Un mundo invertido (29 page)

Read Un mundo invertido Online

Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un mundo invertido
2.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se resbaló de nuevo al remontar la orilla, pero esta vez Elizabeth no se rió. Le vio encaminarse a los árboles, sin coger sus cosas. El rifle seguía en su lugar. La miró por encima del hombro, sin dejar de andar, así que Elizabeth dejó de seguirle con los ojos y volvió la vista al río.

A su regreso llevaba de las riendas a los dos caballos. La mujer se levantó y condujo al suyo cerca del agua.

De pie entre los dos animales, Elizabeth acarició el cuello de la yegua de Helward.

—Es preciosa —dijo—. ¿Es tuya?

—En realidad no. Simplemente la cabalgo más a menudo que los otros.

—¿Cómo la llamas?


Mmm
… No le he puesto nombre, ¿debería?

—Solo si así lo deseas. El mío tampoco tiene nombre.

—Me gusta cabalgar —dijo Helward de repente—. Es lo mejor de mi trabajo.

—Eso y chapotear en los ríos. ¿A qué te dedicas?

—Soy un… no lo sé, no hay manera de etiquetarlo. ¿Y tú?

—Soy enfermera, al menos oficialmente. Hago muchas cosas.

—Nosotros tenemos enfermeras —dijo—. En la… en el lugar de donde vengo.

Observó al hombre con un renovado interés.

—¿Dónde está ese lugar?

—Es una ciudad. Al sur.

—¿Cómo se llama?

—Tierra. Aunque la mayor parte del tiempo la llamamos simplemente «la ciudad».

Elizabeth sonrió inconscientemente, no estaba segura de haber oído bien.

—Háblame de ella.

Negó con la cabeza. Los caballos habían terminado de beber y hociqueaban entre ellos.

—Será mejor que siga mi camino —dijo Helward.

Se acercó rápidamente a sus cosas, las cogió y las metió en las alforjas a toda prisa. Elizabeth le examinaba con curiosidad. Una vez terminó de guardarlo todo, tomó las riendas, le dio la vuelta al caballo y echó a andar junto a él por la orilla. En la linde del bosque echó la vista atrás.

—Lo siento. Debes pensar que soy un maleducado. Es solo que… no eres como los otros.

—¿Los otros?

—La gente de por aquí.

—¿Es eso algo malo?

—No. —Miró a su alrededor, como si buscara una excusa adicional para quedarse allí parado. Cambió de idea de repente y amarró el caballo al árbol más cercano.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Por supuesto.

—Me preguntaba si… ¿me permitirías hacerte un dibujo?

—¿Un dibujo?

—Sí… solo un boceto. No soy muy bueno, no lo he hecho muchas veces. Me paso mucho tiempo dibujando aquí arriba.

—¿Era eso lo que hacías cuando te he visto hace un rato?

—No. Eso era un simple mapa. Me refiero a dibujos de verdad.

—De acuerdo, ¿quieres que pose para ti?

Metió la mano en su alforja, de donde extrajo un puñado de papeles de diferentes tamaños. Los barajó nervioso, entre ellos se podían ver varios bosquejos.

—Quédate ahí de pie —dijo—. No… mejor junto al caballo.

Se sentó a la orilla del río, haciendo equilibrio en las rodillas con los papeles. Ella lo observaba, aún desconcertada por el súbito cambio de parecer; sentía una creciente seguridad en sí misma que no era propia de su personalidad. Él la miraba por encima del papel.

Elizabeth estaba de pie junto a su caballo, con un brazo sobre el cuello del animal, dándole golpecitos tranquilizadores; el caballo presionaba su hocico contra ella como toda respuesta.

—No estás en una buena posición —dijo Helward—. Gírate un poco hacia mí.

Esa seguridad en sí misma alcanzó un punto de inflexión cuando se dio cuenta de que estaba en una pose antinatural y extraña.

