Un mundo invertido (18 page)

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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un mundo invertido
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Se cruzó con ella a unos cien metros del campamento. Iba cargada con un puñado de manzanas maduras rojas que dijo haber encontrado por el camino. Helward probó una. Estaba dulce y jugosa; entonces recordó el consejo de Clausewitz. La razón le decía que Clausewitz se equivocaba, no obstante le devolvió reticente la manzana a Caterina, que se comió el resto.

Asaron una de las manzanas en las brasas del fuego para luego deshacerla. Alimentaron al bebé dándole pequeños pedacitos. En esta ocasión asimiló la comida y gorgoteó feliz. Rosario estaba aún demasiado débil para cuidarlo, así que Caterina lo tendió en su cuna. Al poco tiempo se quedó dormido.

Lucía no vomitó, aunque el estómago siguió doliéndole toda la mañana. Rosario, aparentemente recuperada, se comió una de las manzanas.

Helward se comió el resto de la amarillenta comida sintética. No se puso enfermo.

Ese mismo día Helward ascendió a lo alto del barranco y caminó por el lado norte. Varios kilómetros temporales atrás se habían perdido varias vidas en ese lugar para que la ciudad cruzara el barranco. El paisaje le resultaba familiar, a pesar de que la mayoría del equipo usado en su momento ya no se encontraba allí; aquellos días y noches de actividad febril seguían vívidos en su memoria. Miró al otro lado del barranco, al lugar donde se construyera el puente.

La brecha le pareció menos ancha que la primera vez que la vio, el barranco menos profundo. Quizás en aquella época era más impresionable y exageró el obstáculo que representaba para la ciudad.

No, no podía ser. Estaba seguro de que el barranco era más ancho.

Recordaba que cuando la ciudad cruzó el puente, el tramo de vías era de unos sesenta metros de largo. En la actualidad, el lugar donde estuvo el puente no sobrepasaba los diez.

Helward se quedó mirando al lado opuesto un largo rato, sin entender el porqué de esta aparente contradicción. Se le pasó algo por la cabeza.

El puente se construyó siguiendo las especificaciones exactas de los ingenieros. Él mismo trabajó muchos días en la construcción de las torres de suspensión, sabía que las dos torres a cada lado del barranco se planearon a la distancia exacta necesaria para dar paso a la ciudad.

Esa distancia era de cuarenta y cinco metros. Unos cuarenta pasos.

Se aproximó al lugar donde se erigió una de las torres septentrionales y caminó hacia su gemela. Contó cincuenta y ocho pasos.

Miró al fondo del precipicio desde el borde. Recordaba claramente el riachuelo de abajo, la gran profundidad a la que parecía estar cuando se construyó el puente. El descenso hasta el lugar donde montó el campamento, junto al riachuelo, era ahora bastante fácil.

Le sobrevino otro pensamiento. La rampa que bajó la ciudad a tierra firme se construyó al norte. Los restos de los cuatro tramos de vías corrían paralelos en esa dirección, todavía claramente visibles.

Si las dos torres estaban ahora más alejadas, ¿qué pasaba con las vías?

Tras tantas horas trabajando codo a codo con Malchuskin, Helward tenía un conocimiento profundo de los raíles y sus traviesas. Las vías medían poco más de un metro, las traviesas medían menos de dos metros. El tamaño de las cicatrices dejadas por las traviesas en el suelo era bastante mayor. Las midió a ojo. Calculó que alcanzaban unos dos metros de largo y una profundidad menor de lo esperado. Sabía que era imposible, la ciudad utilizaba traviesas estándar, las zanjas cavadas para ellas siempre eran aproximadamente del mismo tamaño.

Comprobó las otras para estar seguro; todas sobrepasaban en algo menos de un metro la medida adecuada.

Además estaban demasiado pegadas las unas a las otras. Las traviesas eran tendidas por los equipos de trabajo a metro y medio de distancia, no a apenas unos centímetros como estaban estas.

Helward pasó los siguientes minutos realizando medidas similares; bajó al torrente, lo vadeó (también lo encontró más estrecho y superficial que antes), y escaló con destino al borde sur.

A este lado las medidas de los restos del paso de la ciudad entraban también claramente en conflicto con las que sabía correctas.

Regresó al campamento confuso y bastante preocupado.

Las chicas tenían mejor aspecto, sin embargo el bebé había vomitado de nuevo. Le dijeron que habían estado comiendo las manzanas traídas por Caterina. Partió una por la mitad y la examinó con detenimiento. No vio ninguna diferencia respecto a cualquier otra manzana que hubiera comido en su vida. Se sintió de nuevo tentado a darle un bocado, en cambio se la tendió a Lucía.

De repente pensó en algo.

Clausewitz le advirtió que no comiera comida local, teóricamente porque no era originaria de la ciudad. Le había dicho que estaba bien comer comida local siempre que la ciudad se encontrara cerca del óptimo; aquí, tantos kilómetros al sur, no se producía esa circunstancia. Si se limitaba a comer los alimentos de la ciudad no se pondría enfermo.

