Un mundo invertido (30 page)

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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un mundo invertido
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Helward era diferente. Se contuvo para no decirse tal cosa a sí misma, aunque sabía de sobra que cabalgaba a su encuentro.

Dio con el mismo lugar del día anterior junto al río y dejó beber a su caballo, luego lo ató a la sombra y se sentó en el agua a esperar. De nuevo trató de calmar su torrente de cavilaciones, pensamientos, deseos y preguntas. Se concentró en lo que la rodeaba, se tumbó al sol y cerró los ojos. Escuchó el sonido del agua al golpear contra los pedruscos del cauce del río, el de la suave brisa en los árboles, el zumbido de los insectos, el olor del musgo seco, la tierra caliente, la calidez.

Paso mucho tiempo. Tras ella, el caballo agitaba la cola cada pocos segundos, espantando paciente la oleada de mosquitos que lo atosigaban.

Abrió los ojos al oír otro caballo. Se incorporó.

Helward estaba en la otra orilla. Alzó la mano a modo de saludo, ella respondió de la misma manera.

Desmontó de inmediato y caminó rápidamente por el banco del río hasta que estuvo justo enfrente de ella. Liz sonrió para sí; Helward se hallaba del mismo buen humor porque estaba haciendo el tonto, tratando de divertirla. Por alguna razón, cogió impulso e intentó ponerse de pie sobre las dos manos. Lo consiguió al tercer intento pero acto seguido terminó involuntariamente la voltereta y cayó al agua con un grito y causando un ruidoso chapoteo.

Elizabeth dio un respingo y corrió hacia él por el agua poco profunda.

—¿Estás bien? —le preguntó preocupada.

Él sonrió.

—Cuando era pequeño podía hacerlo.

—Y yo.

Se puso en pie, mirándose la ropa empapada.

—Se secará pronto —dijo.

—Iré a por mi caballo.

Cruzaron a la otra orilla, salpicando a su paso. Allí Helward ató su yegua junto al caballo de Elizabeth. Se sentó de nuevo en el río y Helward se acomodó cerca de ella estirando las piernas para que se le secara la ropa.

Tras ellos, los caballos se espantaban el uno al otro las moscas de la cara con sus respectivas colas.

Aunque se agolpaban mil preguntas en su cabeza, las contuvo. Disfrutaba de la intriga, no quería destruirla con las respuestas. La lógica le decía que se trataba de un operario de una estación similar a la suya que le estaba gastando una broma sin sentido. Si era así no le importaba, bastaba con su presencia, ya estaba ella lo suficientemente reprimida como para despreciar la agradable ruptura de la rutina que, sin saberlo, él estaba trayendo a su vida.

El único nexo en común eran los bocetos de Helward, así que le pidió verlos de nuevo. Hablaron un rato de los dibujos y él le expresó su entusiasmo; el interés de ella se centraba en comprobar si el papel en el que estaban dibujados todos ellos pertenecía al mismo rollo viejo de impresora.

—Pensé que eras una tuca —acabó diciendo.

Lo pronunció de forma extraña, alargando mucho una de las vocales.

—¿Y eso que es?

—Las personas que viven por aquí, pero ellos no hablan inglés.

—Unos pocos lo hacen, aunque no muy bien. Nosotros les enseñamos.

—¿Nosotros quiénes?

—La gente para la que trabajo.

—¿No eres de la ciudad? —dijo de repente, apartando la vista.

Elizabeth sintió un aguijonazo de alarma; cuando se marchó tan de improviso el día anterior actuó de la misma manera, tenía esa misma expresión. Ella no quería eso, ahora no.

—¿Te refieres a tu ciudad?

—No… por supuesto que no. ¿Quién eres?

—Ya sabes mi nombre —le respondió.

—Sí, pero ¿de dónde vienes?

—De Inglaterra. Vine aquí hace dos meses.

—Inglaterra… eso está en la Tierra ¿verdad? —La miraba intensamente, los dibujos ya totalmente olvidados.

Liz se echó a reír nerviosa ante la extraña pregunta.

—Así era la última vez que estuve allí.

—¡Dios mío! Entonces…

—¿Qué?

Se puso en pie abruptamente y le dio la espalda. Caminó unos pocos pasos y se giró, mirándola desde arriba.

—¿Vienes de la Tierra?

—¿A qué te refieres?

—¿Eres de la Tierra… el planeta?

—Por supuesto… no te entiendo.

—¡Estáis buscándonos! —exclamó.

—¡No! Quiero decir… no estoy segura.

—¡Nos habéis encontrado!

Se puso en pie y dio unos pasos atrás para alejarse de su lado.

Esperó junto a los caballos. El aura de extrañeza se había convertido en una de locura, sabía que debía irse. El próximo movimiento le correspondía a él.

—Elizabeth… no te vayas.

—Liz.

—Liz… ¿sabes quién soy? Vengo de la ciudad de Tierra. ¡Debes saber lo que eso significa!

—No, no lo sé.

—¿No has oído hablar de nosotros?

—No.

