De hecho esa parece ser la situación de Helward en cuanto comienza a comprender la naturaleza de su mundo. La ciudad de Tierra es una vasta construcción sobre ruedas que es remolcada al norte muy lentamente (un kilómetro y medio cada diez días), atravesando tierras baldías sobre unos raíles construidos laboriosamente para soportar su peso. La edad se mide en los kilómetros recorridos. Para combatir el descenso de la población, las mujeres nativas, procedentes de las empobrecidas aldeas ubicadas en el terreno desolado más allá de los nómadas muros de la ciudad, son reclutadas para dar a luz a nuevos ciudadanos. La tensión está en el aire; el camino al norte se traga los recursos de la ciudad. Y el punto del óptimo, que a su vez se desplaza al norte unos kilómetros por delante (¿o es que la Tierra misma se mueve al sur?), parece cada vez más difícil de alcanzar. Al salir al exterior Helward descubre que, al contrario de lo que ponía en sus libros de texto, el sol no es una esfera, sino un disco horizontal del que surge, aparentemente hasta el infinito, una intolerable cresta de luz que divide el cielo en dos. Tras jurar silencio respecto a la naturaleza de las cosas, Helward se encuentra con un conflicto profundo cuando la mujer con la que se ha casado, siguiendo los tradicionales dictados de sus padres, comienza a sonsacarle algunos pequeños secretos. Helward aún no conoce toda la verdad.
La segunda parte de la novela se cuenta en tercera persona. Helward es enviado al sur para acompañar a unas mujeres locales de vuelta a sus aldeas. A medida que se adentran en esa dirección va descubriendo en ellas sucesivos cambios fisiológicos. Sus cuerpos se van tornando más achaparrados y anchos. Pronto se asemejan a peces abisales y se aplanan de tal manera que deja de percibirlas. Es arrastrado al sur por lo que parece una combinación entre una gravedad horizontal y un fuerte viento. El mundo mismo se aplasta de manera interminable. Las montañas copadas de nieve se convierten en lomas poco elevadas a las que se agarra para no ser impelido hacia la infinitud de las tierras planas. Se arrastra como puede de vuelta a casa. Para él solo han transcurrido unos pocos días, en la ciudad han pasado dos años. Su mujer ha parido un hijo que ha muerto antes de que pudiera conocerlo y le ha dejado por otro hombre.
El viaje al sur se narra con una destacable gravedad en la dicción. Suena igual a todos los viajes iniciáticos de los héroes y no nos sorprende que cuando Helward mira al norte vea el mundo «en toda su plenitud»:
«Al norte de su posición el terreno era llano, plano como la superficie de una mesa. No obstante, en el centro, al norte, el terreno se elevaba de manera perfectamente simétrica, alzándose y curvándose en una cóncava espiral. Se estrechaba y estrechaba, subiendo, adelgazando, elevándose tanto que era imposible ver dónde terminaba.»
Es en este punto cuando, si
Un mundo invertido
siguiera la trayectoria de la ciencia ficción dura, Helward casi seguro entendería que algo no cuadraba en todo aquello. Algo retorcido, diferente a todo lo que se le había enseñado en la escuela. Algo que solo un héroe cultural, con un conocimiento avanzado de la ciencia, podría entender y arreglar.
Comienza la tercera parte. Helward nos cuenta de nuevo su historia y, por extraño que parezca, la intensidad de la narración se afloja. Recordamos que sus experiencias hasta este punto han sido parte de la heurística diseñada para entrenar a los miembros de los gremios y conocemos que, según los términos del juramento, ya está preparado para convertirse en un explorador del futuro propiamente dicho. Viaja al norte, al futuro. El mundo se torna más alto y delgado. Cada día aquí supone una hora para la ciudad. Recuerda las clases de matemáticas de la escuela. Comienza a entender que el universo en el que existe la ciudad de Tierra es una hipérbola. Entiende la gráfica de una hipérbola que rotada en uno de sus ejes genera el mundo por el que ha viajado, un mundo en el que el polo norte es infinitamente delgado y distante y cuyas tierras al sur se ensanchan hacia infinitos horizontes por ambos lados. Ahora entiende que la ciudad ha de continuar moviéndose o se resbalará hacia el sur y caerá en un polvo puramente entrópico. Los cálculos que genera la hipérbola de Priest están cuidadosamente pensados, pero son difíciles de expresar en palabras. En una hipérbola representada, la línea curva que va de la
x
a la derecha a la
f (x)
de encima representaría claramente la infinita pendiente a la que se ve sometida la ciudad de Tierra.