Él no paraba de mover el lápiz y pasar rápidamente de una hoja a otra. Ella comenzó a relajarse. Decidió no prestarle atención a él, la dedicó a acariciar al caballo. Pasado un rato le pidió que se sentara en la montura, pero ya estaba algo cansada.

—¿Puedo ver lo que has hecho?

—Nunca se lo enseño a nadie.

—Por favor, Helward. Jamás me han dibujado.

Echó una ojeada a los dibujos y seleccionó dos o tres.

—No sé lo que vas a pensar.

Se los quitó de las manos.

—Dios mío, ¿tan delgada estoy? —dijo apenas sin pensar.

Helward trató de arrebatárselos.

—Devuélvemelos.

Esta se dio la vuelta y miró los demás. Se notaba que era ella, aunque el sentido de la proporción era… inusual. Tanto mujer como caballo estaban dibujados demasiado altos y delgados. El efecto no era desagradable, pero sí extraño.

—Por favor… me gustaría que me los devolvieras.

Se los entregó y los puso al final del montón. Se giró abruptamente, y se dirigió junto a su caballo.

—¿Te he ofendido? —le preguntó Elizabeth.

—No pasa nada. Sabía que no debería habértelos enseñado.

—Creo que son excelentes. Es solo que… es un poco chocante verse a través de los ojos de otra persona. Ya te he dicho que nunca me han dibujado.

—Eres difícil de dibujar.

—¿Puedo ver algunos de los otros?

—No te interesarían.

—Mira, no intento ser obsequiosa. De verdad estoy interesada.

—De acuerdo.

Le cedió el montón de papeles y se encaminó hacia su caballo. Sentada, mirando los papeles con los dibujos, era consciente de que él estaba detrás, fingiendo ajustar el arnés de la yegua, aunque en realidad la miraba a hurtadillas intentando descubrir su reacción.

Los temas eran variados. Unas pocas de su caballo pastando, otras de pie, echando la cabeza hacia atrás, etcétera. Eran enormemente naturales, con unas pocas líneas lograba captar la verdadera esencia del animal, orgulloso pero dócil, domado por su propio amo. Curiosamente, las proporciones eran las correctas. Había dibujos de un hombre (¿se trataba de autorretratos o era el hombre al que vio antes?) con la capa puesta, sin la capa, de pie junto al caballo y usando la videocámara. De nuevo, las proporciones eran casi completamente correctas.

Había unos cuantos bosquejos del paisaje; árboles, un río, una curiosa estructura arrastrada por unas cuerdas, una serie de colinas. No era tan bueno en el tratamiento de esos temas, a veces las proporciones estaban bien, otras existía una extraña distorsión que le costaba identificar. ¿Era un problema de perspectiva? No lo sabía, carecía de los conceptos artísticos necesarios para definirlo.

Al final del montón encontró los dibujos que había hecho de ella. Los primeros no eran muy buenos, intentos vanos. Los tres que le enseñó eran de lejos los mejores, a pesar de esa rara y desconcertante elongación de su figura y la del caballo.

—¿Y bien? —le preguntó al fin.

—Yo… —No encontraba las palabras adecuadas—. Creo que son muy buenos. Muy inusuales. Tienes un ojo excelente.

—Eres un tema difícil.

—Me gusta uno en particular. —Lo busco entre el montón, era uno del caballo con la melena al viento—. Es muy real, vivo.

Él sonrió.

—Ese es también mi favorito.

Hojeó de nuevo los dibujos. No había entendido una cosa. En uno de los dibujos del hombre, al fondo, en lo alto, había una extraña figura de cuatro puntas. También estaba en los cuatro bocetos que hizo de ella.

—¿Qué es esto? —le preguntó señalándolo con el dedo.

—El sol.

La respuesta le hizo fruncir el ceño, aunque no insistió. Sentía que ya le había hecho el suficiente daño a su ego artístico.

—¿Puedo quedarme con este?

