Nuestro procedimiento era simple. Los futuros cabalgábamos al norte en solitario o por parejas, según su preferencia, y nos esforzábamos en lograr un concienzudo reconocimiento del terreno que se nos había asignado. Disponíamos de tiempo de sobra.
En muchas ocasiones me seducía el sentimiento de libertad del norte, algo que según Blayne era común a todos los futuros. ¿Dónde quedaba la urgencia por regresar a la ciudad si un día tendido holgazaneando a la orilla de un río apenas suponía unas pocas horas de tiempo real en la ciudad?
Había un precio a pagar por pasar tanto tiempo en el norte, un precio que no me pareció real hasta que no noté sus efectos en mis propias carnes. Un día sin hacer nada en el norte era igualmente un día de mi vida. En cincuenta días envejecía el equivalente a ocho kilómetros en la ciudad, mientras que sus habitantes solo envejecían cuatro días. Al principio no importaba, nuestras visitas a la ciudad eran comparativamente tan frecuentes que no notaba la diferencia. Llegado un momento, las personas a las que conocía (Victoria, Jase, Malchuskin) no envejecieron nada, mientras que yo me miré un día al espejo y noté claramente la diferencia.
No quería algo estable con otra mujer. La opinión de Victoria sobre la incompatibilidad entre mantener una relación y el actual funcionamiento de la ciudad cobraba mayor sentido cada vez que pensaba en ella.
Las primeras mujeres de la nueva ola transferida a la ciudad estaban llegando. Me dijeron que al ser un hombre soltero era elegible para tener contactos temporalmente con una de ellas. Al principio me resistí, siendo franco, la idea me repugnaba, pues pensaba que incluso en una relación puramente física debería existir un complemento emocional. Con todo, la manera en la que la selección de los compañeros se realizaba era todo lo sutil que podía ser en estas circunstancias. Cuando estábamos en la ciudad se nos animaba a mí y a otros hombres elegibles a sociabilizarnos con las chicas en una sala de recreo pensada para tal propósito. Cuando empezabas resultaba embarazoso y humillante, pero pronto me acostumbré a tales situaciones y mis inhibiciones acabaron por disiparse.
En su momento se creó una mutua atracción entre una chica llamada Dorita y yo. Pronto se nos concedió una cabaña para que pudiéramos compartirla. No teníamos mucho en común, salvo sus encantadores intentos de hablar inglés, y parecía disfrutar de mi compañía. Se quedó embarazada rápidamente. En los intervalos de mis misiones de reconocimiento contemplé el progreso de su embarazo.
Fue largo, increíblemente largo.
Comencé a sentir una creciente frustración por el lento, en apariencia, avance de la ciudad. En mi escala de tiempo subjetiva ya habían pasado doscientos cincuenta o trescientos kilómetros desde que me convertí en miembro del gremio de los exploradores del futuro, y la ciudad todavía seguía cerca de las colinas que atravesamos cuando sufrimos los ataques.
Pedí el traslado temporal a otro gremio, pues, a pesar de lo mucho que disfrutaba de la vida en el futuro, sentía que el tiempo pasaba demasiado deprisa.
Durante unos cuantos kilómetros trabajé en el gremio de tracción. En esa época Dorita dio a luz a gemelos, un niño y una niña. Era algo digno de celebración… sin embargo noté que la ciudad me producía otro tipo de descontento. Estuve trabajando con Jase. Siempre fue varios kilómetros mayor que yo, en cambio ahora era claramente más joven y yo notaba que no teníamos mucho en común.
Poco después del alumbramiento, Dorita abandonó la ciudad y yo regresé a mi propio gremio.
Como el resto de exploradores del futuro que vi en mi etapa como aprendiz, me estaba convirtiendo en una pieza que no encajaba en la ciudad. Disfrutaba enormemente de la soledad, de mis horas robadas en el norte, me sentía incómodo encerrado entre los muros de la ciudad. Desarrollé un interés por el dibujo del que no le hablé a nadie. Hacía el trabajo de mi gremio lo más rápida y eficientemente posible para luego cabalgar por el futuro solo, dibujando todo lo que veía, tratando de buscar en los trazos sobre el papel algo de expresión en unos terrenos por los que parecía que no pasaba el tiempo.
Observaba la ciudad desde la distancia, la veía tan extraña como realmente era, algo ajeno a este mundo, ajeno incluso a mí mismo. Kilómetro a kilómetro se remolcaba a sí misma, sin encontrar nunca, sin siquiera buscarlo, un último lugar de descanso.
Mientras se desarrollaba la discusión al otro lado de la plaza, ella esperaba en la puerta de la iglesia. A su espalda, en el taller temporal, el sacerdote y dos ayudantes se esmeraban en la labor de restauración de la figura de escayola de la Virgen María. Hacía fresco en la iglesia. Los restos de la parte derrumbada del techo se habían retirado, todo estaba tranquilo. Sabía que no debería estar allí, algún tipo de instinto la hizo entrar al ver llegar a los dos hombres.
