—No puedo formar parte de eso —aseguré.
—Vamos a construir un barco. No uno tan grande ni tan complejo como la ciudad, sino del tamaño suficiente para llegar a la otra orilla. Una vez allí, reconstruiremos la ciudad.
Le devolví la carta y me di la vuelta.
—No —dije—. Es mi última palabra.
Me preparé para dejar la ciudad camino del norte con la firme determinación de efectuar otro reconocimiento del río. Nuestros informes confirmaban que era un río, pues las orillas no eran circulares y por lo tanto no era un lago. Los lagos han de rodearse, los ríos cruzarse. Recordé el comentario optimista de Lerouex respecto a que la otra orilla quedaría a la vista cuando el río se fuera acercando al óptimo. Era una esperanza descabellada, pero si conseguía encontrar la otra orilla la construcción del puente dejaría de estar sujeta a discusión.
Caminaba por la ciudad seguro de que con mi empeño y con mi voz haría realidad mis intenciones. Me había implicado en el puente, aunque había delegado en el instrumento de su construcción: el Consejo. Por una parte iba por mi cuenta, en cuerpo y alma. Si se suscribía un compromiso con los terminadores, tarde o temprano tendría que adherirme a él. De momento el puente era mi única realidad tangible, por muy improbable que fuera.
Recordé la definición que me dio una vez Blayne de la ciudad, sugiriendo que era una sociedad fanática. Cuando le interrogué al respecto me explicó que el fanático es un hombre que no para de luchar contra las dificultades, sin importarle que toda las esperanzas se hayan perdido. La ciudad llevaba luchando contra las dificultades desde los tiempos de Destaine y ahí estaban los once mil doscientos kilómetros de historia documentada, muchas de esas dificultades resultaban muy complicadas de superar. Era imposible para la raza humana sobrevivir en ese ambiente, decía Blayne, sin embargo la ciudad lo había conseguido.
Quizá yo había heredado ese fanatismo, pues en ese momento pensaba que era el único que mantenía vivo el sentido de supervivencia de la ciudad. La construcción del puente me procuraba el sustento, no importaba lo desesperanzadora que fuera esa labor.
Me encontré a Gelman Jase por uno de los pasillos. Era ahora, subjetivamente, mucho más joven que yo, ya que solo había estado en el norte en contadas ocasiones.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
—Al norte. En estos momentos no hay nada en la ciudad para mí.
—¿No vas a ir a la reunión?
—¿Qué reunión?
—La de los terminadores.
—¿Tú vas a ir? —le pregunté.
Mi voz reflejó claramente mi desaprobación ante su probable respuesta positiva.
—Sí. ¿Por qué no? Es la primera vez que hablan tan abiertamente —respondió a la defensiva.
—¿Los apoyas?
—No, pero quiero oír lo que tengan que decir.
—¿Y qué pasará si te convencen?
—Eso no es fácil —respondió Jase.
—¿Entonces por qué vas?
—¿De verdad tienes la mente cerrada por completo, Helward? —inquirió.
Abrí la boca para negarlo, pero no dije nada. Era un hecho innegable que así era.
—¿No crees en otros puntos de vista? —me dijo.
—Sí, pero este tema no da lugar a debate. Están equivocados, lo sabes tan bien como yo.
—El que un hombre esté equivocado no le convierte en un idiota.
—Gelman, has estado en el pasado, sabes lo que sucede allí. Sabes que la ciudad sería arrastrada por el movimiento del terreno. Lo que debe hacerse es incuestionable.
—Sí, sé todo eso. No obstante, un gran porcentaje de gente los escucha. Nosotros deberíamos saber de qué hablan.
—Son enemigos de la seguridad de la ciudad.
—De acuerdo, pero para derrotar a un enemigo lo mejor es conocerlo. Voy a ir a la reunión porque es la primera vez que sus ideas son expresadas tan públicamente. Quiero saber a lo que me enfrento. Si vamos a cruzar ese puente, nosotros seremos los que nos encarguemos de que se haga correctamente. Si los terminadores tienen una alternativa quiero oírla. Si no es así también quiero saberlo.
—Yo me voy al norte —repetí.
Jase meneó la cabeza. Discutimos otro rato y al final acabamos yendo juntos a la reunión.
La reconstrucción del orfanato se abandonó algunos kilómetros atrás. Se despejaron los escombros y la ancha base de metal de la ciudad quedó al descubierto propiciando tres improvisados miradores hacia los campos del exterior. En el lado norte de la zona pegada a la estructura de la ciudad se emprendieron algunas obras. El acabado de madera les proporcionaba a los oradores un buen fondo y una plataforma elevada para dirigirse a la multitud.
Al salir del último edificio, Jase y yo vimos que había un número considerable de público presente. Me sorprendió ver a tanta gente; la población residente en la ciudad se vio disminuida de forma considerable a causa del reclutamiento de hombres para los trabajos en el puente, sin embargo, calculando a ojo habría allí unas trescientas o cuatrocientas personas. Toda la ciudad, podría decirse. Si faltaba alguien eran los trabajadores del puente, los navegantes y unos pocos orgullosos hombres de los gremios.
