—¿Un puente? Llevará tiempo. Necesitaremos más hombres de los que tenemos en este momento. ¿Qué dijeron los navegantes?
—Comprueba lo que he dicho. ¿Lo ves?
—Sí. No creo que pueda añadir nada.
Helward observó unos pocos segundos más la gran extensión de agua, entonces recordó de repente la presencia de Elizabeth. Se volvió hacia ella.
—¿Qué dices tú?
—¿Sobre esto? ¿Qué esperas que diga?
—Cuéntanos lo que percibes —le pidió Helward—. Dinos que eso no es un río.
—No es un río —obedeció ella.
Helward miró a Blayne.
—Ya la has oído —le dijo—. Son imaginaciones nuestras.
Elizabeth cerró los ojos y se dio la vuelta. Ya no podía seguir siendo la interfaz, el punto de contacto.
La brisa era fría, así que cogió una manta del caballo y regresó a la arenosa loma. Cuando volvió a mirarlos ya no le prestaban atención. Helward había montado otro instrumento y hacía interpretaciones de él para luego gritárselas a Blayne con la voz sesgada por el viento.
Trabajaron lentamente, sin descanso, comprobando cada uno las interpretaciones del otro en cada etapa del proceso. Pasada una hora, Blayne guardó parte del equipo en las alforjas, montó en el caballo y cabalgó en dirección norte por la playa. Helward se quedó allí, observando cómo se alejaba. En su postura se adivinaba una profunda y apabullante desesperación.
Elizabeth lo interpretó como una pequeña debilidad en la barrera lógica que los separaba. Caminó por la arena a su encuentro, con la manta por encima de los hombros.
—¿Sabes dónde estás? —le preguntó.
Él no se dio la vuelta.
—No —respondió—. Nunca sabemos eso.
—Portugal. Este país se llama Portugal. Está en Europa.
Le rodeó para poder verle la cara. Durante un momento la mirada de él se posó sobre ella, su rostro era una máscara inexpresiva. Se limitó a negar con la cabeza. Pasó a su lado para dirigirse a su caballo. La barrera era absoluta.
Elizabeth montó en su animal. Cabalgó por la playa en dirección opuesta al agua y no tardó en ascender tierra adentro, de regreso a su cuartel general. A los pocos minutos, el problemático azul del Atlántico quedó fuera de su vista.
La tempestad nos azotó toda la noche, ninguno de nosotros durmió demasiado. Nuestro campamento se ubicaba a casi un kilómetro del puente, el sonido del romper de las olas nos llegaba como un amortiguado y sordo rugido, casi absorbido por los aullantes vientos huracanados; cuando daban tregua oíamos la madera romperse, al menos en nuestra imaginación.
La tormenta amainó cerca del amanecer, por lo que pudimos dormir algo. No mucho, pues poco después de la salida del sol los empleados de la cocina nos dieron el desayuno. Nadie habló mientras comíamos. Solo había un tema de conversación posible, uno que nadie quería sacar.
Partimos hacia el puente. Solo habíamos recorrido cincuenta metros cuando alguien señaló un pedazo de madera rota en la orilla del río. Era una macabra bienvenida que, como descubrimos después, era un avance acertado de la situación. No quedaba ni rastro del puente, aparte de los cuatro pilares principales plantados en el terreno sólido cercano al borde del agua.
Miré a Lerouex, el encargado de todas las operaciones en este turno.
—Necesitamos más madera —declaró—. Trocador Norris, escoge a treinta hombres y empieza a talar árboles.
Esperé la reacción de Norris, que había sido el hombre de gremio más reticente a la hora de trabajar, y el que se había quejado en voz más alta durante el largo proceso de las primeras fases del trabajo. Ahora no mostraba indicios de rebelión, todos habíamos ya superado esa etapa. se hacen. Se limitó a asentir a la orden de Lerouex, les hizo señas a varios hombres y regresó al campamento para recoger las sierras de talar.
—Así que tenemos que empezar de nuevo —le dije a Lerouex.
—Por supuesto.
—¿Será este lo bastante fuerte?
—Lo será si lo construimos bien.
Me dio la espalda y comenzó a organizar la limpieza del lugar. Detrás, las olas, enormes todavía después de la gran tormenta, rompían en la orilla del río.
Trabajamos todo el día. Para cuando se hizo de noche la zona estaba despejada de restos y Norris y sus hombres habían traído catorce troncos de árbol. A la mañana siguiente podríamos reanudar la construcción.
Antes de eso, aquella noche, fui a buscar a Lerouex. Estaba sentado solo en su tienda, supuestamente examinando los diseños del puente. Advertí que en realidad tenía la mirada perdida.