Las chicas no eran de la ciudad. Quizás era la comida sintética lo que las ponía enfermas. Podían comer alimentos fabricados en la ciudad si se hallaban cerca del óptimo, pero no aquí.

Todo tenía sentido salvo por el bebé. A excepción de los pocos pedazos de manzana, lo único que tomó fue la leche materna, algo que en teoría no debería dañarle.

Se acercó a Rosario para examinar a la criatura, que yacía en su cuna con el rostro colorado y manchado de lágrimas secas. Ahora no lloraba, solo se agitaba un poco. Helward sentía pena por el niño, se preguntaba qué podría hacer para ayudar.

Fuera de la tienda, Lucía y Caterina estaban de buen humor. Le hablaron en cuanto salió, pero él siguió su camino y se sentó junto al arroyo. Su cabeza no paraba de elucubrar.

El único alimento del bebé era la leche materna. Supongamos que la madre ahora estaba en una situación diferente, alejada del óptimo. Ella no era de la ciudad, el bebe sí. ¿Marcaba eso la diferencia? No tenía mucho sentido, el bebé salió del cuerpo de la madre, pero era una posibilidad.

Regresó al campamento y preparó algo de comida sintética y leche en polvo, teniendo cuidado de usar en el proceso solo agua traída de la ciudad, luego se la dio a Rosario para que alimentara al bebé.

Al principio no le gustó la idea, pero no tardó en ceder. El bebé aceptó la comida y a las dos horas dormía plácidamente de nuevo.

El día transcurrió lentamente. En el fondo del barranco el aire era cálido. La frustración de Helward regresó. Comprendió que si sus suposiciones eran correctas ya no podría ofrecerles a las chicas su comida. Por otro lado, quedaban cuarenta y ocho kilómetros de camino, no podrían sobrevivir a base de manzanas.

Al rato, les contó la situación y les sugirió que de momento comieran el alimento de la ciudad en pequeñas cantidades, aportando como suplemento lo que encontraran por el camino. Les extrañó, pero se mostraron de acuerdo.

El sofocante mediodía siguió su curso. La inquietud de Helward no se transmitió a las chicas, que alegres y retozonas se burlaban de su feo uniforme. Caterina dijo que iba a darse otro baño y Lucia dijo que la acompañaba. Ambas se desnudaron delante de él y le obligaron a hacer lo mismo entre risas. Chapotearon en el agua un largo rato; incluso se les unió Rosario, cuya actitud hacia él dejó de ser recelosa.

Pasaron el resto del día tendidos junto a la tienda, tomando el sol.

Aquella noche, Lucía le cogió de la mano justo cuando estaba a punto de meterse en la tienda y le alejó del campamento. Le hizo el amor apasionadamente, aferrándose a Helward con fuerza, como si él fuera la única fuerza real que la uniera al mundo.

A la mañana siguiente, Helward percibió celos entre Lucía y Caterina, así que levantó el campamento lo antes posible.

Las condujo sobre el arroyo y ascendió a la tierra firme al sur del barranco. Prosiguieron su camino junto a la vía exterior izquierda. El paisaje de alrededor le resultaba familiar, era la región por donde la ciudad circulaba la primera vez que salió al exterior. Delante, unos tres kilómetros al sur, vio la gran loma que la ciudad tuvo que rebasar en el primer remolque que presenció.

A media mañana se detuvieron a descansar. Helward recordó que existía una aldea a apenas tres kilómetros al oeste de donde se hallaban. Se le ocurrió que podrían conseguir comida allí para resolver el problema de la alimentación de las chicas y les hizo partícipes de su idea.

El problema surgió a la hora de decidir quién iba a ir. Sentía que era una responsabilidad que le correspondía, pero necesitaría al menos a una de las chicas para que le sirviera de intérprete. No quería dejar a ninguna sola con el bebé, y si elegía a Caterina o a Lucía la descartada mostraría con mayor claridad la rivalidad que aparentemente existía por ganarse su afecto. Al final eligió a Rosario para acompañarle, la reacción de las otras le hizo pensar que había hecho lo correcto.

Partieron en la dirección aproximada hacia la que se ubicaba la aldea y la encontraron sin dificultades. Tras una larga conversación entre Rosario y tres hombres de la aldea, estos le entregaron algo de carne seca y algunos vegetales crudos. Todo se sucedió con fluidez (Helward se preguntaba qué tácticas de persuasión habría utilizado Rosario), y pronto estuvieron de vuelta con las otras.

Al caminar unos pocos metros tras Rosario, Helward reparó en algo que no había notado antes.

Su complexión era más gruesa que la de las otras dos chicas, los brazos y el rostro más redondeados y carnosos. La chica tenía una ligera tendencia a la gordura, algo que a Helward le resultó evidente de manera repentina. Con un leve interés al principio y mayor atención después, notó que la tela de su blusa se ceñía más a su espalda. La ropa no le quedaba tan apretada antes… se la habían dado en la ciudad y allí le iba bien. Helward se fijó en sus pantalones, muy ceñidos en la zona del trasero y en cambio con el dobladillo arrastrándole por el suelo cuando andaba. A pesar de que ahora iba descalza, no recordaba que le quedaran tan largos antes.

