no titubeó—. Sé que el trabajo de fuera de la ciudad ha de ser hecho, y que, sea lo que sea, seguro que tiene sus riesgos… pero a mí no se me ha dado ninguna opción a elegir. Solo por ser una mujer he de estar encerrada en este maldito lugar para aprender cosas fascinantes sobre la producción de comida y, por supuesto, para parir en cuanto me sea posible.
—¿No quieres casarte conmigo? —le pregunté.
—No tengo alternativa.
—Gracias.
Se puso en pie y se encaminó enfadada a los escalones. La seguí de regreso a la habitación. Me quedé en el umbral, observando cómo me daba la espalda; miraba al exterior apoyada en el alféizar de la ventana.
—¿Quieres que me vaya? —dije.
—No… entra y cierra la puerta.
Hice lo que me dijo. Ella no se movió.
—Haré un poco más de té.
—De acuerdo.
El agua del cazo estaba aún templada, tardó apenas un minuto en volver a hervir.
—No tenemos que casarnos —dije.
—Si no eres tú va a ser cualquier otro. —Se dio la vuelta y se sentó a mi lado con su taza de té sintético—. Debes saber que no tengo nada en tu contra, Helward. Nos guste o no, mi vida y la tuya están dominadas por el sistema de gremios. No podemos hacer nada contra eso.
—¿Por qué no? Los sistemas pueden cambiarse.
—¡Este no! Está demasiado asentado. Los gremios tienen la ciudad a su merced, por razones que supongo nunca conoceré. Solo los gremios pueden cambiar el sistema y no lo van a hacer jamás.
—Pareces muy segura.
—Lo estoy —dijo—. Por la sencilla razón de que el sistema que controla mi vida está a su vez dominado por lo que sucede en el exterior de la ciudad. Al no poder tomar parte en nada de eso, no puedo hacer nada para poseer mi propia vida.
—Podrías… a través de mí.
—Ni siquiera tú me hablas de ello.
—No puedo —insistí.
—¿Por qué no?
—Tampoco puedo decírtelo.
—El secretismo de los gremios.
—Llámalo así si quieres —le dije.
—Y te sometes a él, aquí, sentado en tu propia casa.
—Debo hacerlo —me limité a decir—. Se me hizo jurar…
Entonces recordé que uno de los puntos del juramento era la existencia del juramento en sí. Lo había roto, con tal facilidad y naturalidad que ni pensé en ello mientras lo hacía.
Para mi sorpresa, Victoria no reaccionó de ninguna manera.
—Para ratificar el sistema de gremios —dijo—. Tiene sentido.
Apuré la taza de té.
—Creo que será mejor que me vaya.
—¿Estás enfadado conmigo? —me preguntó.
—No. Es solo que…
—No te vayas. Siento haber perdido los papeles contigo… no es culpa tuya. Dijiste algo antes, que a través de ti podría darle sentido a mi vida. ¿Qué querías decir?
—No estoy seguro. Creo que quise decir que algún día seré un hombre del gremio y tú, como mi mujer, tendrás oportunidades.
—¿Oportunidades de qué?
—Bueno… de buscarle el sentido al sistema, con mi ayuda.
—Has jurado no decirme nada.
—Yo… sí…
—Los miembros de los gremios de primer orden lo tienen todo pensado. El sistema necesita del secretismo.
Se echó hacia atrás y cerró los ojos.
Estaba muy confuso, molesto conmigo mismo. Hacía diez días que era aprendiz y técnicamente ya merecía la pena de muerte. Era algo demasiado raro para tomárselo en serio, sin embargo, cuando presté el juramento me pareció una amenaza muy convincente. La confusión nació porque Victoria, no muy inteligentemente, mezcló nuestro vínculo emocional con sus propios demonios internos. El conflicto estaba ahí, yo no podía hacer nada al respecto. En mi época en el orfanato sufrí la frustración de no poder acceder a las demás zonas de la ciudad. Si eso mismo se llevaba a una escala mayor, es decir, te otorgaban un pequeño papel en el funcionamiento de la ciudad, pero del exterior solo te mostraban un apunte de la existencia de una zona sobre la que no puedes influir de ninguna forma, esa frustración no tenía más remedio que continuar. Seguramente esto no era un problema nuevo para ciertos habitantes de la ciudad. Victoria y yo no éramos los primeros en casarnos de este modo. Antes que nosotros, otros debieron afrontar las mismas tiranteces. ¿Se limitaron ellos a aceptar el sistema tal como era?
