Hice un nuevo intento por dormir. Apenas logré dar alguna cabezada ocasional.
Me levanté temprano a la mañana siguiente. Quería tener la oportunidad de lavarme un poco antes de que llegara Malchuskin. Me dolía todo el cuerpo, mis movimientos eran lentos y mecánicos.
Malchuskin irrumpió en la cabaña, no estaba de buen humor.
—Lo sé todo —me dijo enseguida—. No intentes explicarte.
—No entiendo lo que pasó.
—Participaste en el comienzo de una trifulca.
—Fue la milicia… —repliqué apenas sin voz.
—Sí, y deberías haber sabido que debes mantener a la milicia alejada de los tucos. Perdieron a unos pocos hombres hace unos kilómetros, tienen algunas cuentas que saldar. Con la mínima excusa esos estúpidos bastardos empiezan a repartir golpes.
—Collings tenía problemas —razoné—. Algo había que hacer.
—De acuerdo, todo no fue tu culpa. Collings dice ahora que podría haberse ocupado del asunto si no hubieras traído a la milicia… pero también admite que te ordenó que la trajeras.
—Exactamente.
—De acuerdo entonces, pero la próxima vez piénsatelo dos veces.
—¿Ahora qué hacemos? —dije—. No nos quedan trabajadores.
—Hoy vendrán algunos. Los trabajos serán lentos al principio, porque tenemos que enseñarles. La ventaja es que vienen limpios de resentimiento, trabajarán duro. Eso les llega con el tiempo, cuando tienen ocasión de pensar, entonces es cuando brotan los problemas.
—¿Por qué nos odian de esa manera? Les pagamos por sus servicios, por supuesto.
—Sí, pero nosotros ponemos el precio. Esta región es pobre. El terreno es malo, no hay mucha comida. Nosotros pasamos con nuestra ciudad, les ofrecemos lo que necesitan… y ellos lo toman. No hay ningún beneficio a largo plazo, supongo que recibimos más de lo que damos.
—Deberíamos dar más entonces.
—Quizá. —Malchuskin se mostraba indiferente—. Eso no es de nuestra incumbencia. Nosotros trabajamos en las vías.
Tuvimos que esperar varias horas la llegada de los nuevos hombres. Durante ese tiempo acompañé a Malchuskin a las cabañas de los antiguos trabajadores para limpiarlas y adecentarlas. La milicia expulsó a los anteriores ocupantes la noche anterior, a pesar de ello les concedieron tiempo para recoger sus pertenencias, aunque no el suficiente para llevarse algunas cosas, sobre todo ropa vieja y gastada y restos de comida. Malchuskin me indicó que estuviera atento a posibles mensajes que hubieran podido dejar para los nuevos, aunque ninguno de los dos encontramos nada semejante.
Lo quemamos todo en el terreno anexo a las cabañas.
Casi al mediodía llegó un hombre del gremio de los trocadores a decirnos que la nueva mano de obra llegaría en breve. Además, se nos ofreció una disculpa oficial por los sucesos de la noche anterior. Nos contó también que tras mucha discusión se había decidido aumentar la presencia de la milicia a partir de ahora. Malchuskin protestó, el trocador se mostró de acuerdo con él; la decisión se tomó en contra de su opinión.
Yo estaba confundido con todo esto. Por una parte, no profesaba una gran admiración hacia los milicianos, sin embargo su presencia podría evitar una repetición de esta clase de problemas, era un mal necesario y en cierto modo inevitable.
Malchuskin comenzaba a inquietarse por el retraso. Imaginé que su impaciencia se debía a la necesidad constante de recuperar el tiempo perdido, cuando se lo mencioné comprobé que no le preocupaba tanto como yo pensaba.
—Le recuperaremos tiempo al óptimo en el próximo remolque —me dijo—. El retraso de la vez anterior se debió a la loma. Eso ya quedó atrás, el terreno estará nivelado durante los próximos kilómetros. Me inquieta más el estado de las vías de detrás de la ciudad.
—La milicia las protegerá —dije.
—Sí… pero ellos no pueden evitar que se tuerzan. Ese es el peligro principal de dejarlas allí.
—¿Por qué?
Malchuskin me miró intensamente.
—Estamos a mucha distancia al sur del óptimo. ¿Sabes lo que eso significa?
—No.
—¿Todavía no has estado en el pasado?
—¿Qué significa?
—Un largo camino hacia el sur.
—No… no he estado.
—Bueno, entonces cuando vayas averiguarás lo que ocurre. Entretanto, cree lo que te digo. Mientras más tiempo dejemos las vías tendidas al sur de la ciudad, el riesgo de que queden inútiles aumenta.
Seguía sin haber rastro de la mano de obra. Malchuskin se marchó para hablar con otros dos hombres del gremio de los constructores de vías que acababan de salir de la ciudad. Tardó poco en regresar.
—Esperaremos otra hora y si no viene nadie para entonces cogeremos hombres de alguno de los otros gremios y emprenderemos el trabajo. No podemos esperar más.