Se estaba dando un discurso, la multitud escuchaba en silencio. El tema que trataba el orador, un hombre al que conocía y que se dedicaba a la síntesis de comida, era una descripción del entorno físico que estaba atravesando entonces la ciudad.
—…el suelo es rico, existe una buena posibilidad de que podamos plantar nuestros propios cultivos. Disponemos de abundante agua, tanto cerca como al norte. —Risas—. El clima es agradable, los lugareños no son hostiles y no es necesario que tengamos disputas con ellos…
Siguió hablando unos minutos antes de bajar de la plataforma entre aplausos. Sin preámbulos, el siguiente orador se acercó a la tarima. Era Victoria.
—Gentes de la ciudad, nos enfrentamos a otra crisis causada por el Consejo de Navegantes. Durante miles de kilómetros hemos cruzado estas tierras, dándonos el gusto de acometer los actos más inhumanos para asegurar nuestra supervivencia. Nuestra forma de hacerlo ha sido avanzando hacia delante, al norte. Detrás de nosotros —agitó la mano para indicar el campo tras el límite sur de la plataforma—, queda ese período de nuestra existencia. Delante nos dicen que hay un río, uno que hemos de cruzar para sobrevivir. Lo que no nos dicen es lo que hay al otro lado del río, simplemente porque no lo saben.
Victoria habló un largo rato. Confieso que sus primeras palabras despertaron mis prejuicios, me sonaron a retórica barata, sin embargo el público parecía apreciarlas. Quizá yo no era tan diferente como creía pues, en cuanto describió la construcción del puente y lanzó la acusación de que muchos hombres habían muerto, di un paso al frente para protestar. Jase me cogió del brazo.
—Helward… no lo hagas.
—¡Está diciendo sandeces! —protesté. Otras voces entre la multitud gritaron que eso eran solo rumores. Victoria aceptó las críticas sin rechistar. No obstante, añadió que probablemente pasaban muchas cosas en el lugar de construcción del puente de las que el público no tenía conocimiento. Los asistentes se mostraron de acuerdo con ello.
La conclusión del discurso de Victoria fue inesperada.
—Yo digo que no solo el puente es innecesario, sino también peligroso. Para apoyar esto cuento con una opinión experta. Como muchos sabéis mi padre es el jefe del gremio de los constructores de puentes. Él es quien ha diseñado este puente en concreto. Les pido que escuchen lo que tiene que decir.
—Dios mío… no puede hacerle eso —volví a protestar.
—Lerouex no es un terminador.
—Lo sé, pero ha perdido la fe.
Puentes Lerouex estaba de pie en la plataforma junto a su hija, esperando a que los aplausos cesaran. No miraba directamente a la multitud, sus ojos estaban clavados en el suelo. Mostraba un aspecto cansado, viejo, abatido.
—Vamos, Jase. No voy a escuchar a este hombre humillarse.
Jase me miró dubitativo. Lerouex se estaba preparando para empezar a hablar.
Me abrí paso entre la multitud, quería irme antes de que comenzara a hablar. Había aprendido a respetar a Lerouex, no deseaba presenciar el momento de su derrota.
Me detuve a los pocos metros de mi anterior posición.
Junto a Victoria y su padre reconocí a otra persona. Tardé un momento en ubicar el nombre y la cara… al final la realidad me golpeó de pleno. Era Elizabeth Khan.
Me afectó verla de nuevo. Hacía muchos kilómetros que se había ido, al menos veintinueve en la medida de la ciudad, muchos más en mi tiempo subjetivo. Tras su marcha intenté sacarla de mi mente.
Lerouex hablaba con voz queda, su mensaje apenas llegaba a la audiencia.
Yo miraba a Elizabeth. Sabía por qué estaba allí. Cuando Lerouex terminara de humillarse sería su turno para hablar. Yo ya sabía lo que iba a decir.
De nuevo di un paso al frente, pero de repente me sujetaron del brazo. Era Jase.
—¿Qué estás haciendo? —me dijo.
—Esa chica —señalé—. La conozco. Es del exterior de la ciudad. No debemos dejarla hablar.
La gente de nuestro alrededor nos estaba mandando callar. Luché sin éxito por liberarme del agarre de Jase.
De repente se produjo una ovación indicativa de que Lerouex había terminado su turno.
—Mira… tienes que ayudarme. ¡No sabes quién es esa chica! —le dije a Jase.
Con el rabillo del ojo vi a Blayne acercarse a nosotros.
—Helward, ¿has visto quién es?
—¡Blayne! ¡Ayúdame, por el amor de Dios!
Volví a revolverme. Jase luchó por controlarme, Blayne se acercó y me tomó del otro brazo. Juntos, me arrastraron fuera de la multitud, al borde mismo de la base metálica de la ciudad.
