María estaba despierta, su bebé lloraba. Sabía de la decisión tomada por los aldeanos el día anterior y le preguntó a Elizabeth sobre ello nada más verla.
—No hay tiempo para eso —dijo Elizabeth bruscamente—. Necesito algo de ropa.
—Pero las tuyas son tan bonitas…
—Quiero algo tuyo, cualquier cosa valdrá.
Trasteando entre sus cosas, María sacó una selección de toscas prendas y las tendió en la cama para que Elizabeth eligiera. Estaban todas muy gastadas, probablemente ninguna había conocido jamás ni el agua ni el jabón. Eran ideales para el propósito de Elizabeth. Escogió una harapienta falda suelta y una camisa blanca descolorida que perteneció seguramente a uno de los hombres.
Se quitó su ropa, incluidas las prendas interiores, y se puso las de María. Las dobló ordenadamente para que la aldeana se las guardara hasta su regreso.
—¡Tienes mejor aspecto que una chica de la aldea!
—Así es.
Examinó al bebé para asegurarse de que no estaba enfermo antes de repasar con María las rutinas diarias que debía seguir. María, como siempre, fingía escuchar. Elizabeth sabía que se olvidaría de todo en cuanto ella no estuviera delante para controlarla. ¿Acaso no había criado a tres niños ya?
Caminó descalza por las calles polvorientas, preguntándose si podría pasar por una de las mujeres de la aldea. Su cabello era largo y castaño, su piel estaba bronceada tras permanecer allí unas semanas, pero sabía que carecía del deslustre de las lugareñas. Se pasó los dedos por el pelo para alborotárselo y darle un aspecto algo más salvaje.
Ya había un grupo pequeño de personas en la plaza, frente a la puerta de la iglesia, y otras se iban sumando poco a poco. Luiz estaba en el centro de todo, tratando de persuadir de que se fueran a las mujeres que se encontraban allí, movidas por la simple curiosidad.
A su lado había un grupo de chicas; Elizabeth advirtió con horror que eran las más jóvenes y atractivas de la aldea. Pronto las diez estuvieron de pie junto a Luiz, y ella se abrió camino hacia él entre la multitud.
Luiz la reconoció nada más verla.
—Menina Khan…
—Luiz, ¿cuál es la más joven?
Supo la respuesta antes de que el hombre tuviera ocasión de responder. Lea no tenía más de catorce años.
—Lea, vuelve con tu madre, yo iré en tu lugar.
La chica se alejó sin decir nada, ni siquiera una queja o una muestra de sorpresa. Luiz se quedó mirando a Elizabeth durante un momento y se encogió de hombros.
No tuvieron que esperar mucho. A los pocos minutos aparecieron tres hombres, cada uno a lomos de un caballo y llevando a otro sin jinete atado por las riendas. Los seis caballos iban cargados de paquetes, los cuales descargaron tras descabalgar, sin ninguna solemnidad, de sus monturas.
Luiz contemplaba la escena expectante.
—Volveremos dentro de dos días con el resto. ¿Quieres que nos encarguemos de ese trabajo en la iglesia? —oyó a uno de los hombres decirle a Luiz.
—No… no necesitamos eso.
—Como quieras. ¿Quieres cambiar alguno de los términos del acuerdo?
—No. Estamos satisfechos.
—Bien. —El hombre regresó y encaró al resto de personas que observaban la transacción. Les habló del mismo modo que a Luiz, con un español de espeso acento.
—Hemos tratado de ser hombres de buena voluntad y fieles a nuestra palabra. Algunos de ustedes puede que no estén a favor de los términos del acuerdo, sin embargo pedimos su comprensión. Las mujeres que nos han prestado serán bien cuidadas y no serán maltratadas de ninguna manera. Su salud y felicidad nos importa tanto como a ustedes mismos. Intentaremos que regresen a su hogar lo antes posible. Gracias.
La ceremonia, por llamarlo de alguna manera, había terminado. Los hombres les ofrecieron a las mujeres los caballos para que montaran. Dos de las chicas se auparon a uno, otras tres montaron uno cada una. Elizabeth y las dos restantes eligieron caminar. Pronto la pequeña comitiva abandonó la aldea, cruzando lentamente el cauce del río y el ancho manto de arbustos de más allá.
Durante el viaje Elizabeth guardó silencio, al igual que las otras muchachas. Su intención era mantener el anonimato el mayor tiempo posible.
Los tres hombres hablaban entre ellos en inglés, dando por sentado que ninguna de las chicas los entendía. Al principio, Elizabeth escuchaba con atención a la espera de captar algo interesante. Decepcionada, se dio cuenta de que casi todos los temas de conversación giraban en torno al calor, la falta de lugares a la sombra y lo largo que iba a ser el trayecto.
Su preocupación por las mujeres parecía verdadera, no pocas veces les preguntaban si estaban bien. Hablando con las otras chicas en español, Elizabeth descubrió que compartían las mismas preocupaciones: el hambre, la sed, el cansancio, la ansiedad por que el viaje acabara.
