—¿Qué tiene eso que ver con detener la ciudad? —gritó alguien.
—Escuchad —insistió Elizabeth.
Destaine había descubierto un generador que creaba un campo artificial de energía que, muy cercano a otro campo similar, causaba un flujo de electricidad. Los que lo desacreditaban basaban sus críticas en el hecho de que esto no tenía un uso práctico, pues los dos generadores consumían más electricidad de la que generaban.
Destaine fue incapaz de conseguir apoyo financiero o intelectual para desarrollar su trabajo. Incluso cuando dijo haber descubierto un campo natural, una ventana de translateración, la llamó, que producía ese efecto sin necesidad del segundo generador, siguieron ignorándole.
Aseguraba que esta ventana natal de energía potencial se movía lentamente por la superficie de la Tierra, siguiendo una línea que Elizabeth describió como «el gran círculo».
A la postre, Destaine se las arregló para conseguir dinero de inversores privados, construyó una estación móvil de investigación y con un gran equipo de asistentes contratados partió a la provincia de Kiatung, en el sur de China, donde, según él creía, existía esa translateración natural.
—Nada volvió a saberse de Destaine —sentenció Elizabeth.
Elizabeth dijo que estábamos en el planeta Tierra, que nunca llegamos a abandonarlo.
Dijo que el mundo en el que existíamos se encontraba en el planeta Tierra, que nuestra percepción de él estaba distorsionada a causa del generador de translateración, el cual se suministraba a sí mismo energía para seguir funcionando y continuaba generando el campo sobre nosotros.
Nos contó que Destaine ignoró los efectos secundarios que los otros científicos advirtieron: daños permanentes en la percepción, efectos genéticos y hereditarios.
La ventana de translateración primigenia continuaba existiendo en la Tierra. Con el tiempo se encontraron otras muchas.
Dijo que la ventana descubierta por Destaine en China estaba siendo explotada aún por nuestro propio generador.
Que siguiendo el gran círculo viajó por Asia hasta Europa.
Que estábamos en el límite de Europa y que ante nosotros había un océano de varios miles de kilómetros de ancho.
Ella dijo todo eso… y la gente la escuchó.
Elizabeth terminó de hablar. Jase caminó lentamente hacia ella entre la multitud.
Yo regresé a la entrada de la ciudad. Al pasar a unos pocos metros de la plataforma, Elizabeth me vio.
—¡Helward! —gritó a mi espalda.
No le presté atención, me abrí paso entre la gente y entré en la ciudad. Bajé por unas escaleras, caminé por el pasaje bajo la estructura y salí al exterior.
Me dirigí al norte, caminando a buen paso entre las vías y los cables.
Media hora después oí el relinchar de un caballo y me giré. Elizabeth me había alcanzado.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
—De vuelta al puente.
—No lo hagas. No hay necesidad. El gremio de tracción ha desconectado el generador.
Señalé el sol.
—Y ahora eso es una esfera.
—Sí.
Seguí mi camino.
Elizabeth me repitió una y otra vez lo que me había dicho antes. Me rogó que atendiera a razones, que era solo mi percepción del mundo lo que estaba distorsionado.
Yo guardaba silencio.
Ella no había estado en el pasado. Nunca había estado a más de unos pocos kilómetros al norte o al sur de la ciudad. No había estado conmigo cuando descubrí la verdad del mundo.
¿Cambió mi percepción las dimensiones físicas de Lucía, Rosario y Caterina? Nuestros cuerpos se habían unido sexualmente, conocía los efectos reales de esa percepción. ¿Fue la percepción del bebé lo que le hizo rechazar la leche de su madre? ¿Fue solo percepción lo que causó que las ropas hechas en la ciudad se rompieran a medida que sus cuerpos se iban distorsionando dentro de ellas?
—¿Por qué no me dijiste lo que acabas de decir la otra vez que estuviste en la ciudad?
—Porque entonces no lo sabía. Tenía que regresar a Inglaterra. ¿Sabes una cosa? Allí esta historia no le importó a nadie. Intenté encontrar a alguien, a cualquiera, al que pudierais importarle tú o tu ciudad… me fue imposible. Pasan muchas cosas en el mundo, grandes y excitantes cambios están teniendo lugar en él. A nadie le interesa tu ciudad y su gente.
—Tú has vuelto —dije.
—Yo la había visto con mis propios ojos. Sabía lo que tú y los otros estabais planeando hacer. Tenía que averiguar algo sobre Destaine, alguien tenía que explicarme lo que era la translateración. Hoy en día es una tecnología simple, pero no sabía cómo funcionaba.
—Eso es evidente —dije.
—¿Qué quieres decir?
—Si el generador se apaga, como tú dices, se acaba el problema. Tengo que mirar al sol y decirme a mí mismo que es una esfera, sin importarme lo que digan mis sentidos.
—Es solo tu percepción —insistió.
—Y percibo que te equivocas. Yo sé lo que veo.