Ahora los veía, hablando formalmente con Luiz Carvalho, el autoproclamado líder de la aldea, y un puñado de hombres. Quizás en otros tiempos el sacerdote hubiera asumido toda la responsabilidad en la comunidad. No obstante, el padre Dos Santos era, al igual que ella, un recién llegado a la aldea.
Los hombres llegaron a caballo cruzando el lecho seco del riachuelo; sus animales pastaban mientras la discusión continuaba. Ella se encontraba demasiado lejos para escuchar lo que decían, sin embargo parecía que se había alcanzado algún tipo de acuerdo. Los hombres hablaban con fluidez, fingiendo falta de interés, pero ya sabía que si no estuvieran interesados ya no estarían hablando.
Los jinetes habían despertado su curiosidad. Era evidente que no procedían de ninguna de las aldeas cercanas. En contraste con los habitantes de esta, su aspecto era magnífico. Cada uno llevaba una capa negra, pantalones ajustados y botas de cuero. Sus caballos estaban ensillados y almohazados, firmes y frescos, a pesar de las grandes alforjas con las que iban cargados. Ningún caballo de los alrededores lucía tan buenas condiciones.
La curiosidad empezó a ganarle terreno al instinto, así que se adelantó para averiguar de primera mano lo que estaba sucediendo. Al tiempo que lo hacía, advirtió que las negociaciones parecían terminadas. Los aldeanos se dieron la vuelta y los dos hombres regresaron a sus monturas.
No se demoraron en marcharse por el camino por el que habían venido. Los vio partir, dudando entre si ir tras ellos o quedarse donde estaba.
Cuando los perdió de vista, entre los árboles, se alejó apresuradamente de la plaza, corrió entre dos casas y subió por la elevación del terreno a su espalda. A los pocos momentos vio a ambos hombres emerger de entre los árboles. Cabalgaron una corta distancia antes de tirar de las riendas y detenerse.
Conversaron durante cinco minutos, señalando varias veces la aldea que habían dejado atrás.
Ella se mantuvo fuera de su campo de visión, de pie junto a la densa vegetación que crecía por toda la colina. De repente, uno de los hombres alzó una mano y giró el caballo. Partió al galope en dirección a unas distantes colinas; el otro viró el caballo en la opuesta y prosiguió su camino a paso lento.
Ella regresó a la aldea. Buscó a Luiz.
—¿Qué querían? —le preguntó.
—Necesitan hombres para trabajar.
—¿Ha llegado a un acuerdo con ellos?
Se mostró evasivo.
—Van a volver mañana.
—¿Van a pagar?
—Con comida. Mira.
Sostenía un puñado de pan que ella le quitó de las manos. Estaba tostado y fresco, olía bien.
—¿De dónde han sacado esto?
Luiz se encogió de hombros.
—Y tienen un alimento especial.
—¿De ese no han traído una muestra?
—No.
Frunció el ceño, preguntándose quiénes podrían ser esos hombres.
—¿Algo más?
—Solo esto. —Le mostró una pequeña bolsa. Ella la abrió. Dentro había unos polvos grumosos, se los llevó a la nariz para olerlos.
—Dicen que con esto crecen frutas.
—¿Tienen más?
—Tanto como queramos.
Soltó la bolsa y regresó al taller de la iglesia. Tras hablar con el padre Dos Santos, se dirigió rápidamente a los establos a ensillar su caballo.
Salió de la aldea al galope, cruzando el lecho del riachuelo seco y siguió la misma senda del segundo hombre.
Pasada la aldea existía una amplia zona repleta de matorrales y unos pocos árboles. Pronto vio al hombre, a cierta distancia delante de ella. Iba camino de un bosquecillo espeso por cuyo extremo opuesto fluía un río. Cruzando el río aguardaban una serie de colinas bajas. Conocía bien el terreno.
Se mantuvo a cierta distancia de él, no quería ser descubierta hasta que consiguiera averiguar adónde se dirigía.
Lo perdió de vista cuando se adentró en el bosquecillo, así que desmontó. Condujo al caballo por sus riendas, atenta por si le veía. Pronto oyó el murmullo del río, poco acaudalado en esta época, con su lecho salpicado de guijarros.
Lo primero que vio fue al caballo amarrado a un árbol. Ató el suyo y echó a andar. Bajo las copas de los árboles hacía calor, todo estaba en calma. Se sentía polvorienta después de la cabalgada. De nuevo se preguntó qué le había llevado a seguir a este hombre cuando la razón le advertía de todos los posibles peligros. La presencia de los dos visitantes en la aldea no le había resultado amenazante. A pesar de lo misterioso de sus motivaciones, parecían tener intenciones pacíficas.
Se desplazó con mayor cautela al aproximarse al final del bosquecillo. Allí se detuvo a contemplar el banco que llevaba al río.
Observó con interés al hombre que estaba allí.
