—Llegó a mis oídos que ibas a unirte a nuestro gremio durante cuatro kilómetros y medio —me dijo—. Me gustaba la idea de poder enseñarte que nuestro trabajo no siempre consiste en tratar con tucos con ganas de pelea.
Como los otros miembros de un gremio, Collings disponía de una habitación en una de las torres delanteras de la ciudad y allí fue donde me enseñó un largo rollo de papel con un plano dibujado.
—La mayor parte de todo esto no es relevante para nosotros. Es un mapa del terreno compilado por los futuros. —Me indicó los símbolos que marcaban las montañas, ríos, valles e inclinaciones del paisaje, una información vital para los hombres que planeaban la ruta que tomaría la ciudad en su lento y trabajoso camino hacia el óptimo—. Estos cuadrados negros representan asentamientos. Es lo que nos interesa. ¿Cuántas lenguas hablas?
Le confesé que nunca fui muy hábil con las lenguas en el orfanato. Solo hablaba francés, aunque ni mucho menos lo dominaba.
—No supone un problema si no te vas a unir permanentemente a nuestro gremio —dijo—. Las lenguas son nuestro modo de comercio.
Me contó que los lugareños hablaban español y que él y los otros miembros del gremio de los trocadores tuvieron que aprenderlo con la ayuda de uno de los libros de la biblioteca de la ciudad, ya que no había descendientes hispanos en la ciudad. Se las arreglaban bien, aunque a veces encontraban dificultades para comprender algunos dialectos.
Collings me reveló que de todos los gremios de primer orden, el de los constructores de vías era el único que necesitaba contratar mano de obra de manera regular. Los constructores de puentes en ocasiones requerían hombres para cortos espacios de tiempo, pero en general el trabajo prioritario de los trocadores era contratar jornaleros para la labor en las vías… y para lo que Collings definió como «transferencias».
—¿Qué es eso? —pregunté de inmediato.
—Es lo que nos convierte en impopulares. La ciudad busca pueblos donde escasea la comida, donde la pobreza es la nota imperante. Por suerte esta es una región pobre y eso nos coloca en una posición dominante para comerciar. Nosotros podemos ofrecerle a esta gente comida, tecnología para ayudar en sus cultivos, medicinas o energía eléctrica; a cambio, los hombres trabajan para nosotros y tomamos prestadas a algunas de sus mujeres. Las jóvenes vienen a vivir a la ciudad una temporada y si todo va bien dan a luz a nuevos ciudadanos.
—He oído esas historias —dije—. Me cuesta creer que sean ciertas.
—¿Por qué no?
—¿Acaso no es… inmoral? —pregunté vacilante.
—¿Es inmoral querer repoblar la ciudad? Sin sangre fresca moriríamos en un par de generaciones. La mayoría de los bebés nacidos en la ciudad son niños.
Recordé entonces el motivo de la pelea con los tucos.
—Las mujeres que vienen a la ciudad a menudo están casadas, ¿no es verdad?
—Sí… solo se quedan para dar a luz a un bebé. Después de eso son libres de marcharse.
—¿Qué pasa con el bebé?
—Si nace una niña se queda en la ciudad y es criada en el orfanato. Si es un niño, la madre se lo lleva o lo deja aquí, la decisión es suya.
Al fin comprendí por qué se mostró Victoria tan insegura al hablar de este tema. Mi madre llegó a la ciudad procedente de una de esas aldeas y, tras echarme al mundo, regresó a ella. No quiso llevarme consigo, me rechazó. No sentí dolor alguno al ser consciente de esa circunstancia.
Los hombres del gremio de los trocadores, al igual que los exploradores del futuro, viajaban por los campos cabalgando a lomos de sus caballos. Yo nunca había aprendido a montar, así que cuando Collings y yo abandonamos la ciudad y nos dirigimos al norte nos desplazamos a pie. Algo más adelante me ilustró en el arte de la equitación, pues, según me dijo, la necesitaría cuando me uniera al gremio de mi padre. Tardé en lograr una buena técnica. Al principio me asustaba el caballo, me costaba controlarlo. Poco a poco me di cuenta de que el animal era dócil y de buen carácter, lo que influyó en que aumentara mi confianza. El animal respondió entonces mejor a mis órdenes, como si se hubiera dado cuenta de ello.
No nos alejamos demasiado de la ciudad, visitamos dos asentamientos ubicados al nordeste. Se nos recibió con cierta curiosidad, pero la conclusión de Collings fue que ninguna de las dos aldeas necesitaba las comodidades que podíamos ofrecerles y no hizo ningún intento de negociar. Me dijo que de momento disponíamos de mano de obra suficiente y que había mujeres transferidas de sobra.