—Hemos estado aquí miles de kilómetros… muchos años. Casi doscientos.

—¿Dónde está la ciudad?

Agitó el brazo en dirección nordeste.

—Por allí, a unos cuarenta kilómetros al sur.

Liz no reaccionó ante lo contradictorio de la indicación, imaginó simplemente que sus cálculos eran erróneos.

—¿Puedo verla? —le preguntó.

—¡Por supuesto! —La tomó de la mano, muy excitado, y se la puso en las riendas del caballo—. ¡Iremos ahora!

—Espera… ¿cómo deletreas el nombre de la ciudad?

Se lo dijo.

—¿Por qué se llama así?

—No lo sé. Porque venimos del planeta Tierra, supongo.

—¿Por qué diferenciáis entre el planeta y la ciudad?

—¿Por qué? ¿Acaso no es obvio?

—No.

Se percató de que lo estaba tratando como a un maníaco, aunque lo único que veía en sus ojos era excitación, no locura. Por otro lado, su instinto, en el que tanto había confiado últimamente, le advertía de que tuviera cuidado. Ahora mismo no podía estar segura de nada.

—¡Pero esto no es la Tierra!

—Helward… reúnete conmigo mañana. Junto al río.

—Pensaba que querrías ver nuestra ciudad.

—Sí, pero hoy no. Si está a cuarenta kilómetros tendría que conseguir un caballo fresco y decírselo a mis superiores. —Estaba poniendo excusas.

Él la miró confuso.

—Piensas que me lo estoy inventando —dijo.

—No.

—¿Entonces qué sucede? Te digo que desde que tengo uso de razón y muchos años antes de que yo naciera, la ciudad ha sobrevivido con la esperanza de que llegara ayuda del planeta Tierra. ¡Ahora que estáis aquí piensas que estoy loco!

—Estás en la Tierra.

Abrió la boca y la volvió a cerrar.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó.

—¿Por qué iba a decir algo distinto?

La tomó de nuevo del brazo y la hizo girarse. Señaló hacia arriba.

—¿Qué ves ahí?

Liz se puso la mano sobre los ojos para protegerse del intenso brillo.

—El sol.

—¡El sol! ¡El sol! ¿Qué pasa con el sol?

—Nada. Suéltame el brazo… ¡me estás haciendo daño!

La liberó y barajó los dibujos. Cogió el de arriba y lo sostuvo en alto para que ella lo viera.

—¡Esto es el sol! —gritó señalando la extraña forma dibujada en la esquina superior derecha de la hoja, a pocos centímetros de la alargada figura que la representaba a ella—. ¡Esto es el sol!

El corazón le latía muy fuerte a Elizabeth cuando desató las riendas del árbol, se encaramó a la montura e hincó los talones. El caballo dio la vuelta y se alejó del río al galope.

Tras ella, Helward permaneció quieto, todavía sosteniendo el dibujo en la mano.

5

Era de noche cuando Elizabeth llegó a la aldea, a su juicio demasiado tarde ya para regresar al cuartel general. De todas maneras no tenía intención de volver, tenía allí un lugar donde dormir.

La calle principal estaba desierta. Era algo inusual, pues a esa hora era normal que los aldeanos se sentaran en el suelo polvoriento del exterior de sus casas para hablar mientras bebían el vino fuerte y resinoso que era lo único que podían destilar por aquí.

Se oía ruido en la iglesia. Se dirigió hacia ella. Dentro estaban reunidos la mayoría de los hombres de la aldea y unas cuantas mujeres. Una o dos de ellas estaban llorando.

—¿Qué está pasando? —le preguntó Elizabeth al padre Dos Santos.

—Regresaron esos hombres —respondió—. Han ofrecido un trato.

El padre permanecía a un lado, manifiestamente incapaz de influir de ninguna manera en los habitantes de la aldea.

Elizabeth intentaba captar el tema de la discusión, algo que le era imposible con tantos gritos. Incluso Luiz, de pie junto al altar roto, era incapaz de hacerse oír entre tanto alboroto. Elizabeth se encontró con su mirada y el hombre se le acercó.

—¿Y bien? —le preguntó ella.

—Los hombres vinieron hoy de nuevo, Menina Khan. Estamos de acuerdo con sus condiciones.

—No parece que todo el mundo lo esté. ¿Cuáles son esas condiciones?

—Unas condiciones justas.

Se dio la vuelta para regresar al altar, pero Elizabeth le agarró del brazo.

—¿Qué querían? —insistió.

—Nos entregarán muchas medicinas y mucha comida. Tienen más fertilizante y dicen que ayudarán en la reparación de la iglesia, incluso aunque ese no sea nuestro deseo.

La miraba evasivo, sus ojos rehuían nerviosos los de ella.

—¿A cambio de qué?

—Poca cosa.

—Vamos, Luiz, dime lo que quieren.

—Diez de nuestras mujeres. Eso no es nada.

Lo miró horrorizada.

—¿Qué has…?

—Serán bien cuidadas. Las pondrán sanas y cuando vuelvan traerán más comida.