Cada hora, aproximadamente, paraban a descansar y se turnaban para montarse en los caballos. Ninguno de los hombres cabalgó en ningún momento, por lo que pasado un tiempo Elizabeth comenzó a simpatizar con sus quejas. Si, como dijo Helward, su destino se encontraba a cuarenta kilómetros, era un largo camino para un día tan caluroso.
Según la jornada avanzaba, las inhibiciones se relajaron. Quizás a causa del cansancio o de la seguridad de que sus acompañantes no entendían la lengua que hablaban, los hombres pasaron a tratar otros temas de conversación menos inmediatos. Las quejas sobre el calor condujeron fácilmente a otros asuntos.
—¿Crees que todo esto sigue siendo necesario?
—¿El qué? ¿Los trueques?
—Sí… quiero decir que nos ha causado problemas en el pasado.
—No hay otra alternativa.
—Hace un calor de mil demonios.
—¿Qué harías tú en vez de esto?
—No lo sé. No me corresponde a mí decidir, si de mí dependiera no estaría aquí fuera ahora mismo.
—Para mí sí tiene sentido. El último grupo no se ha marchado todavía y no parece que vayan a hacerlo. Quizá no tengamos que volver a hacer esto.
—Lo haremos.
—Suena como si no te pareciera bien.
—Francamente, no. A veces estimo que todo el sistema es una locura.
—Has estado escuchando a los terminadores…
—Quizá. Si piensas en lo que dicen, no se puede negar que tiene algo de sentido. No todo, claro, pero no son tan malos como los navegantes creen.
—Te has vuelto loco.
—De acuerdo. ¿A quién no le encantaría estar aquí en mitad de este calor?
—Será mejor que no repitas eso en la ciudad.
—¿Por qué no? Ya lo dice bastante gente.
—Los miembros de los gremios no. Has estado en el pasado, sabes cómo son las cosas.
—Simplemente soy realista. Tienes que escuchar las opiniones de la gente. Hay más personas en la ciudad con ganas de parar esto que miembros en los gremios. Eso es todo.
—Cállate, Morris —dijo el hombre que no había hablado hasta el momento, el que se había dirigido a la multitud en la plaza.
La marcha no se detuvo.
La ciudad emergió ante sus ojos mucho tiempo antes de que Elizabeth identificara lo que era en realidad. A medida que se acercaban la fue analizando con gran interés. No entendía el sistema de vías y cables que la rodeaba, su primer pensamiento fue que se trataba de una especie de campo de montaje de trenes, aunque no vio ninguna máquina y el tramo de vías era demasiado corto para poseer una utilidad práctica.
Luego reparó en la presencia de varios hombres que patrullaban las vías. Cada uno de ellos portaba un rifle o algo parecido a una ballesta. No asimiló otra información del entorno, su atención se dedicaba primordialmente a la estructura de la ciudad.
Oyó a los hombres referirse a ella como «la ciudad», al igual que Helward, pero a sus ojos no era más que un gran y deforme bloque de oficinas que no inspiraba mucha seguridad, pues estaba construido principalmente de madera. Su fealdad provenía de su propia funcionalidad, y a pesar de ello había algo en su diseño que le otorgaba cierto atractivo. Le recordó a algunas imágenes que había visto de edificios anteriores a la Crisis. Aquellos eran de acero y cemento, pero compartían la forma, la simpleza y la falta de decoración exterior. Mientras que aquellos edificios eran altos, este no superaba los siete pisos. La madera mostraba diferentes etapas de deterioro. Casi todo lo que estaba a la vista estaba muy castigado por los elementos, aunque se distinguía la presencia de algunas partes renovadas.
Los hombres llevaron a las muchachas hasta la base del edificio y luego las condujeron por un oscuro pasillo. Allí desmontaron y varios jóvenes se acercaron a ocuparse de los caballos.
Atravesaron una puerta del pasillo, subieron por unas escaleras y entraron por otra puerta. Al salir se encontraron con un pasillo muy iluminado.
Al final de este llegaron a una puerta donde se separaron de los hombres. En una señal impresa en la entrada se podía leer un letrero que decía «estancias de transferencia».
Dentro las recibieron dos mujeres que les hablaron en el español de fuerte acento, propio de esa gente.
Una vez Elizabeth se adaptó a su papel no hubo manera de que lo abandonara.
Los siguientes días fue sometida a una serie de exámenes y tratamientos que, de desconocer su cometido, hubiera considerado humillantes. Las bañaron, lavaron sus cabellos y soportaron exámenes médicos, incluso de la vista y los dientes. Les buscaron piojos en el pelo y les hicieron una prueba que imaginó que solo podría servir para detectar si tenían enfermedades venéreas.
