—De acuerdo —dije—, dime una cosa. Cuando la ciudad se estaba moviendo, ¿fuiste consciente de ello?
—No… o eso creo al menos. No me di cuenta hasta después. No se me ocurre ningún suceso digno de mención al recordar aquel día en que se supone que se movió. Siempre he vivido aquí dentro, supongo que durante toda mi vida me he acostumbrado a sus movimientos ocasionales. ¿Va la ciudad por una carretera?
—Por un sistema de vías.
—¿Y eso por qué?
—No debería decírtelo.
—Me prometiste que lo harías. Además, no veo que daño puede hacer que me digas cómo se mueve… porque está claro que se mueve.
De nuevo el viejo dilema. Al margen de que entrara en conflicto con el juramento, lo que Victoria decía tenía sentido. Paulatinamente, estaba comenzando a cuestionarme la validez del juramento, sentía que sus valores se derrumbaban a mi alrededor.
—La ciudad se mueve hacia algo llamado óptimo, que se encuentra al norte de ella. En este momento estamos a cinco kilómetros y medio del óptimo.
—¿Entonces se detendrá pronto?
—No… eso es lo que no tengo claro. Al parecer la ciudad no podría parar aunque lo alcanzara. El óptimo siempre permanece en movimiento.
—¿Entonces qué sentido tiene tratar de alcanzarlo?
No le di una respuesta a eso, simplemente porque no la sabía.
Victoria continuó haciendo preguntas y acabé contándole todo lo referente a mi trabajo en las vías. Traté de describirle mis labores con el menor detalle posible, sin embargo era difícil saber hasta qué punto estaba rompiendo el juramento, ya fuera intencionada o realmente. Me di cuenta de que me remitía continuamente al juramento cada vez que le contaba algo.
—Mira, no me hables más sobre esto. Es obvio que no quieres hacerlo —acabó por decirme.
—Solo estoy confuso —admití—. Se me ha prohibido hablar, pero tú me has hecho ver que no tengo ningún derecho a ocultarte lo que sé.
Victoria guardó silencio durante un par de minutos.
—No sé tú —dijo después—, pero en estos últimos días he empezado a odiar profundamente el sistema de gremios.
—No eres la única. No he oído a muchos que lo alaben.
—¿No crees que puede ser que aquellos que están a cargo de los gremios los mantienen en funcionamiento incluso después de que hayan cumplido su propósito original? Me parece que el sistema funciona a base de la supresión del conocimiento. No veo el beneficio en ello. Me ha vuelto una persona infeliz y seguro que no soy la única.
—Quizá me convierta en eso que tanto odias cuando sea un miembro de pleno derecho de mi gremio.
—Espero que no —me dijo riendo.
—Sucede algo curioso —le dije—. Cada vez que le pregunto cosas como estas a Malchuskin, el hombre con el que trabajo, me dice que lo averiguaré todo a su debido tiempo. Es como si los gremios tuvieran una buena motivación para hacer todo esto, tiene que ver de alguna manera con la razón por la que la ciudad ha de moverse… pero eso es todo. Cuando estoy fuera todo es trabajo, no hay tiempo para preguntas. Lo que es obvio es que mover la ciudad es la prioridad principal.
—Si alguna vez lo descubres, ¿me lo contarás?
Pensé en ello durante un momento.
—No sé si puedo prometerte tal cosa.
Victoria se levantó súbitamente y se apoyó en la barandilla de la plataforma, alejada de mí, mirando el campo del exterior sobre los tejados de los edificios de la ciudad. No hice ademán de ir junto a ella, era una situación difícil. Ya le había dicho demasiado, sus constantes demandas de más y más información solo provocaban que mi cargo de conciencia aumentara. Sin embargo, no podía negarle nada.
A los pocos minutos volvió al asiento y se sentó a mi lado.
—He averiguado cómo casarnos —me dijo.
—¿Otra ceremonia?
—No, es mucho más simple. Tenemos solo que firmar unos formularios y darles una copia a nuestros respectivos jefes. Los tengo arriba… Son muy sencillos.
—Entonces podemos firmarlos ahora mismo.
—Sí. —Me miró muy seria—. ¿Quieres?
—Por supuesto. ¿Y tú?
—Sí.
—¿A pesar de todo?
—¿Qué quieres decir? —me preguntó.
—A pesar del hecho de que tú y yo no podamos tener una conversación en la que no nos topemos con algo de lo que no pueda o no deba hablarte y del hecho de que tú pareces culparme de ello.
—¿Eso te preocupa? —dijo.
—Sí, mucho.
—Podríamos posponer lo de casarnos, si lo prefieres.
—¿Resolvería eso algo? —espeté.
No tenía claro lo que pasaría si Victoria y yo rompiésemos nuestro compromiso. Al haber sido los gremios la causa de que se nos presentara como futura pareja, ¿qué nueva brecha significaría para mi juramento el decir ahora que ya no nos casábamos? Por otra parte, tras la presentación oficial no parecía haber demasiada presión sobre nosotros para que formalizáramos el compromiso. Por lo que a nosotros respectaba, las molestias causadas por las limitaciones del juramento eran la única diferencia entre nosotros. Sin ellas me parecía que éramos perfectos el uno para el otro.
—Dejémoslo un tiempo —propuso Victoria.