—¿Puede hacer eso, usar gente de otros gremios?
—Los trabajadores contratados son un lujo, Helward —me informó—. En el pasado los hombres de mi gremio construían las vías sin ayuda de nadie del exterior. Mover la ciudad es la principal prioridad y nada puede interponerse en su camino. Si fuera necesario, sacaríamos a los de la ciudad aquí fuera a tender vías.
De repente se relajó, se tumbó en el suelo y cerró los ojos. El sol estaba en todo lo alto, calentando más de lo habitual. Advertí la presencia de un frente de nubes al noroeste; la brisa era reposada y la humedad mayor de lo normal. Quedaba un rato antes de que las nubes llegaran, y mi cuerpo magullado necesitaba echarse allí sin hacer nada, y no comenzar a trabajar en las vías.
A los pocos minutos, Malchuskin se incorporó y miró al norte. Un gran número de hombres liderados por cinco trocadores vestidos con sus capas y sus coloridos atuendos venía hacia nosotros.
—Bien… ahora empieza el trabajo —anunció Malchuskin.
A pesar de su mal disimulado alivio, quedaba mucho por hacer antes de empezar. Había que organizar a los hombres en cuatro grupos, y uno que hablara inglés tenía que ser nombrado líder. Luego se procedería al montaje de los camastros y a que ordenaran sus posesiones. Malchuskin se mostró optimista durante todas estas disposiciones, pese al retraso añadido.
—Tienen aspecto de tener hambre —dijo—. No hay nada como un estomago vacío para incitarlos a trabajar.
Eran sin duda un grupo de desaliñados. Todos iban vestidos, pero pocos iban calzados, y la mayoría llevaba el pelo largo y las barbas ralas sin afeitar. Sus ojos aparecían hundidos en sus rostros, varios incluso tenían la barriga hinchada por la falta de alimento. Uno o dos caminaban con dificultad, otro tenía un brazo mutilado.
—¿Son aptos para el trabajo? —le pregunté discretamente a Malchuskin.
—No del todo. Unos pocos días, una buena alimentación, y servirán. Muchos tucos tienen este aspecto cuando los contratamos.
Quedé conmocionado por su apariencia. El modo de vida en aquellos lares era tan terrible como me lo había pintado Malchuskin. Siendo así era fácil entender su resentimiento hacia la gente de la ciudad. Pensé que la ciudad les daba algo que no tenían, les proporcionaba una breve insinuación de lo que significaba estar bien alimentado y llevar una vida cómoda. Una vez terminaba su labor, la ciudad seguía su camino y debían regresar a su antigua existencia.
Se les dio algo de alimento a los hombres, cosa que aumentó el retraso. No obstante, Malchuskin parecía más optimista que nunca.
Finalmente, estuvimos listos para comenzar. Se dividió a los hombres en cuatro grupos, cada uno encabezado por un hombre del gremio. Entonces partimos hacia la ciudad para recoger los vagones y desplazarnos al sur por las vías. Los milicianos continuaban su guardia a ambos lados del trazado. Al cruzar la loma comprobamos que la presencia de los guardias era considerable alrededor de los amortiguadores en el valle que, hasta hace poco, ocupábamos.
Al contar con cuatro equipos tendiendo las vías existía el incentivo adicional de la competencia que se creaba entre ellos. Aunque quizá fuera demasiado pronto para que empezaran con ella; eso vendría con el tiempo.
Malchuskin detuvo el vagón a escasa distancia del amortiguador y le explicó al líder del grupo, un hombre de mediana edad llamado Juan, lo que debía hacerse. Juan se lo comunicó a sus hombres, que asintieron al comprenderlo.
—No tienen la menor idea de lo que han de hacer —me reveló Malchuskin, riendo—. Solo fingen entenderlo.
La primera tarea era desmontar el tope y desplazarlo por la vía hasta una posición detrás de la ciudad. Malchuskin y yo no habíamos hecho más que empezar a explicarles los pasos a seguir para realizar la maniobra de desmontaje cuando el sol se ocultó y la temperatura bajó abruptamente.
Malchuskin miró al cielo.
—Va a estallar una tormenta.
Tras ese comentario ya no le dedicó más atención al clima y continuamos con el trabajo. El primer trueno retumbó en el cielo a los pocos minutos y se sucedieron otros tantos antes de que la lluvia comenzara a caer. Los hombres se alarmaron, pero Malchuskin les impidió parar. Pronto la tormenta estuvo justo encima de nosotros, los relámpagos lo iluminaban todo y los truenos descargaban de tal modo que incluso me asusté. El trabajo no se detuvo a pesar de que no tardamos en estar todos empapados. Oí las primeras quejas, que fueron acalladas por Malchuskin a través de Juan.
La lluvia cesó y el sol volvió a brillar al tiempo que trasladábamos las distintas partes del tope por la vía. Uno de los hombres entonó un canto y pronto los demás se unieron. Malchuskin parecía feliz. El día de trabajo finalizó con la colocación del tope unos metros por detrás de la ciudad. Los otros equipos también pararon una vez montaron los suyos.