Nuestra primera expedición al exterior se alargó durante nueve días en los que vivimos y dormimos al duro raso. Al regresar a la ciudad junto a Collings me enteré de que el Consejo de Navegantes había dado el visto bueno para la construcción de un puente. Según la interpretación que me ofreció Collings del asunto, existían dos posibles rutas para la ciudad. La del noroeste evitaba un estrecho barranco, pero conducía a un territorio montañoso repleto de altos y bajos. La otra ruta transcurría por un terreno liso, pero requería de la construcción de un puente para sortear el barranco. Se eligió esta segunda opción, de tal modo que toda la mano de obra disponible había de ser desviada temporalmente al gremio de los constructores de puentes.
El puente era ahora la prioridad principal. Malchuskin y otros miembros del gremio de los constructores de vías fueron llamados al trabajo junto a sus equipos. Además, la mitad de los milicianos fueron relevados de otros deberes para que ayudaran en la tarea. Varios hombres de tracción supervisarían el diseño y la distribución del trazado de vías sobre el puente. Recaía en el gremio de los constructores de puentes la responsabilidad del diseño y la estructura del propio puente. Suya fue la decisión de contratar cincuenta trabajadores adicionales; los trocadores se pusieron a ello de inmediato.
Así pues, Collings y otro trocador abandonaron la ciudad rumbo a los asentamientos locales. Mientras tanto, yo me dirigí a la ubicación del futuro puente en el norte, donde se me puso a disposición del hombre encargado de supervisar su construcción: puentes Lerouex, el padre de Victoria.
Al ver el barranco me di cuenta de que el puente presentaba varios problemas de infraestructura. Era ancho (alrededor de sesenta metros desde el punto de partida elegido), y las paredes de la roca eran rugosas y quebradizas. Al fondo corría un rápido riachuelo. Por si fuera poco, el lado norte del barranco era tres metros y medio más bajo que el lado sur, lo que significaba que la vía debería construirse unos metros en rampa tras salvar el barranco.
El gremio decidió que sería una estructura suspendida. No había tiempo suficiente para construir un puente voladizo o en arco. El otro método que se solía usar (un sistema de andamios de madera sobre el mismo barranco) era inviable, dada la naturaleza del abismo.
Los trabajos comenzaron inmediatamente con la construcción de cuatro torres fabricadas en acero tubular, dos al norte y dos al sur del barranco. A simple vista parecían poco estables. Un hombre murió durante las obras al caer de una de ellas. El percance no provocó retrasos. Cuando llegó el momento, retorné a la ciudad con un permiso. En esos días la remolcaron hacia delante; era la primera vez que me encontraba en el interior sabiendo que fuera estaban llevando a cabo una operación de remolque y me resultó curioso no sentir ninguna sensación de movimiento. Sí que noté un aumento del sonido ambiente, probablemente debido a los motores de los cabrestantes.
Durante ese permiso me enteré de que Victoria estaba embarazada, un anuncio que llenó de alegría a su madre. Yo estaba exultante, y por primera vez en mi vida bebí demasiado vino e hice el idiota más de la cuenta. A nadie pareció importarle.
De vuelta al exterior observé que el trabajo en las vías y los cables continuaba, si bien con un recorte en la mano de obra, y que nos encontrábamos apenas a tres kilómetros del puente. De paso hablé con un hombre del gremio de tracción, que me comentó que el óptimo estaba a apenas dos kilómetros y medio.
De lo que me dijo deduje el hecho de que el propio puente estaría al norte del óptimo durante alrededor de ochocientos metros.
Tras esto vino un largo período de demora. La construcción del puente avanzaba con parsimonia. Las medidas de seguridad aumentaron a causa del incidente y los hombres de Lerouex comprobaban muy a menudo la fortaleza de las estructuras. Nos enteramos de que las labores de tendido de vías llevaban retraso, algo que por un lado nos favorecía, pero por otro era motivo de ansiedad. Cualquier tiempo perdido en la infinita persecución del óptimo no era nada bueno.
Un día corrió el rumor de que el sitio de construcción del puente se encontraba sobre el óptimo mismo. Esa noticia me hizo mirar a mi alrededor con renovado interés. No percibí nada en especial. Me pregunté de nuevo cuál sería el significado de todo aquello. Los días pasaron y el óptimo siguió su arcano recorrido hacia el norte y, de paso, fuera de mis pensamientos.
Al hallarse todos los recursos de la ciudad dedicados al puente no tuve ocasión de avanzar en mi aprendizaje. Cada diez días se me concedía un permiso, al igual que al resto de miembros de los gremios. Ahora no era momento de adquirir nuevos conocimientos sobre el funcionamiento de cada uno de ellos. El puente era la prioridad.
En cambio, otros trabajos sí continuaron. A unos pocos metros al sur del puente se construyó un poste para los cables y se tendió un tramo de vías junto a él. En su momento, la ciudad fue remolcada sobre las vías y se quedó estacionada junto al barranco, esperando la finalización del puente.