Victoria no se movió al verme abandonar la habitación. Mi destino era el orfanato.
Alejado del ineludible síndrome de acción y reacción que me produjo hablar con ella, sus preocupaciones se fueron diluyendo en mi mente y volví a concentrarme en las mías propias. Si el juramento era algo que se tomaba en serio, si alguien del gremio se enteraba de mi descuido, es posible que tuviera que enfrentarme a mi muerte. ¿Romper el juramento era algo tan sumamente grave?
¿Le contaría Victoria a alguien lo que yo le había dicho? Al pensar en ello, mi primer impulso fue ir a visitarla para rogar por su silencio… No obstante, eso hubiera convertido mi pecado y su resentimiento en algo más serio si cabe.
Malgasté el resto del día tirado en mi camastro dándole vueltas al asunto. Luego cené en uno de los comedores de la ciudad; me alegró no encontrarme con Victoria.
Victoria apareció en mi habitación en mitad de la noche. Me di cuenta de que alguien se asomaba a la puerta; al entreabrir los ojos vi una figura alta de pie junto a mi cama.
—¿Qué…?
—
Chss
, soy yo.
—¿Qué quieres? —Estiré la mano para encender la luz. Su mano se interpuso en el camino de mi brazo y me agarró por la muñeca.
—No enciendas la luz.
Se sentó en el borde de mi cama mientras yo me incorporaba.
—Lo siento, Helward. Eso es lo que he venido a decirte.
—De acuerdo.
Se echó a reír.
—Sigues dormido, ¿verdad?
—No estoy seguro. Puede ser.
Se inclinó hacia delante y sentí sus manos presionando ligeramente mi pecho y luego ascender hasta la nuca. Me besó.
—No digas nada —me dijo—. Lo siento muchísimo.
Nos besamos de nuevo. Pronto sus brazos me apretaron con fuerza.
—Llevas pijama para dormir.
—¿Qué iba a llevar?
—Quítatelo.
De repente se puso en pie y oí cómo se desabrochaba el abrigo que llevaba puesto. Se sentó de nuevo, esta vez mucho más cerca de mí. Estaba desnuda. Me quité el pijama torpemente, tanto que incluso se me quedó atascado en la cabeza al tirar de él. Victoria echó las sábanas hacia atrás y se metió conmigo en la cama.
—¿Puedes bajar aquí así porque así? —le pregunté.
—No hay nadie levantado. —Su cara estaba muy cerca de la mía. Nos besamos de nuevo. Cuando aparté la cabeza me la golpeé con la pared. Victoria se acurrucó cerca de mí, apretando su cuerpo contra el mío. De repente soltó una sonora carcajada.
—¡Dios mío! ¡Cállate!
—¿Qué pasa?
—Van a llamarnos la atención.
—Están todos dormidos.
—Se despertarán si no paras de reírte de esa manera.
—Te he dicho que nada de hablar. —Volvió a besarme.
Mantuve cierta cautela, a pesar del hecho de que mi cuerpo estaba respondiendo ansioso a su calor. Estábamos haciendo mucho ruido. Las paredes del orfanato eran delgadas, sabía por experiencia que el sonido se transmitía rápidamente. Allí, apretados en el estrecho camastro, entre su risa y nuestras voces, despertaríamos a todo el orfanato. La aparté de mí y se lo comenté.
—No importa —replicó.
—Sí importa.
Eché las sábanas hacia atrás y salté por encima de ella para encender la luz. Victoria se puso una mano delante de los ojos para protegerse de ella, al mismo tiempo que yo le lanzaba su abrigo.
—Venga… iremos a nuestra habitación.
—No.
—Sí. —Me estaba poniendo el uniforme.
