Un mundo invertido (14 page)

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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un mundo invertido
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Sus pensamientos giraban en torno a Victoria, ya embarazada de muchos kilómetros. El funcionario médico decía que el embarazo iba bien, desde luego lucía un aspecto saludable y estaba muy guapa. A Helward le concedían últimamente algunos días de permiso adicionales para disfrutar de la compañía de su mujer. La ciudad recorría en esos momentos una orografía carente de complicaciones, lo cual era una suerte, ya que si fuera necesaria la construcción de otro puente o surgiera una emergencia de cualquier clase, se recortaría drásticamente su tiempo junto a Victoria.

Había trabajado mucho y muy duro con todos los gremios, exceptuando al suyo propio, el de los exploradores del futuro. Un día, trocador Collings le anunció que estaba cerca de finalizar el período de aprendizaje. De hecho, esa misma tarde iba a visitar a futuro Clausewitz para discutir formalmente sus avances. Helward ardía en deseos de que acabara el proceso. Aunque era aún un adolescente desde el punto de vista emocional, el conocimiento de los entresijos de la ciudad le había convertido en un adulto. Desde luego, durante estos kilómetros había aprendido lo bastante como para considerarse como tal. Era totalmente consciente de las prioridades de la ciudad, a pesar de desconocer sus razones, por lo tanto estaba listo para ser acreditado como un miembro de pleno derecho de un gremio. En esta etapa de su vida, su cuerpo ganó en envergadura y esbeltez y su piel cobró un saludable tono dorado. Un día de trabajo ya no le dejaba secuelas y apreciaba esa sensación de bienestar al saber que se había desempeñado bien una tarea. Era respetado por casi todos los hombres de los gremios en los que había trabajado, debido a su voluntad para trabajar duro sin hacer preguntas. En la ciudad, su vida personal se asentó en una relación amorosa estable con Victoria y se convirtió en un hombre conocido y aceptado en una ciudad cuya seguridad pronto podría serle confiada.

Helward estableció una buena relación de amistad con el trocador Collings. Después de servir los cuatro kilómetros y medio en cada uno de los gremios se le permitió elegir un tramo adicional de prácticas de ocho kilómetros en cualquier gremio que no fuera el suyo. Sin dudarlo eligió volver a trabajar junto a Collings. La labor de trocador le resultaba atrayente, pues le permitía observar el modo de vida de los lugareños.

La zona por la que viajaba la ciudad era alta, los terrenos baldíos. Los asentamientos eran escasos, un conjunto de viviendas alrededor de uno o varios edificios destartalados. La miseria era terrible, las enfermedades el pan nuestro de cada día. No parecía existir ningún tipo de administración centralizada, cada uno de las aldeas poseía sus propios rituales de organización. Algunas veces los recibían con hostilidad, otras entre una casi total indiferencia.

El trabajo del trocador se basaba ante todo en el buen juicio, en evaluar el estado y las necesidades de una comunidad en particular para negociar acorde a ellos. En la mayoría de los casos las negociaciones eran fútiles, la única cosa que todas las aldeas compartían era una especie de entregado letargo. Una vez Collings era capaz de suscitar algún tipo de interés, sus necesidades quedaban enseguida patentes. En general eran fáciles de afrontar. Gracias a sus altos niveles de organización y a la tecnología disponible, la ciudad había acumulado una gran cantidad de alimentos, medicinas y productos químicos que, por mor de la experiencia, sabía cómo administrar y en qué medida. Así pues, ofreciendo antibióticos, semillas, fertilizantes, purificadores de agua (o en algunos casos, la reparación puntual de algún edificio), los trocadores sentaban una buena base para luego realizar sus propias peticiones.

Collings trató de enseñarle español a Helward, pese a su poca habilidad para los idiomas. Aprendió unas pocas frases de escasa utilidad cuando la negociación se alargaba, cosa que pasaba a menudo.

Se acordaron los términos con el asentamiento que acababan de dejar. Se enviarían veinte hombres para trabajar en las vías de la ciudad y se les prometió el envío de otros diez procedentes de una pequeña aldea a poca distancia de esta. Además, cinco mujeres se prestaron voluntarias (o fueron obligadas, Helward no estaba seguro del todo y no se lo preguntó a Collings) para mudarse a la ciudad. Collings y él regresaban a casa para obtener los suministros prometidos y preparar a los diversos gremios para la nueva inyección temporal de población. Collings decidió que todas las personas deberían ser examinadas médicamente, lo cual suponía una carga adicional para los funcionarios médicos.