Al día siguiente empezamos temprano. Malchuskin seguía de buen humor, aunque insistía en su deseo de reanudar los trabajos tan rápido como fuera posible.
Advertí claramente la causa de su preocupación en cuanto desmontamos las vías más al sur. Las barras que sostenían los raíles a las traviesas estaban torcidas. Tuvimos que arrancarlas manualmente, lo que las arqueó más si cabe, hasta el punto de que no iban a poder ser reutilizadas. Igualmente, al presionar las barras de madera contra las traviesas, estas se astillaron por muchos lugares y varios de los cimientos sufrieron grietas. Malchuskin me comentó que las traviesas podrían reciclarse.
Afortunadamente, los raíles sí se mantenían en buenas condiciones. Malchuskin pensaba que estaban un poco combados, pero que podrían enderezarse sin demasiado esfuerzo. Conversó unos instantes con los otros hombres del gremio y se decidió dejar de usar un rato los vagones para concentrarse en desmontar las vías para que no se estropearan más. Era una decisión con sentido, teniendo en cuenta que nos encontrábamos a tres kilómetros de la ciudad y que cada viaje en el vagón consumía un tiempo considerable.
Al final del día remontamos la vía hasta un punto donde el efecto de la torcedura apenas se notaba. Malchuskin y los otros se mostraron satisfechos. Acabamos la jornada cuando los vagones estuvieron cargados con todas las vías y traviesas que cupieron.
Y así se desempeñó mi labor en las vías. Tras mi período de diez días de trabajo, la retirada de los viejos tramos iba avanzada, la mano de obra funcionaba bien en grupos y el nuevo tramo de vías al norte de la ciudad estaba siendo tendido. En el momento de mi marcha vi a Malchuskin más contento que nunca. No me sentí en absoluto culpable de tomarme mi permiso de dos días.
Victoria me esperaba en su habitación. Mis hematomas y magulladuras ya se habían curado casi por completo, por lo que decidí no comentar nada del asunto. Era evidente que no le habían llegado noticias de la trifulca: no me preguntó nada al respecto.
Aquella mañana di un paseo hasta la ciudad tras abandonar la cabaña de Malchuskin, disfruté de esas horas tempranas en las que el sol todavía no castigaba en exceso. Con esa sensación, le sugerí a Victoria que subiéramos a la plataforma.
—Creo que a esta hora está cerrada —me dijo—. Iré a ver.
Desapareció unos momentos y al regresar lo confirmó.
—Supongo que la abrirán después del mediodía —dije, pensando que para entonces el sol ya no sería visible desde la plataforma.
—Quítate la ropa —me ordenó—. Hace falta lavarla de nuevo.
Comencé a desvestirme. De repente, Victoria se echó sobre mí para rodearme con los brazos. Al besarnos nos dimos cuenta de que en realidad estábamos muy contentos de vernos.
—Te estás poniendo fuerte —me dijo al tiempo que me quitaba la camisa y me pasaba una mano por el pecho.
—Es por todo lo que estoy trabajando —dije, desabotonándole a ella el vestido.
A consecuencia de este cambio de planes, Victoria tardó un rato en llevar la ropa a la lavandería. Aproveché el momento de soledad para disfrutar de la comodidad de una cama de verdad.
Tras comer algo como almuerzo, advertimos que el acceso a la plataforma estaba abierto, así que subimos. Esta vez no estábamos solos, dos hombres de la administración educativa que nos conocían del orfanato habían llegado antes que nosotros. Nos enfrascamos en un aburrido intercambio de relatos sobre lo acaecido desde nuestra mayoría de edad. Por la expresión de su rostro advertí que Victoria estaba tan aburrida como yo, pero ninguno de los dos hicimos ademán de acabar con la charla.
Los hombres terminaron por despedirse y regresar al interior.
Victoria me guiñó el ojo y se echó a reír.
—Dios mío, me alegro de que ya no estemos en el orfanato —declaró.
—Lo mismo digo. Y yo que pensaba que nuestros profesores eran gente interesante…
Nos sentamos juntos a mirar el paisaje. Desde esta zona de la ciudad era imposible ver lo que ocurría en el lateral, donde yo sabía que los equipos de trabajo se estaban desplazando por las vías de norte a sur en los vagones.
—Helward, ¿por qué se mueve la ciudad?
—No lo sé. Al menos no con total certeza.
—Ignoro lo que los gremios creen que pensamos al respecto. Nadie habla sobre ello, aunque solo hace falta venir aquí arriba para darse cuenta de que la ciudad se ha movido. Si le preguntas a cualquiera te dicen que eso no es asunto de un funcionario. ¿No podemos ni siquiera hacer preguntas?
—¿No os dicen nada?
—Nada en absoluto. Hace un par de días subí aquí y descubrí que la ciudad se había movido. La plataforma estuvo cerrada durante dos días seguidos y se nos pidió que aseguráramos los objetos sueltos del mobiliario. Eso fue todo.