—No te pongas eso —me dijo—. Huele mal.
—¿Ah, sí?
—Huele abominablemente.
Cuando se incorporó tuve oportunidad de admirar la belleza de su cuerpo desnudo. Se colocó el abrigo sobre los hombros antes de bajarse de la cama.
—De acuerdo —convino—. Que sea rápido.
Dejamos mi habitación y salimos del orfanato. Anduvimos deprisa por los pasillos. Tal como había dicho Victoria, a estas horas de la noche no se veía a nadie y las luces estaban atenuadas. Llegamos a su habitación en pocos minutos. Cerré la puerta y eché el cerrojo. Victoria se sentó en la cama, todavía con el abrigo sobre los hombros.
Me quité el uniforme y me eché en la cama.
—Vamos, Victoria.
—Ahora no tengo ganas.
—Oh, vaya… ¿por qué no?
—Deberíamos habernos quedado donde estábamos —dijo.
—¿Quieres volver?
—Por supuesto que no.
—Métete conmigo en la cama —le propuse—. No te quedes ahí sentada.
—De acuerdo.
Se deshizo del abrigo tirándolo al suelo y se echó a mi lado. Nos rodeamos con los brazos y nos besamos durante unos momentos. La entendí. El deseo me había abandonado a mí también, casi con la misma rapidez con la que me invadió. Nos quedamos tendidos en silencio, la sensación de estar con ella en la cama era muy agradable. A pesar de la evidente sensualidad de la situación, no ocurrió nada.
—¿Por qué has venido a verme? —pregunté pasado un rato.
—Te lo he dicho.
—¿Eso era todo? ¿Solo para decirme que lo sentías?
—Creo que sí.
—Yo he estado a punto de ir a verte —le confesé—. He hecho algo que no debería. Estoy asustado.
—¿El qué?
—Te lo dije… te dije que me hicieron jurar algo. Tenías razón, los gremios imponen a sus miembros un pacto de silencio. Al convertirme en aprendiz tuve que prestar un juramento y parte de él consistía en jurar que jamás revelaría su propia existencia. Lo rompí al decírtelo.
—¿Tanto importa?
—El castigo es la muerte.
—¿Y por qué iban ellos a enterarse?
—Se enterarían si…
—Si yo digo algo, quieres decir. ¿Por qué iba a hacerlo? —me interrumpió.
—No estoy seguro. La forma en la que hablaste antes, tu resentimiento por no poder llevar las riendas de tu propia vida… Creí estar seguro de que lo usarías contra mí.
—Hasta ahora mismo no sabía que fuera un asunto tan importante. No lo hubiera usado contra ti. De todos modos, ¿por qué iba una esposa a traicionar a su marido?
—¿Todavía quieres casarte conmigo?
—Sí.
—¿Aunque lo arreglaran sin nuestro consentimiento?
—Es un buen arreglo —dijo apretándome fuertemente contra sí durante unos momentos—. ¿No piensas lo mismo?
—Sí.
—¿Vas a decirme lo que ocurre fuera de la ciudad? —me interrogó unos pocos minutos después.
—No puedo.
—¿Por el juramento?
—Sí.
—Lo has roto, ¿qué importa ya?
—No hay mucho que decir en realidad —reconocí—. He estado diez días haciendo un montón de trabajo físico y no sé para qué.
—¿Qué clase de trabajo físico?
—Victoria… no me preguntes sobre eso.
—Bueno… cuéntame algo acerca del sol. ¿Por qué no le está permitido a nadie de la ciudad verlo?
—No lo sé.
—¿Hay algo de malo en él?
—No lo creo…
Victoria estaba haciéndome preguntas que yo mismo debería haberme planteado. Con la excitación de las nuevas experiencias apenas tuve tiempo para registrar el significado de nada de lo que había presenciado, menos aún de considerarlo con detenimiento. Al enfrentarme a estas preguntas (dejando aparte el hecho de si debía o no contestarlas), deseé conocer las respuestas. ¿Había algo en el sol que pudiera poner en peligro la ciudad? Si era así, ¿debía mantenerse en secreto? Yo había visto el sol y…