A Helward le gustaba trabajar al norte de la ciudad. Este sería pronto su territorio, aquí, más allá del óptimo era donde el gremio de los exploradores del futuro realizaba su trabajo. Frecuentemente veía a miembros de su gremio cabalgando al norte, adentrándose en las lejanas tierras por donde algún día discurriría la ciudad. Una o dos veces se encontró con su padre e intercambiaron algunas palabras. Helward había esperado que, tras su experiencia como aprendiz, cayeran las barreras que los separaban, pero la incomodidad que su progenitor sentía en su compañía seguía estando igual de presente. Helward sospechaba que no había ninguna razón profunda o sutil para ello, ya que Collings le habló una vez del gremio del futuro y mencionó algo sobre su padre.

—Es un hombre con el que es difícil hablar —le dijo—. Es agradable si llegas a conocerle, pero bastante reservado.

Pasada media hora, Helward volvió a montar en su yegua y continuó a paso lento por la misma senda. Se acabó encontrando con Collings, que descansaba a la sombra de un gran peñasco. Helward se unió a él para compartir algo de comida. Como gesto de buena voluntad, el líder del asentamiento les había dado un gran pedazo de queso fresco del que comieron un poco. Un descanso de su dieta diaria de comida sintética era de agradecer.

—Si comen estas cosas —apuntó Helward—, no entiendo el uso que pueden darle a nuestra morralla.

—No te creas que comen esto todos los días, este era el único que les quedaba. Probablemente lo han robado de otro lugar, no vi que criaran ganado.

—¿Entonces por qué nos lo dieron?

—Nos necesitan.

Al poco rato ambos hombres siguieron su camino a pie llevando los caballos por las riendas. Helward tenía ganas de volver a la ciudad, aunque al mismo tiempo lamentaba el fin de esta fase de su período de aprendizaje. Se dio cuenta de que esta sería posiblemente la última vez que pasaría tanto tiempo con Collings, así que sintió la necesidad, largamente demorada, de hablar con él sobre un asunto que le atormentaba y del que no podía hablar con ninguno de los otros hombres con los que había entablado relación fuera de la ciudad. A pesar de todo, le dio otras cuantas vueltas más al tema en su cabeza antes de decidirse a sacarlo.

—Estás demasiado callado —le dijo Collings de repente.

—Lo sé… lo siento. Estaba pensando sobre todo esto. No sé si estoy preparado para convertirme en un hombre del gremio.

—¿Por qué?

—No es fácil decirlo. Es una duda vaga.

—¿Quieres hablar sobre ello?

—Sí. Eso es… ¿Puedo?

—No veo por qué no.

—Bueno… alguno de los miembros no querría hablar de ello —dijo Helward—. Estaba muy confundido la primera vez que salí de la ciudad y aprendí entonces a no hacer muchas preguntas.

—Depende de la naturaleza de las preguntas —dijo Collings.

Helward decidió abandonar sus intentos por justificarse.

—Se trata de dos cosas —comenzó—: el óptimo y el juramento. No estoy seguro de ninguno de los dos.

—No me sorprende. He trabajado con docenas de aprendices en todos estos kilómetros, todos se preocupan por lo mismo.

—¿Puede contarme lo que quiero saber?

Collings meneó la cabeza.

—Lo del óptimo no. Eso te toca averiguarlo por ti mismo.

—Lo único que sé es que se desplaza hacia el norte. ¿Es una circunstancia arbitraria?

—No es arbitraria… siento no poder hablarte de ello. Te prometo que averiguarás muy pronto lo que quieres saber. ¿Qué problema tienes con el juramento?

Helward permaneció callado un momento.

—Si supiera que lo he roto, si se enterara ahora mismo, tendría que matarme, ¿verdad?

—En teoría sí.

—¿Y en la práctica?

—Me preocuparía unos días por el asunto y probablemente se lo mencionaría a alguien de otro gremio para ver lo que me aconsejaba. ¿No lo has roto, verdad?

—No estoy seguro.

—Será mejor que me hables de ello.

—De acuerdo.

Helward empezó a relatarle las preguntas que Victoria le había hecho al principio de su relación, tratando de no adentrarse demasiado en los detalles. Collings guardaba silencio, así que inevitablemente los derroteros de la historia adquirieron tintes más específicos y acabó contándole casi palabra por palabra todo lo que le había revelado a su esposa.

—No creo que tengas nada de lo que preocuparte —le dijo Collings una vez terminó de hablar.

Helward se sintió aliviado, pero ese pellizco en el estómago no le iba a desaparecer tan fácilmente.

—¿Por qué no?

—Contarle esas cosas a tu esposa no ha traído ningún mal a la ciudad.

Esta apareció en el horizonte mientras hablaban, rodeada de la acostumbrada actividad en torno a las vías.

—No puede ser tan simple como eso —insistió Helward—. El juramento es muy concreto en sus palabras y la pena por incumplirlo no es precisamente leve.

—Cierto… sin embargo los miembros de ahora lo heredaron de los originales. El juramento nos fue legado y nosotros lo legamos. Tú mismo lo harás cuando llegue tu momento. Eso no quiere decir que los gremios estén de acuerdo con él, sino que nadie ha aparecido con una buena alternativa.