No se alegró de verme. Sin embargo, al ser él y yo los hombres más viejos en el lugar de la construcción intuyó que mi visita tenía un propósito. Ahora teníamos más o menos la misma edad, debido a mi trabajo en el norte envejecí muchos años subjetivos. El hecho de que yo fuera el primer marido de su hija era un asunto que nos incomodaba, era curioso que ahora fuésemos casi coetáneos. Ninguno de nosotros hablaba del tema directamente. La propia Victoria era apenas unos kilómetros mayor que yo cuando nos casamos. El abismo entre los dos era tan grande que todo lo que un día supimos el uno del otro era ya algo irrecuperable.
—Sé lo que has venido a decirme —me dijo su padre—. Vas a decirme que aquí no vamos a poder construir un puente.
—Va a ser difícil —opiné yo.
—No, la palabra que buscas es imposible.
—¿Usted qué piensa?
—Soy un constructor de puentes, Helward, mi labor no consiste en pensar.
—Eso es una estupidez y lo sabe.
—De acuerdo… Se necesita un puente, mi misión es construirlo. Sin preguntas.
—Siempre ha tenido una orilla al otro lado.
—Eso no importa. Podemos construir un puente flotante.
—Y cuando esté a mitad del río, ¿dónde conseguirá la madera? ¿Dónde plantará los postes para los cables? —Me senté frente a él sin pedirle permiso—. Por cierto, se equivoca, no he venido a verle por ese asunto.
—¿Y bien?
—La otra orilla —le pregunté—. ¿Dónde está?
—Por ahí, en algún sitio.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—¿Cómo sabe que existe?
—Tiene que existir.
—Entonces, ¿por qué no podemos verla? —insistí—. Estamos alejándonos de esta orilla a unos pocos grados de la perpendicular, pero aún así deberíamos poder verla. La curvatura…
—Es cóncava. Lo sé. ¿Crees que no he pensado sobre el asunto? En teoría nuestra visión es ilimitada. ¿Qué pasa con la bruma atmosférica? Por su culpa solo podemos ver el horizonte a cuarenta o cuarenta y cinco kilómetros, incluso en un día despejado.
—¿Va a construir un puente de cincuenta kilómetros de largo?
—No creo que tengamos que hacerlo —dijo—. Creo que todo va a salir bien. ¿Por qué iba a perseverar tanto si no lo creyese?
Meneé la cabeza.
—No tengo ni idea.
—¿Sabías que van a hacerme navegante? —comentó, de nuevo negué con la cabeza—. Pues así es. La última vez que estuve en la ciudad tuvimos una larga conferencia. El sentimiento general es que el río no puede ser tan ancho como parece. Recuerda, al norte del óptimo las distancias se distorsionan linealmente, igual que en el sur. Es obvio que este es un río grande, no obstante el sentido común dice que ha de haber otra orilla. Los navegantes piensan que cuando el movimiento de la tierra lleve al río hasta el óptimo podremos verla. Cuando eso suceda puede que siga estando lejos para cruzarlo sanos y salvos, pero lo único que tendríamos que hacer entonces sería esperar. Mientras más al sur nos lleve la tierra, más estrecho será el río, entonces la construcción del puente será factible.
—Eso es un riesgo tremendo —dije—. La fuerza centrífuga…
—Lo sé.
—¿Y qué pasará si tras toda esa espera no aparece la otra orilla?
—Aparecerá, Helward.
—¿Sabe que hay una alternativa? —dije.
—He oído lo que dicen los hombres, abandonar la ciudad para construir un barco. Nunca aprobaría tal cosa.
—¿Orgullo de gremio?
—¡No! —A pesar de negarlo el rostro se le enrojeció—. ¿Tenemos algún constructor de barcos en la ciudad? Estamos aprendiendo gracias a nuestros errores. Lo que hay que hacer es seguir construyendo hasta que el puente sea lo bastante fuerte.
—El tiempo se está acabando.
—¿A qué distancia del óptimo estamos?
—Veinte kilómetros al norte, algo menos.
—En el tiempo de la ciudad eso son unos ciento veinte días —dijo—. ¿Cuánto es aquí arriba?
—Subjetivamente, el doble.
—De sobra.
Me puse en pie, nada convencido.
—Por cierto —dije antes de salir por la portezuela—. Felicidades por el nombramiento de navegante.
—Gracias. También te han propuesto a ti.
Unos pocos días después Lerouex y yo fuimos relevados por el nuevo turno y partimos de vuelta a la ciudad. El puente reparado iba por buen camino, a pesar de las circunstancias el ambiente en las obras era de optimismo. Teníamos ya diez metros de plataforma preparada para acoger las vías.
Los caballos estaban siendo usados por los equipos de tala de árboles, así que tuvimos que caminar. Una vez alejados de la orilla del río el viento amainó y la temperatura subió. Había sido fácil olvidar el calor de aquellas tierras.
—¿Cómo está Victoria? —le dije a Lerouex con el camino ya avanzado.
—Está bien.
—No la veo muy a menudo.
—Yo tampoco.