—Escucha, Helward —dijo Jase—. Quédate aquí y escucha.
—¡Sé lo que va a decir!
—Entonces deja a los otros que escuchen.
Victoria se acercó de nuevo al borde de la plataforma.
—Gentes de la ciudad, queremos que oigan a otra persona. Es alguien desconocido para muchos de ustedes, no es de la ciudad. Lo que tiene que decirnos posee una gran importancia, después de que hable no quedará ninguna duda en nuestras mentes sobre lo que tenemos que hacer.
Alzó una mano y Elizabeth dio un paso al frente.
Elizabeth hablaba con suavidad, pero su voz llegaba claramente a todos los presentes.
—Soy una extraña para vosotros porque no nací entre los muros de la ciudad —comenzó diciendo—. No obstante, tanto vosotros como yo pertenecemos a la raza humana, a un planeta llamado Tierra. Habéis sobrevivido en esta ciudad casi doscientos años, once mil doscientos kilómetros según vuestra manera de medir el tiempo. A vuestro alrededor había un mundo anárquico y en ruinas, lleno de gente ignorante y sin educación, golpeada por la pobreza. No todas las personas del mundo se encuentran en semejante estado. Soy de Inglaterra, un país en el que estamos comenzando a reconstruir una especie de civilización. También existen otros países más grandes y poderosos que el mío. Vuestra existencia estable y organizada no es única.
Hizo una pausa para ver la reacción del público. Reinaba el silencio.
—Me encontré con vuestra ciudad por accidente y viví en ella un tiempo en la sección de transferencia. —Algunas personas reaccionaron con sorpresa a esto—. Hablé con algunos de vosotros para conocer cómo vivíais y pensabais. Entonces abandoné la ciudad, volví a Inglaterra. He pasado allí casi seis meses, tratando de entender vuestra ciudad y su historia. Ahora sé mucho más que en mi primera visita.
Hizo otra pausa.
—¡Inglaterra está en la Tierra! —dijo alguien del público.
Elizabeth no respondió.
—Tengo una pregunta. ¿Hay alguien aquí presente que se encargue de los motores de la ciudad?
Tras un corto silencio, Jase habló:
—Yo pertenezco al gremio de tracción.
Todas las cabezas se giraron hacia él.
—Entonces podrá decirnos qué energía mueve los motores.
—Un reactor nuclear.
—Describa cómo se introduce el combustible.
Jase me liberó y se movió a un lado. Sentí el agarre de Blayne relajarse. Podía escapar si quería, sin embargo, las misteriosas preguntas despertaron mi interés, de igual modo que el del resto de la gente.
—No lo sé. Nunca he visto cómo lo hacen.
—Entonces antes de poder detener vuestra ciudad, debéis averiguarlo.
Elizabeth dio unos pasos atrás y le dijo algo a Victoria. Al momento volvió a su lugar.
—Vuestro reactor no es tal cosa. De manera no muy inteligente, los hombres del gremio, que llamáis de tracción, os han estado engañando. El reactor no funciona desde hace miles de kilómetros.
—¿Y bien? —le preguntó Blayne a Jase.
—Dice tonterías.
—¿Sabes qué combustible usa?
—No —dijo Jase, calmado a pesar de que la gente de alrededor de nosotros estaba escuchando—. Nuestro gremio cree que funcionará indefinidamente sin necesidad de prestarle atención.
—Vuestro reactor no es un reactor —repitió Elizabeth.
—No le hagáis caso —dije yo—. El hecho de que dispongamos de energía eléctrica desmiente eso que dice. ¿De dónde sale la energía entonces?
—Escuchadme —dijo Elizabeth desde la plataforma.
Elizabeth dijo que iba a hablarnos de Destaine. Todos la escuchamos.
Francis Destaine fue un físico de partículas que vivió y trabajó en Gran Bretaña, en el planeta Tierra. En su época, el planeta sufría una escasez crítica de energía eléctrica. Elizabeth habló de las razones por las que se dio esa circunstancia. Guardaban relación esencialmente con los combustibles fósiles que se quemaban para producir el calor, que a su vez era convertido en energía. Cuando esos depósitos de combustible se acabaran, no quedaría otra fuente de energía.
Destaine, contó Elizabeth, decía haber inventado un proceso mediante el cual se podrían conseguir cantidades ilimitadas de energía sin necesidad de ningún tipo de combustible. No obstante, su trabajo fue desacreditado por la mayor parte de los científicos. Llegado el momento, los combustibles fósiles se agotaron, lo que causó en la Tierra un largo proceso, conocido como la Crisis, que desembocó en el fin de la civilización tecnológicamente avanzada que dominaba la Tierra.
Elizabeth nos contó que la gente del planeta Tierra estaba comenzando a reconstruirla y que los trabajos de Destaine estaban resultando fundamentales para ello. Sus propuestas originales, tal como fueron escritas, eran rudimentarias y peligrosas. Una aproximación algo más sofisticada a ellas resultó exitosa y asumible.