—¿Entonces los gremios se desharían de él si les fuera posible? —preguntó Helward.

Collings sonrió.

—Eso no es lo que he dicho. La historia de la ciudad se remonta mucho tiempo atrás. El fundador fue un hombre llamado Francis Destaine, del que se cree que dictó los términos del juramento. Según se puede entender por los registros de aquel tiempo, un régimen de secretismo era deseable. Pero hoy en día… bueno, las cosas están un poco más relajadas.

—Sin embargo, el juramento continúa tal cual.

—Sí, y creo que sigue teniendo una función. Hay una gran cantidad de personas en el interior de la ciudad que no saben lo que pasa aquí fuera y que nunca lo sabrán. Esas personas son las que se ocupan de las labores administrativas. Tienen contacto con personas del exterior (las mujeres transferidas allí, por ejemplo), y si hablaran con demasiada libertad quizá la verdadera naturaleza de la ciudad se convertiría en algo común para la gente de fuera. Ya hemos tenido problemas con los lugareños, los tucos, como los llaman los de la milicia. La existencia de la ciudad es complicada, su seguridad debe resguardarse a toda costa.

—¿Estamos en peligro?

—En este momento no. Pero, si se produjera un sabotaje, el peligro sería inmediato y enorme. No somos muy populares en el estado actual de las cosas… no es muy beneficioso para nosotros que los lugareños conozcan nuestros puntos débiles.

—¿Entonces puedo hablar abiertamente con Victoria?

—Aplica tu propio juicio. Es la hija de Lerouex, ¿verdad? Una chica sensata. Mientras no le cuente a nadie lo que sabe, no puede hacer daño. Pero no hables con mucha gente.

—No lo haré —aseguró Helward.

—Y no vayas diciendo por ahí que el óptimo se mueve. No es así.

Helward lo miró sorprendido.

—Me dijeron lo contrario.

—Te informaron mal. El óptimo está quieto.

—¿Entonces por qué la ciudad nunca lo alcanza?

—De vez en cuando lo hace —admitió Collings—. No permanece allí mucho tiempo. El terreno se desplaza al sur y nos aleja de él.

2

Las vías se extendían hasta aproximadamente un kilómetro y medio al norte de la ciudad. Al pasar por su lado, Helward y Collings vieron cómo transportaban uno de los cables de los cabrestantes hacia una de las torres de arrastre. La ciudad avanzaría de nuevo en un día o dos.

Prosiguieron su camino hacia ella llevando a los caballos por sus riendas. En ese lado, el norte, se ubicaba el oscuro túnel que surcaba las entrañas de la ciudad, el único acceso oficial al interior.

Helward acompañó a Collings hasta los establos.

—Adiós, Helward.

Helward estrechó cálidamente la mano que le tendió.

—Lo dices con mucha rotundidad —señaló Helward.

Collings se encogió ligeramente de hombros.

—No voy a verte en algún tiempo. Buena suerte, hijo.

—¿Adónde vas?

—Yo a ningún sitio. Tú eres el que se va. Cuídate, aprende todo lo que puedas.

Antes de que a Helward pudiera responder, el hombre se dio la vuelta y se perdió en la oscuridad de los establos. Estuvo tentado de seguirle, pero su instinto le avisó de que no serviría de mucho. Quizá Collings ya le había dicho más de lo debido.

Con sentimientos encontrados, Helward cruzó el túnel en busca del ascensor. Cuando entró en él apretó el número correspondiente a la planta cuarta, donde se suponía que se encontraba Victoria.

No estaba en su habitación, así que fue a buscarla a la planta de producción de sintéticos. Aunque se hallaba embarazada de veintinueve kilómetros, su intención era seguir trabajando el mayor tiempo posible.

Al verlo dejó su puesto y ambos regresaron juntos a su habitación. Le quedaban dos horas antes de ir a visitar a futuro Clausewitz, tiempo que ocupó hablando de temas intrascendentes con su esposa. Luego, cuando hallaron la puerta abierta, pasaron unos minutos en la plataforma exterior.

A la hora señalada, Helward subió a la séptima planta, donde se ubicaban las salas de los diferentes gremios. No visitaba a menudo esta parte de la ciudad. Todavía se sentía ligeramente asombrado al encontrarse por los pasillos a los miembros de mayor edad de los gremios o a los mismísimos navegantes.

Clausewitz le esperaba en la sala del gremio de los exploradores del futuro, solo. Le dispensó un cordial recibimiento, incluso le ofreció algo de vino.

Una pequeña ventana de la sala de los futuros permitía disfrutar de una vista panorámica del norte de la ciudad. Al fondo, Helward distinguió los terrenos elevados donde había trabajado los días anteriores.

—Has progresado mucho, aprendiz Mann.

—Gracias, señor.

—¿Te sientes preparado para convertirte en un futuro?

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