—No lo sabes.
Unos pocos minutos más tarde un gran grupo de hombres pasó a nuestro lado camino del sur de la ciudad. La mayoría cargaba con las posesiones que se habían llevado al sitio de la construcción del puente. Ninguno de ellos nos reconoció. Caminé más deprisa, tratando de dejarla atrás. Ella me siguió, llevando al caballo por las riendas.
El sitio donde se construía el puente estaba desierto. Bajé a la orilla del río, al suelo suave y amarillento, y caminé por la superficie del puente a pesar de que las olas rompían todavía en la orilla, detrás de mí.
Me giré para mirar atrás. Elizabeth permanecía en la orilla con su caballo, mirándome. La contemplé unos pocos segundos, antes de agacharme y quitarme las botas. Me alejé de ella hasta llegar al borde del puente.
Miré al cielo, al sol. Estaba introduciéndose en el horizonte, al nordeste. A su manera era precioso. Una figura rebosante de gracia y misterio, mucho más satisfactoria estéticamente que una simple esfera. La única pena era no haberlo podido dibujar nunca lo bastante bien.
Me tiré al agua de cabeza desde el puente. Estaba fría, pero no era desagradable. En cuanto saqué la cabeza una ola me empujó contra el pilar del puente más cercano. Pataleé para dejarlo atrás. Avancé hacia el norte dando fuertes y consistentes brazadas.
Sentí curiosidad por ver si Elizabeth seguía observándome, así que me puse de espaldas y floté. Cabalgaba en su caballo por la insegura superficie del puente. Al llegar al final se detuvo.
Sus ojos miraban en dirección a la zona donde yo estaba.
Continué flotando, esperando a que me hiciera algún tipo de gesto. El sol la bañaba en su rica luz amarillenta, dura en comparación con el azul oscuro del cielo a su espalda.
Me di le vuelta y miré al norte. El sol se estaba poniendo, casi todo el ancho disco se había perdido de vista. Espere a que la aguja superior de luz se deslizara por el horizonte. Al tiempo que me envolvía la oscuridad, nadé de vuelta a la playa impulsado por las olas.
Cuando se publicó por primera vez
Un mundo invertido
, Christopher Priest ya era reconocido como uno de los mejores autores británicos de ciencia ficción criados tras la Segunda Guerra Mundial. La victoria resultó pírrica para un país casi en bancarrota a causa de las deudas de guerra con América, e incapaz de acabar con los racionamientos por el alto precio de la comida importada. En unos pocos años, el gran imperio británico se hizo imposible de mantener, se empequeñeció hasta ser una burla de la pompa anterior a la guerra. La tierra en la que creció Priest era una antigua potencia mundial hundida en la melancolía del posimperialismo. Sus primeras historias y novelas son mordaces con las pretensiones de legitimidad del viejo orden mundial, pero además tratan con desdén las determinaciones tecnológicas y culturales que en casi toda la ciencia ficción americana de aquel tiempo colocaban nuestra especie en un futuro marco de poder. Para escritores como el joven Priest y otros como J. G. Ballard, Michael Moorcock, M. John Harrison y Martin Amis, el «Swinging London», dominado por los Beatles en la década de los sesenta, era un último hurra tuberculoso, no un nuevo poder. Los propios títulos de las primeras novelas de Priest, como
Indoctrinaire
(1970) y
Fugue for a darkening island
(1972), reflejan un mundo ahogado por una soga cultural y política.
No hay nada en el título que advierta a los lectores que se enfrenten a
Un mundo invertido
por primera vez de lo que están a punto de leer. Estos lectores asumirían de manera natural que el mundo invertido del título era otra visión de una Gran Bretaña de capa caída y que la silenciada frialdad de las primeras páginas de la narrativa de Priest auguraba un mal fin para el mundo que describía. De hecho,
Un mundo invertido
está plagado de ecos de esa visión, de esos malos augurios. No obstante, eso es solo el principio de nuestra comprensión de este relato muy enérgico en su desafío. A pesar de que sus trabajos posteriores han convertido en más complejo nuestro entendimiento de toda esta primera ficción, y colocarían a Priest en el mapa literario mundial, es
Un mundo invertido
el más abierto a una segunda lectura bajo la luz de
La afirmación
(1981),
El glamour
(1984),
El prestigio
(1995), recientemente llevada al cine, o
La separación
(2002). Estos libros son profundamente problemáticos, son textos construidos y deconstruidos a la vez que se cuentan, marcados por unos niveles de realidad que van cambiando de manera incierta, como por obra y gracia de la prestidigitación. Los argumentos, aunque cargados de toda la destreza de Priest para la claridad compulsiva, no llegan a alcanzarla, sino que nos dejan al borde de un abismo de indeterminación, se convierten en un juego. La historia central de
Un mundo invertido
no puede nunca simplificarse o ser puesta en duda, pero es ciertamente posible, viéndola en retrospectiva, discernir un jugueteo y ambivalencia en su núcleo, que es un adelanto del Priest que vendría luego.