En la cuarta parte regresamos junto a Elizabeth Khan. Se nos cuenta que han pasado cien años desde una gran catástrofe económico-ecológica que terminó con el imperio tecnológico de la civilización occidental. Ella es parte de un grupo encargado de trabajar en algún tipo de recuperación. Los aldeanos con los que trabaja han llegado a un acuerdo con los habitantes de una extraña ciudad para prestarles a algunas de sus mujeres jóvenes. Antes, se ha encontrado con Helward junto al río, un hombre atractivo de apariencia normal que está entre los treinta y los cuarenta años. Ella siente una necesidad personal y profesional de penetrar en los misterios que él parece representar, así que se las arregla para ser enviada a su ciudad. El éxito de su misión constituirá un gran avance conceptual para ella y una elucidación de la estructura de la realidad de la novela misma para los lectores. Sus experiencias allí, su difícil relación con Helward cuando intenta que abra su mente tan tozudamente introspectiva, y la explicación del universo hiperboloide en que está atrapada Tierra (muy propia de la ciencia ficción dura); todo ello se combina en un clímax que resuelve con gran claridad todos los temas narrativos y que deja perplejo. La novela, como tantas otras, se cierra a la orilla de las reparadoras aguas.
Lo que pudo no comprenderse en 1974, desde luego no le quedó claro a este lector cuando leyó la novela por primera vez en aquella época, es ahora más accesible.
Un mundo invertido
puede ser una novela de ciencia ficción dura, fiel a su descripción al menos, pero en cuanto su protagonista invierte la mirada exterior y la naturaleza innovadora del héroe de Joseph Campbell, el libro, como un todo, invierte el concepto conocido tradicionalmente como tal.
Priest les da la vuelta a los campos de la tradición de dos maneras. El propio Helward no es un héroe; si existe una figura «prometea» en el libro esa es Elizabeth Khan. Mientras más a fondo conoce Helward la naturaleza del mundo donde nació, más se liga a él. Mucho antes de la última página, bajo la presión de la crisis terminal de la avejentada ciudad, crisis fermentada en parte por la, con razón intransigente, ex mujer de Helward, los gremios han decidido literalmente abrir las puertas de Tierra al verdadero planeta que los rodea. La respuesta de Helward en este punto, en un acto de rebelión heroica, es rechazar una promoción en el sistema de gremios como modo de protesta contra su rendición ante la realidad. Es esta la esclerosis cultural que el héroe normalmente destruye para liberarse, en este caso en el interior del héroe mismo, una circunstancia que Priest inteligentemente deja expuesta en la estructura de su relato. Las partes contadas por Helward en primera persona aparecen distanciadas, desconcertadas, traumatizadas, y es a través de las, normalmente más objetivas, secciones en tercera persona que percibimos una oleada de vida renacida, un apego al planeta.
De un modo más radical, incluso los dilemas en el corazón del argumento de ciencia ficción de
Un mundo invertido,
se abren en la dirección «equivocada». El avance conceptual experimentado por los miembros de los gremios, salvo Helward, no puede ser comprendido como la apertura de una puerta a la percepción de un nuevo mundo inimaginable, más grande y sublimemente, más libre del gobierno de los mayores que cualquier otro mundo que nuestras especies hayan conquistado previamente. En lugar de progresar hacia delante los burgueses de la ciudad de Tierra descubren que han pasado siglos con los ojos vendados ante una perversión de su visión del mundo inducida tecnológicamente por sus mentes y que la única salida a estos largos siglos en esta prisión es su regreso al mundo normal.
Hay mucho con lo que provocar y desafiar al lector en este fascinante relato. Su logro final puede ser el más sorprendente; en esta novela de profundo ingenio y problemática, Christopher Priest ha creado una gran obra de ciencia ficción sobre el regreso a casa.
John Clute
CHRISTOPHER PRIEST (Cheadle, Inglaterra) es uno de los más famosos escritores británicos de ciencia ficción y fantasía.
Muchas de las primeras obras de este autor, claramente influenciado por H. G. Wells, pueden encuadrarse en la ciencia ficción, género que siempre ha afrontado de una manera original: sus narradores, condicionados por el conocimiento parcial del mundo que los rodea, le permiten introducir de forma subrepticia conceptos como la verdad, la memoria y la realidad.
Con Un mundo invertido (1974), su tercera novela, llegó el reconocimiento: este trabajo fue distinguido con el premio de la Asociación Británica de Ciencia Ficción, el primero de la larga lista de galardones que acompañan su carrera. Esta obra destaca, entre otras cosas, por su cuidadísima estructura, rasgo que caracteriza a Priest y que se vuelve a encontrar en obras posteriores como El prestigio o El último día de la guerra.
Poco a poco, sus ansias de trascender el encorsetamiento de los géneros lo llevaron a investigar las fronteras, más complejas, de la literatura fantástica. Así nació una de sus novelas más conocidas, El prestigio, con la que en 1996 ganó el premio Mundial de Fantasía y el James Tait Black Memorial. La historia fue adaptada al cine por Christopher Nolan (Memento, Batman Begins) en 2006 y se tituló El truco final en España. El reparto incluía figuras de la talla de Hugh Jackman, Christian Bale, Michael Caine y Scarlett Johansson.