No fue sorprendente que las mujeres encargadas de los exámenes confirmaran que Elizabeth tenía una salud excelente (de las diez chicas, ella fue la única en no fallar en nada), y fue confiada a dos mujeres que comenzaron a instruirla en los rudimentos de la lengua inglesa. Se rió mucho de esas clases en sus momentos de soledad. A pesar de esforzarse por demorar su aprendizaje pronto se la consideró apta y lo bastante educada para pasar esta etapa inicial del proceso.
Las primeras noches durmió en un dormitorio comunal del centro de transferencia, a los pocos días le dieron una pequeña habitación individual extremadamente limpia y humildemente amueblada. Contaba con una cama estrecha, un lugar para colgar la ropa (le entregaron dos uniformes idénticos), una silla y poco más de un metro cuadrado de espacio libre.
Pasaron ocho días desde su llegada a la ciudad. Elizabeth se preguntó entonces qué esperaba conseguir. Tras ser liberada de la sección de transferencia se le asignó un puesto en las cocinas, donde realizó labores bastante monótonas. Las noches se las concedían libres, sin embargo se le exigía que pasara al menos una hora o dos en una sala de recepción donde le dijeron que debía socializarse con la gente que allí acudiera.
Esa sala se ubicaba cerca de la sección de transferencia. A un lado tenía una barra de bar con un surtido escaso de bebidas, como Elizabeth comprobó, y a su lado un equipo de video muy antiguo. Cuando lo encendió se reprodujo una cinta con una obra cómica de la que no entendió nada, aunque en ella una invisible audiencia no paraba de reír todo el rato. Los chistes eran claramente contemporáneos, carentes de significado para ella. Con todo, vio el programa entero; el rótulo del
copyright
del final indicaba que se rodó en 1985. ¡Doscientos años atrás!
Generalmente había pocas personas en la sala cuando ella iba. Una mujer de la sección de transferencia trabajaba tras la barra con una sonrisa perpetua dibujada en el rostro. Elizabeth no observó mucho interés en las demás personas. Lo normal era que algunos hombres vinieran de vez en cuando (vestidos, igual que Helward, con el uniforme oscuro) y dos o tres chicas locales estuvieran siempre por allí.
Un día, trabajando en la cocina, resolvió sin querer una duda que llevaba tiempo martirizándola.
Estaba apilando los platos limpios en unos muebles de metal destinados a tal efecto cuando algo llamó su atención. Había cambiado hasta parecer casi irreconocible (se habían quitado algunos de sus componentes, habían añadido estantes de madera), pero el logotipo de
IBM
se veía todavía bajo la capa de pintura de una de las puertas.
Elizabeth paseaba por el resto de la ciudad cuando podía, casi todo lo que veía despertaba su curiosidad. Antes de llegar pensó que iba encontrarse en una situación en la que sería prácticamente una prisionera, sin embargo, aparte de los deberes que le asignaron, disponía de total libertad para ir donde quisiera y hacer lo que deseara. Habló con la gente, observó, registró y pensó.
Otro día se encontró una pequeña habitación dispuesta para el uso de los ciudadanos en sus horas de ocio. Había varias hojas de papel cuidadosamente grapadas sobre una mesa. Las miró sin demasiado interés. El título que aparecía en la primera página era algo así como
Las directrices de Destaine
.
Con el paso de los días vio otras copias de ese documento por toda la ciudad, la curiosidad le fue picando y decidió leerlo. Tras hacerlo, guardó inmediatamente una copia bajo las sábanas, con la intención de llevársela cuando abandonara la ciudad.
Estaba comenzando a entender. Volvió a leer a Destaine, sus palabras se le fueron haciendo tan familiares que las recordaba con una exactitud casi fotográfica. Pensó en Helward, en su comportamiento aparentemente salvaje, e intentó recordar lo que le dijo aquel día junto al río.
A su debido tiempo encontró el patrón lógico de todo aquello… aunque había un fallo insalvable.
La hipótesis en la que se basaba la existencia de la ciudad se refería a la inversión del mundo en el que se ubicaba. No solo del mundo, sino de todos los objetos físicos del universo en que existía. La forma dibujada por Destaine (un mundo sólido, curvado al norte y al sur en forma de hipérbola), era su manera de aproximarse al entorno y, de hecho, enlazaba con la extraña apariencia que Helward otorgaba al sol cuando lo dibujaba.
Un día, caminando por una de las zonas de la ciudad recientemente reconstruidas, Elizabeth descubrió el fallo.
Miró el sol, con una mano en la frente para protegerse de su brillo. El sol era igual que siempre, una bola esférica de luz brillante en el cielo.
Elizabeth planeaba dejar la ciudad a la mañana siguiente. Se llevaría uno de los caballos y cabalgaría de vuelta a la aldea. Desde allí regresaría al cuartel general para pedir un permiso. Le tocaba uno en unas pocas semanas, no habría problemas en que se lo adelantaran si así lo pedía. En esas cuatro semanas le sobraría tiempo para volver a Inglaterra e intentar buscar algún tipo de autoridad interesada en el descubrimiento que había realizado.