—Pensaba que no te gustaba.

—Sí me gusta. Creo que es maravilloso.

La miró con atención, como si tratara de adivinar si decía la verdad, entonces le quitó de las manos el montón de papeles.

—¿Te gustaría tener también este?

Le entregó el del caballo.

—No podría. Ese no.

—Me gustaría que te lo quedaras —le dijo—. Eres la primera persona que lo ha visto.

—Eh… gracias.

Guardó con cuidado los otros papeles en la alforja y la cerró.

—¿Dijiste que tu nombre era Elizabeth?

—Prefiero que me llamen Liz.

Asintió gravemente.

—Adiós, Liz.

—¿Te vas?

No respondió, soltó el caballo y se montó en él. Se fue alejando poco a poco, salpicando agua del poco profundo río a su paso y aligerando al galope hasta perderse de vista tras los árboles.

3

De vuelta a la aldea a Elizabeth no le apetecía trabajar. Estaba esperando un envío de medicamentos en buen estado y le habían prometido la llegada de un médico hacía ya más de un mes. Había hecho lo que podía para que los aldeanos tuvieran una dieta equilibrada (los víveres eran escasos) y se ocupaba de tratar las afecciones fáciles como contusiones, erupciones y ese tipo de cosas. La semana anterior ayudó a una mujer en el parto; fue la primera vez que se sintió útil desde su llegada.

Tenía muy fresco en la memoria el extraño y reciente encuentro en el río. Decidió regresar al cuartel general antes de lo previsto.

Antes de irse se topó con Luiz.

—Si esos hombres vuelven —le dijo Elizabeth—, trata de averiguar lo que quieren. Estaré de vuelta por la mañana. Si vienen antes de que llegue, intenta que se queden hasta entonces. Averigua también de dónde provienen.

Ya era de noche cuando llegó al cuartel general, que se hallaba a once kilómetros. El lugar estaba casi desierto, la mayoría de los operarios de campo no regresaban durante varias noches consecutivas. Tony Chappell estaba allí y la interceptó antes de que entrara en su habitación.

—¿Estás libre esta noche, Liz? Creo que podríamos…

—Estoy muy cansada. Seguramente me acueste temprano.

Cuando ambos llegaron a la base por primera vez, Elizabeth sintió cierta atracción hacia Chappell y cometió el error de permitir que se le notara. Había pocas mujeres en la estación y él respondió ansioso a sus insinuaciones. Desde entonces no la dejaba en paz. Aunque ahora lo consideraba tonto y egocéntrico, no había encontrado aún la forma amable de enfriar el persistente ardor pasional de su compañero.

Trató con insistencia de convencerla para que lo acompañara en todos sus planes. Le llevó unos minutos conseguir escabullirse y entrar en su habitación.

Soltó el bolso en la cama, se desnudó y se dio una larga ducha.

Más tarde fue a buscar algo de comer. No pudo evitar que Tony se sentara con ella.

Durante la comida recordó que llevaba tiempo queriendo preguntarle algo.

—¿Conoces alguna ciudad cercana llamada Tierra?

—¿Tierra? ¿Como el planeta?

—Así es como sonaba. Puede que no lo oyera bien.

—No me es familiar. ¿De qué zona estamos hablando?

—Es en algún lugar de por aquí. No muy lejos.

Negó con la cabeza.

—¿Urf? ¿Mirth? —Se echó a reír y soltó el tenedor—. ¿Estás segura?

—No… en realidad no. Creo que lo entendí mal.

En su propio estilo inimitable, Tony continuó inventándose palabras parecidas a Tierra hasta que Elizabeth logró escapar de nuevo.

En una de las oficinas había un gran mapa de la región. No vio en él nada parecido al lugar donde Helward decía vivir. Se había referido a ella como una ciudad situada al sur, sin embargo no existía ningún asentamiento a menos de noventa y cinco kilómetros en esa dirección.