La maniobra más complicada para su construcción consistía en pasar las cadenas por encima del barranco desde las torres del sur a las del norte, y luego suspender los raíles sobre ellas. El tiempo transcurría y Lerouex y los otros miembros de los gremios comenzaban a preocuparse. Comprendí que su nerviosismo se debía a que a medida que el óptimo se desplazaba al norte, alejándose del puente, la construcción de este se vería afectada por un problema que Malchuskin me había mostrado en el tramo de vías al sur de la ciudad; era probable que se torciera. Aunque el diseño del puente estaba pensado de tal modo que compensara esa circunstancia, existía un límite de tiempo. Los trabajos no paraban por las noches, cuando se encendían varios poderosos focos alimentados desde la ciudad. Los permisos se suspendieron y se siguió un sistema de turnos.
Las tablas de madera para los raíles fueron clavadas al mismo tiempo que Malchuskin y sus colegas tendían las vías. Entretanto, se erigieron postes para los cables en el lado norte, junto a las elaboradas rampas de nueva construcción.
La ciudad estaba tan cerca que se nos permitía dormir en nuestras habitaciones del interior. Encontraba chocante el contraste entre la febril actividad del exterior y la tranquilidad del trabajo diario en la ciudad. Mi comportamiento reflejaba esa confusión, pues el interés de Victoria por hacerme preguntas sobre mi trabajo se renovó.
A pesar de todo, el puente pronto estuvo listo. Se produjo un nuevo retraso, de un día, cuando Lerouex y los otros hombres de su gremio emprendieron una serie de complicadas pruebas. Sus rostros mostraban expresiones de preocupación, a pesar de haber afirmado que el puente era seguro. Aquella noche la ciudad se preparó para el remolque.
Los hombres de tracción dieron su consentimiento en los albores del amanecer. La ciudad avanzó con infinito sigilo. Yo me coloqué en una de las dos torres en suspensión al sur del barranco. Noté una tremenda vibración, causada por la tensión de las cadenas cuando las ruedas delanteras de la ciudad marcharon lentamente por las vías. Bajo la tenue luz del amanecer contemplé las cadenas de suspensión curvarse por el peso, el tramo de vías estaba hundiéndose sensiblemente por la inmensa carga que soportaba. Vi a los miembros del gremio de los constructores de puentes agazapados a mi lado en la torre, a pocos metros de mí. Toda su atención estaba en los medidores de carga que estaban conectados a las cadenas superiores. Ninguno de los presentes en la operación hablaba ni movía un músculo, como si la menor interrupción pudiera afectar al equilibrio de la estructura. La ciudad continuó moviéndose y pronto todo el tramo de vías sobre el puente soportaba ya su peso total.
El silencio se rompió violentamente. Uno de los cables chasqueó causando un fuerte sonido que hizo eco en las paredes rocosas del barranco. Cayó como un látigo contra una formación de milicianos. Un temblor físico recorrió la estructura de la ciudad y desde sus tripas alcancé a oír la queja del cabrestante recién liberado, enmudecida cuando los hombres de tracción que controlaban el diferencial lo estabilizaron. La ciudad se desplazaba de manera considerablemente más lenta con solo cuatro cables. En la zona norte del barranco, el cable roto estaba tendido en el suelo como una serpiente enroscada sobre los cuerpos mutilados de cinco de los milicianos.
La etapa más crítica del cruce había acabado. La ciudad se desplazó entre las dos torres septentrionales y comenzó a deslizarse pausadamente por la rampa hacia los postes de los cables. Pronto se detuvo, pero nadie habló. No hubo sensaciones de alivio ni gritos de celebración. En el otro lado del barranco, los cuerpos de los milicianos fueron colocados en parihuelas para llevarlos a la ciudad. Quedaba mucho por hacer aunque en esos momentos ya estuviera a salvo. El puente causó una demora inevitable. Ahora la ciudad se encontraba siete kilómetros por detrás del óptimo. Las vías tenían que ser retiradas; los cables rotos, reparados; las torres de suspensión y las cadenas, desmanteladas y guardadas para un futuro uso.
La ciudad volvería a ser remolcada pronto… siempre hacia delante, siempre buscando el norte en persecución de un óptimo que continuamente se las arreglaba para adelantarse unos pocos kilómetros.
Helward Mann iba de pie sobre los estribos de una gran yegua oscura. Apoyaba la cabeza a un lado del cuello del animal, regodeándose en la sensación de velocidad; el viento le agitaba el pelo, el terreno empedrado castigaba los cascos. Los musculosos miembros del animal estaban en permanente tensión ante el riesgo siempre presente de un tropiezo o una caída. Acababan de abandonar un primitivo asentamiento; ahora, los dos hombres cabalgaban por valles y sendas montañosas hacia el sur, donde la ciudad los aguardaba. La divisaron al fin en la distancia, tras una elevación del terreno. Helward aminoró la marcha y puso la yegua a medio galope antes de girar y retomar la ruta norte. Pronto pasaron del trote al paso. Helward desmontó en cuanto apretó el sol y anduvo al lado del caballo.