Decidí no insistir en ese tema, estaba claro que Victoria le avergonzaba. Las noticias sobre el río se filtraron a todos los habitantes de la ciudad y los terminadores, de los que Victoria era una figura prominente, pronunciaron sus críticas a viva voz. Aseguraban que el ochenta por ciento de los residentes de la ciudad que no pertenecían a un gremio estaban de su parte, que debería detenerse su avance. No había podido acudir a ninguna reunión del Consejo de Navegantes últimamente, pero llegó a mis oídos que el tema los preocupaba. Rompiendo de nuevo las viejas tradiciones, se emprendió una segunda campaña de concienciación para educar a las personas que no pertenecían a un gremio para hacerles entender la verdadera naturaleza del mundo. Sin embargo, las oscuras y abstractas explicaciones no tenían el mismo empaque que los emotivos mensajes de los terminadores. La batalla psicológica la habían ganado. Al concentrar a toda la mano de obra en la construcción del puente, las labores de tendido de vías quedaron a cargo de solo un grupo de trabajo. La ciudad permanecía con el mismo sistema de propulsión continua, sin embargo se vio forzada a aminorar la marcha y ahora se hallaba un kilómetro por detrás del óptimo. La milicia abortó un plan de los terminadores para cortar los cables, algo que no causó demasiado revuelo. El verdadero peligro, acabaron por comprender los navegantes, era la erosión de los poderes políticos tradicionales de la ciudad.
Victoria, y supuestamente el resto de terminadores que daban la cara, seguían desempeñando sus trabajos en la ciudad; aun así las labores de rutina diaria llevaban tanto retraso que era un síntoma claro de la situación. La versión oficial era que los navegantes habían ordenado parar ciertas tareas debido al traslado de numerosos hombres para la construcción del puente. Pocos desconocían los verdaderos motivos.
En los círculos del gremio la determinación era total. Había muchas quejas y voces que disentían durante la toma de decisiones, pero en general la aceptación de que el puente debía construirse era absoluta. Detener la ciudad era algo impensable.
—¿Va a aceptar el nombramiento como navegante? —le pregunté.
—Eso creo. No quiero retirarme, pero…
—¿Retirarse? Nadie cuestiona eso.
—El nombramiento supone el retiro del trabajo en el gremio —me informó—. Es la nueva política de los navegantes. Sostienen que al introducir en el Consejo a los hombres que han desempeñado una labor activa conseguirán tener más fuerza. Ese es, por cierto, el motivo de que te quieran con ellos.
—Mi trabajo está en el norte —repliqué.
—Igual que el mío. No obstante, llegamos a una edad en que…
—No debería pensar en retirarse —interrumpí—, es el mejor constructor de puentes de la ciudad.
—Eso dicen. Nadie ha tenido el poco tacto de recordarme que mis últimos tres puentes resultaron defectuosos.
—¿Los tres de este río?
—Sí. Y el nuevo se irá al garete en cuanto haya otra tormenta.
—Me dijo que…
—Helward… yo no soy el hombre adecuado para construir ese puente. Hace falta sangre nueva, una aproximación renovada. Quizás un barco sea la respuesta.
Lerouex y yo entendimos al mismo tiempo qué significaba lo que acababa de admitir. El gremio de los constructores de puentes era el más orgulloso de la ciudad. Ningún puente había fallado jamás.
Seguimos nuestro camino.
En cuanto llegué a la ciudad sentí deseos de volver al norte. No me gustaba la atmósfera actual; era como si la antigua represión por parte de los gremios hubiera sido sustituida por una autoinfligida ceguera hacia la realidad. Los eslóganes de los terminadores aparecían por todas partes, los pasillos estaban abarrotados de coloridos panfletos. Los hombres que regresaban del turno de trabajo hablaban de los errores, del hecho de construir un puente sin ver la otra orilla. Otros rumores, supuestamente alimentados por los terminadores, hablaban de docenas de hombres muertos y de más ataques por parte de los tucos.
Clausewitz, que ahora ostentaba un cargo de navegante, se aproximó a mí en la sala de los futuros. Me entregó una carta formal del Consejo en la que él mismo me proponía, y McMahon secundaba la propuesta, de que me uniera a ellos.
—Lo siento —respondí—. No puedo aceptarlo.
—Te necesitamos, Helward. Eres uno de nuestros hombres más experimentados.
—Es posible —repliqué secamente—. Se me necesita en el puente.
—Aquí tu labor sería más provechosa.
—No lo creo.
Clausewitz me llevó a un lado de la sala para que habláramos en privado.
—El Consejo está preparando un equipo de trabajo que se ocupe de los terminadores —me reveló—. Te queremos en él.
—¿Cómo pretenden hacer tal cosa? ¿Acallando sus voces?
—No… vamos a tener que comprometernos con ellos. Quieren abandonar la ciudad para siempre. Nosotros vamos a ofrecerles un trato intermedio, vamos a dejar lo del puente.
Le miré incrédulo.