Estaba realmente cansada, así que retornó a su habitación.

Tras desvestirse colgó en la pared los dos bocetos que le había dado Helward y los pegó con cinta adhesiva. El que hizo de ella era tan extraño…

Lo examinó con mayor detenimiento. El papel en el que estaba dibujado evidenciaba su vejez en los bordes amarillentos. Las partes superior e inferior eran dentadas, como si hubiera sido arrancado de un rollo más grande.

Con cuidado de no dañar el dibujo, despegó la cinta de la pared y cogió el papel.

En la parte de atrás descubrió una columna de números impresos en un lateral. Uno o dos de ellos llevaban un asterisco.

En una de las columnas, en caracteres de color azul claro, se leía lo siguiente: IBM Multifold (TM).

Volvió a pegar el boceto en la pared. Se quedó mirándolo un largo rato. No entendía nada.

4

A la mañana siguiente, Elizabeth mandó otro fax pidiendo un médico antes de partir hacia la aldea.

El calor matutino ya sofocaba el poblado, el ambiente de inconcebible sopor que tanto la enfurecía al principio ya se estaba asentando. Buscó a Luiz, que permanecía sentado a la sombra de la iglesia con otros dos hombres.

—Y bien… ¿han vuelto?

—Hoy no, Menina Khan.

—¿Cuándo han dicho que van a volver?

Se encogió de hombros despreocupadamente.

—En algún momento. Hoy o mañana.

—¿Habéis probado a…?

Se detuvo a la mitad de la frase, irritada consigo misma. Con la preocupación se le había olvidado llevar una muestra del fertilizante al cuartel general para analizarla.

—Si regresan, házmelo saber.

Fue a visitar a María y su bebé recién nacido, pero se centraba en el trabajo. Supervisó la elaboración de una comida que fue servida a cuantos la quisieron y luego habló con el padre Dos Santos en el taller. En todo momento estuvo pendiente de si oía cascos de caballos aproximándose.

Sin intentar ponerse excusas a sí misma, regresó al establo y ensilló al caballo. Se alejó de la aldea al galope, camino del río.

Trataba de no pensar demasiado, de no examinar sus propios motivos, pero era inevitable. Las últimas veinticuatro horas habían sido de algún modo cruciales. Vino a trabajar al campo porque pensaba que estaba malgastando su vida en casa; las frustraciones con las que se encontraba aquí eran de otra índole. A pesar de todos los intentos y de salvar las apariencias, lo único que podían aportar los trabajadores voluntarios como ella era un atisbo de recuperación para las gentes empobrecidas de la zona. Era demasiado poco, demasiado tarde. Unas cuantas entregas de grano por parte del gobierno, la aplicación de unas cuantas vacunas o la reparación de la iglesia eran cosas buenas, mejor que nada. Sin embargo, la raíz del problema era la defectuosa economía central y eso seguía sin resolverse en la práctica. En esta tierra no había nada, aparte de lo que la gente conseguía por sus propios medios.

La intrusión de Helward en su vida era el primer suceso interesante desde su llegada. Cruzando la zona de arbustos a lomos del caballo sabía que sus motivaciones eran diversas. Quizá fuera simple curiosidad, pero iba mucho más allá.

Los hombres de la estación estaban obsesionados consigo mismos y con lo que imaginaban que eran sus metas; hablaban abstractamente de psicología de grupo, reajustes sociales o patrones de comportamiento. En aquellos momentos de cinismo a Elizabeth le parecía patético. Aparte del desgraciado de Tony Chappell ninguno de los otros hombres de la estación había despertado su interés y eso era algo que jamás hubiera imaginado cuando llegó.

Other books

Werewolves in Their Youth by Michael Chabon
Hot as Hades by Cynthia Rayne
Blank Canvas-epub by Mari Carr
Guano by Louis Carmain
The Morbidly Obese Ninja by Mellick III, Carlton
Simon Said by Sarah Shaber