—¿Y qué dicen ellas a eso?

La miró por encima del hombro.

—No están muy felices.

—Apuesto a que no. —Observó a las seis mujeres presentes. Se apiñaban juntas en un pequeño grupo, los hombres de su alrededor las miraban como corderos.

—¿Para qué las quieren?

—No les hemos preguntado.

—Porque crees que lo sabes. —Se volvió hacia Dos Santos—. ¿Qué va a pasar?

—Ya se han decidido —dijo.

—¿Pero por qué? No pueden en serio aceptar el intercambio de sus mujeres e hijas por unos pocos sacos de grano.

—Necesitamos lo que nos ofrecen —intervino Luiz.

—Nosotros ya os hemos ofrecido comida. Un médico viene de camino.

—Sí… eso habéis prometido. Dos meses lleváis aquí y muy poca comida, nada de médico. Estos hombres son honorables, vemos lo que ofrecen.

Le ofreció la espalda y regresó al frente de la multitud. Poco después pidió una votación a mano alzada. El trato se confirmó. El voto de las mujeres no contaba.

Elizabeth pasó una noche inquieta. Al levantarse por la mañana supo lo que tenía que hacer.

El día anterior le había traído una gran cantidad de acontecimientos inesperados. Irónicamente, lo único que instintivamente esperaba que ocurriera, no sucedió. Ahora que veía el encuentro con Helward desde una nueva perspectiva, podía entender lo que había esperado antes de que se produjera. La inquietud en su interior era totalmente física; cabalgó hasta el río con la intención de dejarse seducir por él, algo que podría haber acontecido antes de que aquella expresión de fanatismo invadiera sus ojos. Todavía seguía experimentando esa misma sensación, entre el miedo y la sorpresa, cada vez que recordaba el intercambio de gritos bajo los árboles. El momento en el que le señalaba el sol y le preguntaba por él, con vehemencia, resonaba como un insistente eco en su cabeza.

Sin duda había algo detrás de todo aquello. El comportamiento de Helward fue diferente el día anterior; ella le mostró entonces una sensibilidad oculta a la que él respondió del mismo modo que lo hubiera hecho cualquier hombre. No había ningún rastro de locura entonces. No reaccionó así hasta que no hablaron de su vida o de la de ella.

Existía también el misterio del papel de impresora. Solo había un ordenador en mil quinientos kilómetros a la redonda y ella sabía perfectamente dónde estaba y cuál era su uso. No funcionaba con rollos de papel y no era de la marca
IBM
. Conocía la empresa
IBM
, cualquiera que supiera lo básico sobre ordenadores había oído ese nombre, sin embargo esa empresa no existía desde la Crisis. Si quedaba intacto algún aparato de esa marca, a buen seguro descansaba inútil en algún museo.

Finalmente, el trato propuesto por los hombres que llegaron a la aldea fue totalmente imprevisto, al menos para ella. Al recordar la expresión de Luiz al preguntarle por los hombres la primera vez que hablaron, comprendió que estos le habían dado al menos un apunte de lo que esperaban de la aldea como moneda de cambio.

Todo debía estar conectado de algún modo. Sabía que los hombres que fueron a la aldea eran de la misma ciudad que Helward, y que su comportamiento estaba relacionado de algún modo con el trato.

Si ella debía mezclarse o no en el asunto era algo que no estaba claro.

Técnicamente, la aldea y su gente eran responsabilidad suya y de Dos Santos. En los primeros días se produjo la visita de uno de los supervisores del cuartel general, cuya atención se centró sobre todo en examinar las labores de reparación de un gran puerto en la costa. En teoría, ella estaba bajo el mando de Dos Santos, que llegó formando parte de un grupo de varios cientos de estudiantes de la escuela teológica, auspiciados por el gobierno, en un ímprobo esfuerzo por devolver la religiosidad a estas regiones. Tradicionalmente, la religión fue el opio de estas gentes, por lo que el trabajo de las misiones era una prioridad. Los hechos hablaban por sí solos. La función de Dos Santos supuso años de esfuerzo; durante los primeros, su empeño por recuperar el liderazgo social y espiritual de la iglesia fue una labor ardua. Los aldeanos le toleraban, aunque a quien escuchaban era a Luiz y, hasta cierto punto, a ella misma.

Sería igualmente inútil acudir al cuartel general en busca de apoyo. La estación la llevaban hombres buenos y honestos, pero su trabajo era tan nuevo que no había pasado de la teoría. Un asunto tan terrenal y problemático como el de unas pocas mujeres intercambiadas por comida no entraba en su prisma.

Si iba a hacer algo, tendría que asumir por su cuenta la iniciativa.

No llegó rápidamente a tomar una decisión. Toda aquella larga y cálida noche luchó por separar los pros de los contras, los riesgos de los beneficios. Lo mirara por donde lo mirara, el método de acción elegido parecía ser el único posible.

Se levantó antes y bajó a casa de María. Necesitaba ser rápida, los hombres dijeron que volverían poco después del amanecer.

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