Aquellos que leyeron y disfrutaron de
Un mundo invertido
en 1974 estaban, en otras palabras, enfrentándose a un texto culminante, un momento crucial en la carrera de Priest y de la ciencia ficción británica. No se había olvidado del mundo descrito y anatomizado en sus primeras novelas, no obstante los lectores apenas necesitaron unas pocas páginas para darse cuenta de que tenían delante algo diferente. No era solo eso, en su vívida descripción de la física del mundo invertido en sí mismo, Priest creó por primera vez en su carrera un mundo alternativo totalmente delimitado. Se adecuó a un formato que los lectores americanos reconocerían inmediatamente como ciencia ficción dura. Salvo la excepción de algunas ambiciosas novelas de John Brunner (1934-1995), un escritor mayor que Priest e influenciado más profundamente por la ciencia ficción americana que cualquier otro de la generación del propio Priest, ningún otro autor había intentado con éxito invadir el terreno americano escribiendo una novela de ciencia ficción dura.
La ciencia ficción dura se puede definir como un tipo de relato de ciencia ficción en el que un protagonista claramente definido, casi siempre varón, deja un hogar en peligro para embarcarse en una gran aventura durante el curso de la cual comienza a comprender la verdadera naturaleza del mundo y, a través de una bien precisada epifanía científica y cognitiva, comprende el nivel de la amenaza que se cierne sobre dicho mundo. Entonces nace uno nuevo, un héroe que actúa por el bien de su comunidad de una manera consistente con la descripción del héroe cultural que hace Joseph Campbell en
El héroe de las mil caras
(1949). El héroe de la ciencia ficción pasa en este tipo de novelas desde la oscuridad cognitiva a la iluminación conceptual y ninguna nube estilística, ningún problema de ninguna clase, debe comprometer ese poderoso momento.
¿Es entonces
Un mundo invertido
ciencia ficción dura o no? Desde luego el mundo de su joven protagonista se encuentra en peligro y está claro que comienza a entender el oscuro concepto de este durante su viaje al sur. Hay una solución, un genuino avance conceptual, para resolver la crisis en la ciudad de Tierra. Sin embargo hay incontables señales; el joven Helward ha viajado al sur como parte de un entrenamiento heurístico ordenado por sus mayores, que ya saben de qué va todo, y existe también algo oscuro en la personalidad de Helward, algo que topa de frente con la claridad de su mente y que es incapaz de transcender. Está claro que hemos entrado en una novela de ciencia ficción dura que juega con las reglas cognitivas que gobiernan las realidades físicas que describe. Con todo,
Un mundo invertido
es también puro Christopher Priest.
Será mejor seguir al autor y entrar en el mundo invertido de la ciudad de Tierra por una puerta lateral. Comenzamos por un pequeño prólogo ambientado en una aldea ubicada claramente en un planeta que reconocemos como la Tierra. Quizás hace mucho sucedió un desastre; lo que antes eran tierras de pastos, son ahora tierras abandonadas y los habitantes de la aldea requieren ayuda exterior para sobrevivir.
En el frescor de la noche, una enfermera llamada Elizabeth Khan cierra la puerta de su consulta y se une a sus pacientes, que parecen españoles. Bebe, baila y bromea con ellos, es una adulta sana y competente integrada en su trabajo y su vida. Los lectores de ciencia ficción de 1974 reconocerán en su nombre, su profesión y su estatus a una observadora, una parodia del comienzo de casi cualquier novela de J. G. Ballard. Sin embargo también notarán que Priest no ha maldecido a Elizabeth Khan con la traumatizada laxitud típica de la mayoría de los protagonistas de Ballard. A pesar de que no aparece de nuevo en la novela hasta pasadas doscientas páginas, cuando volvemos a encontrarnos con ella sabemos que todo ese tiempo ha sido el verdadero ojo narrativo del relato, el centro de gravedad en torno al cual organizamos nuestro entendimiento de los sucesos que se desvelan en
Un mundo invertido
. Mientras todo eso ocurre, oye a unos hombres hablar con urgencia en medio de la oscuridad. Se alejan a caballo en la medianoche. Algo está a punto de suceder.
Entonces entramos en la novela propiamente dicha, contada en cinco partes, y comienza lo extraño. Helward Mann se adentra en su propia historia; la empieza con una frase que se ha ensalzado justamente por acarrear la esencia de la ciencia ficción entendida como una corriente generadora de maravillas cognitivas: «Había cumplido ya los mil cuarenta kilómetros de edad». Helward está a punto de unirse a uno de los gremios que gobiernan y operan la ciudad de Tierra. «Era un honor que conllevaba una enorme responsabilidad», nos dice, una declaración que advierte al lector experimentado de ciencia ficción, que el protagonista está a punto de enfrentarse a una sociedad asentada, a un entendimiento fijo del mundo contra el que inevitablemente va a rebelarse.