Se había quitado la capa y estaba tumbado con las botas a un lado, junto a un montón con sus cosas. Disfrutaba de la sensación de frescor de la orilla del río, metía los pies en el agua levantando gotas brillantes en el aire, totalmente ajeno a su presencia. En un momento dado se agachó para coger agua entre sus manos ahuecadas y echársela en el rostro y el cuello.
Se dio la vuelta, salió del río y regresó junto a sus utensilios. Sacó una pequeña videocámara de una bolsa de cuero negro, se colgó la bolsa con una cinta al hombro y la conectó a la cámara con un cable corto recubierto de plástico. Hizo unos ajustes en una pequeña ruedecilla de un lateral.
Soltó un momento el aparato y desplegó un largo rollo de papel, una especie de pergamino. Lo colocó en el suelo, lo examinó minuciosamente unos pocos segundos, recogió la cámara y regresó al borde del río. Apuntó el objetivo corriente arriba durante un segundo o dos, luego bajó la cámara y se dio la vuelta. Para su sorpresa, enfocó en la dirección donde ella estaba. Tuvo que agacharse para que no la viera; la nula reacción del hombre le dio a entender que no había llegado a percatarse de su presencia. Al volver a asomar la cabeza comprobó aliviada que estaba enfocando de nuevo al río. Retornó su atención al papel. Escribió unos pocos símbolos en él con sumo cuidado. Con movimientos mecánicos, devolvió la cámara a su estuche, enrolló el papel y lo guardó junto con el resto de utensilios.
Estiró los miembros y se rascó la nuca. Regresó lánguidamente al río, se sentó y jugueteó con los pies en el agua. Pronto soltó un suspiro y se echó hacia atrás con los ojos cerrados.
Lo miró atentamente. Parecía bastante inofensivo. Era un hombre grande, de buenos músculos, con el rostro y los brazos muy bronceados. Llevaba el pelo largo, una melena de color castaño rojizo, espesa y descuidada. También llevaba barba. Estimó que debía rondar los treinta y tantos años de edad. A pesar de la barba, el rostro era joven y expresivo, sonreía por el simple placer irracional de tocar el agua fresca en un día caluroso.
Las moscas revoloteaban alrededor de su cara y de vez en cuando las espantaba perezosamente con las manos.
Pasados unos momentos de duda decidió hacer pública su presencia. Medio caminando, medio resbalando, bajó por el banco causando una pequeña avalancha.
La reacción del hombre fue inmediata. Se incorporó, miró intensamente a su alrededor y se puso de pie aceleradamente. Al girarse se resbaló torpemente en el agua y cayó sobre su estómago.
Ella se echó a reír.
Enseguida recuperó la verticalidad y rescató sus cosas. Pocos segundos después, portaba un rifle en las manos.
Dejó de reírse. El hombre no alzó el arma.
En lugar de eso dijo algo en un español tan malo que fue incapaz de entenderlo. Ella misma tampoco hablaba muy bien el idioma.
—Siento haberme reído —le dijo en la lengua de los nativos de la aldea. Él negó con la cabeza, después la examinó atentamente. La mujer abrió los brazos para indicar que no iba armada y le dedicó lo que esperaba que fuera una sonrisa reconfortante. El hombre decidió en ese momento que no suponía una amenaza y soltó el rifle.
De nuevo dijo algo en un español lamentable y acto seguido murmuró algo en inglés.
—¿Hablas inglés? —dijo ella.
—Sí, ¿y tú?
—Como si fuera nativa. —Se echó a reír de nuevo—. ¿Te importa que te acompañe?
Le señaló el río con la cabeza, el hombre continuó mirándola con cara de idiota. La mujer se quitó los zapatos y caminó por la orilla. La vadeó al tiempo que se levantaba la falda. El agua era refrescante, los dedos de los pies se le encogieron de dolor, sin embargo era una sensación deliciosa. Se sentó en el suelo con los pies sumergidos en el agua.
El hombre se acercó para sentarse junto a ella.
—Siento lo del rifle, no esperaba encontrarme a nadie.
—Yo también lo siento —dijo—. Parecías tan tranquilo…
—Es lo mejor que se puede hacer en un día como este.
Miraron un largo rato el agua que fluía junto a sus pies. Bajo la superficie, la carne blanca parecía distorsionarse como llamaradas crepitando en una corriente de aire.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Helward.
—Helward. —Repitió para ver cómo sonaba en sus labios—. ¿Es un apellido?
—No. Mi nombre completo es Helward Mann. ¿Cuál es el tuyo?
—Elizabeth, Elizabeth Khan. No me gusta que me llamen Elizabeth.
—Lo siento.
Lo miró. Su aspecto era muy serio.
Se sentía algo confundida por su acento. No era oriundo de esta región, eso estaba claro, hablaba inglés con naturalidad y sin esfuerzo. Con todo, tenía un modo extraño de pronunciar las vocales.
—¿De dónde eres?
—De por aquí. —Se puso en pie de repente—. Será mejor que le dé de beber al animal.