La alcanzó para caminar a su lado.

La blusa le quedaba pequeña por delante, le comprimía los pechos y las mangas eran demasiado largas. Por si fuera poco, la chica le pareció bastante más bajita que el día anterior.

Al reunirse con las otras, Helward advirtió que a ellas tampoco les quedaba bien la ropa. Caterina tenía atada la blusa delante como siempre; Lucía, abotonada, y la presión hacía que la tela se separara entre los botones.

Intentó espantar el curioso fenómeno de su mente, a pesar de que a medida que se internaban en el sur era algo cada vez más obvio. El resultado era inevitablemente cómico. Rosario se rompió la parte trasera del pantalón al agacharse para atender al bebé. Uno de los botones de la blusa de Lucía salió disparado cuando levantó el brazo para beber agua de la garrafa. A Caterina se le rasgó la tela por las costuras de las axilas.

Un kilómetro y medio después, Lucía perdió otros dos botones. Llevaba la blusa abierta por delante casi por completo, así que se la anudó del mismo modo que Caterina. Las tres chicas le dieron una vuelta a los dobladillos del pantalón para disminuir la considerable incomodidad que les producía.

Helward detuvo la marcha a la sombra de una pendiente y allí mismo levantaron el campamento. Una vez hubieron comido, las chicas se quitaron las ropas encogidas y se metieron en la tienda. Bromearon con Helward respecto a su uniforme, ¿acaso no iba a encoger también? Se quedó sentado en el exterior de la tienda, no tenía sueño todavía y no quería meterse dentro con ellas.

El bebé empezó a llorar, así que Rosario salió de la tienda para buscar algo de comida. Helward le dijo algo a lo que ella no respondió. La observó mientras la veía añadiendo agua a la leche en polvo, contemplando su cuerpo desnudo desde una perspectiva completamente asexuada. Solo la había visto desnuda el día anterior, pero estaba seguro de que no tenía ese aspecto. Entonces era casi tan alta como él, ahora en cambio parecía achaparrada, rolliza.

—Rosario, ¿está Caterina aún despierta?

Asintió sin abrir la boca y regresó a la tienda. Unos momentos después Caterina apareció delante de él y Helward se puso en pie.

Se miraron el uno al otro, iluminados por el fuego de la hoguera. Caterina no dijo nada, Helward tampoco sabía qué decir. Ella también había cambiado… Al momento Lucía se unió a ellos, colocándose al lado de Caterina.

Ahora lo tenía claro del todo. En algún momento del día, la apariencia física de las chicas había cambiado.

Las miró a las dos. Ayer, desnudas junto al arroyo, sus cuerpos eran largos y flexibles, sus pechos redondos y llenos.

Ahora los brazos y las piernas eran más cortos, gruesos. Los hombros y las caderas anchos; la forma de los pechos, menos curvada y la distancia entre ellos, mayor. Los rostros ganaron también en redondez, los cuellos perdieron longitud.

Se acercaron y se quedaron quietas delante de él. Lucía agarró el cierre del cinturón del uniforme de aprendiz entre las manos. Sus labios estaban húmedos. Rosario les observaba desde la entrada de la tienda.

7

A la mañana siguiente, Helward notó que las chicas habían seguido cambiando a lo largo de la noche. Calculó que ninguna de ellas sobrepasaba ya el metro y medio de altura. Además, hablaban más rápido que antes y el tono de sus voces era más agudo.

Ninguna pudo entrar en sus ropas aquella mañana. Lucía lo intentó sin éxito, las piernas no le cupieron en las perneras del pantalón y rompió las mangas de la camisa al forzar la tela. Levantaron el campamento y dejaron allí la ropa. Continuaron el camino desnudas.

Helward no podía apartar los ojos de ellas. Cada hora que pasaba la transformación se tornaba más evidente. Sus piernas eran tan cortas que solo les era posible dar pequeños pasos, por lo que se veía obligado a aminorar los suyos para no dejarlas demasiado rezagadas. Por si fuera poco, su postura estaba doblándose en un ángulo extraño, de tal forma que vistas desde delante parecían estar estiradas hacia atrás.

Ellas también le miraban a él y cuando se detuvieron a beber se produjo un extraño silencio mientras los miembros de aquel extraño grupo se pasaban el agua de unos a otros.

A su alrededor se advertían signos de un inexplicable cambio en el paisaje. Los restos de la vía exterior izquierda que seguían eran apenas perceptibles. La última impresión visible que Helward distinguió de una de las zanjas de las traviesas medía unos trece metros y apenas un dedo de profundidad. El siguiente tramo de vías, el interior izquierdo, resultaba inapreciable. Poco a poco, la distancia entre cada tramo se ampliaba hacia el este, a ochocientos metros o más.

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