Ese mismo día regresamos a la habitación y el ambiente se relajó considerablemente. Hablamos mucho, evitando cuidadosamente aquellos temas de conversación que ambos sabíamos que causaban problemas… y para cuando nos fuimos a la cama nuestra actitud había cambiado. A la mañana siguiente firmamos los formularios y se los llevamos a los líderes de cada gremio. Futuro Clausewitz no estaba, pero encontré a otro futuro y este lo aceptó en su nombre. Todo el mundo parecía satisfecho. Ese mismo día pasamos mucho tiempo con la madre de Victoria, que nos comentó las nuevas libertades y ventajas de que disfrutaríamos siendo una pareja casada.
Antes de abandonar la ciudad para reunirme con Malchuskin en las vías recogí las pertenencias que me quedaban en el orfanato y me mudé oficialmente con Victoria. Era un hombre casado. Tenía mil cuarenta y tres kilómetros de edad.
Los siguientes kilómetros transcurrieron en mitad de una rutina generalmente agradable. Durante mis visitas a la ciudad la vida junto a Victoria era cómoda, feliz y amorosa. Ella me contaba muchas cosas sobre su trabajo y así aprendí cómo transcurría la vida diaria en la ciudad. A veces me preguntaba sobre mi labor en el exterior, sin embargo su curiosidad se fue apagando o simplemente se lo pensaba dos veces antes de interrogarme en demasía. Su resentimiento nunca salió a flote con la intensidad de las primeras veces.
Mi aprendizaje progresaba fuera de la ciudad. A medida que mi participación en las actividades de la ciudad aumentaba, me iba dando cuenta de que su desplazamiento era un esfuerzo mutuo.
Antes de finalizar mi último kilómetro y medio junto a Malchuskin me comunicaron que por orden de Clausewitz iba a ser transferido a la milicia. Fue una desagradable sorpresa, yo creía que al acabar mi preparación en las vías empezaría de inmediato a trabajar con el gremio de los exploradores del futuro, el mío. Por el contrario descubrí que iban a reubicarme en un gremio de primer orden cada cuatro kilómetros y medio.
Sentía tener que dejar a Malchuskin, su extraordinaria entrega al extenuante trabajo en las vías poseía para mí un valor innegable. Tras remontar la loma, el terreno era menos escabroso y las vías más fáciles de colocar. El nuevo grupo de hombres trabajaba sin quejarse, así que el descontento de vías Malchuskin parecía haberse desvanecido por completo.
Antes de presentarme ante la milicia busqué a Clausewitz. No quería armar un escándalo, simplemente me preguntaba el motivo de aquella decisión.
—Es una práctica habitual, Mann —me dijo.
—Señor, pensaba que ya estaba preparado para entrar en mi gremio.
El hombre se sentaba relajadamente tras su escritorio, en absoluto molesto por mi vaga protesta. Supuse que mis dudas eran algo común.
—Es necesario mantener activa una milicia completa. A veces se hace necesario alistar a hombres de otros gremios para defender la ciudad. En tales casos no tenemos tiempo material para entrenarlos en un intervalo tan corto. Por eso, todos los miembros de un gremio de primer orden pasan una época sirviendo en la milicia, y tú no vas a ser una excepción.
Aquello no daba lugar a la discusión. Así fue como me convertí en ballestero de segunda clase Mann durante los siguientes cuatro kilómetros y medio.
Fue un período detestable, me ofuscaba la pérdida de tiempo y la aparente insensibilidad de los hombres con los que estaba forzado a trabajar. Era consciente de que me estaba complicando la vida voluntariamente. Y así era, a las pocas horas ya me había convertido en el recluta más impopular de toda la milicia. Mi único alivio era la presencia de otros dos aprendices (uno del gremio de los trocadores y otro del de los constructores de vías), que parecían compartir mi punto de vista. Ellos, por su parte, tuvieron el acierto de tratar de adaptarse a la nueva compañía y sufrieron menos que yo.
Los barracones de la milicia eran dos grandes dormitorios que se ubicaban en una zona próxima a los establos, en la base de la ciudad. Se nos obligaba a vivir, comer y dormir en unas condiciones de hacinamiento y suciedad intolerables. Durante el día soportábamos sesiones inacabables de entrenamiento en las que emprendíamos largas marchas por el campo, se nos enseñaba a luchar sin armas, a atravesar ríos a nado, subir a los árboles, comer hierba y otras actividades igualmente inútiles. Al terminar mis cuatro kilómetros y medio de rotación había aprendido a disparar con la ballesta y a defenderme en la lucha cuerpo a cuerpo. Además, me creé amargas enemistades con ciertas personas de cuyo camino tuve que apartarme desde aquel momento en adelante. En general, toda la experiencia fue una pérdida de tiempo.
Me transfirieron luego al gremio de tracción, donde fui mucho más feliz. De hecho, desde entonces hasta el final de mi período como aprendiz, mi vida fue agradable y fructífera.
Los hombres responsables de la tracción de la ciudad eran tranquilos e inteligentes, unos trabajadores entregados. No se trataba de personas de movimiento rápido y apresuradas, pero el trabajo que se les encomendaba se hacía a tiempo y bien.
La única experiencia previa que tuve con ellos (el día que presencié el remolque de la ciudad) no me dio pistas sobre hasta dónde se extendían sus responsabilidades. El personal de tracción no se dedicaba simplemente a mover la ciudad, sino que se encargaba también de otros asuntos internos de esta.
Averigüé que en el centro de la ciudad, en su nivel más bajo, se ubicaba un gran reactor nuclear. De él derivaba todo la energía de la ciudad y los hombres que lo manejaban se ocupaban además de las comunicaciones y del sistema sanitario. Muchos de los miembros del gremio de tracción eran ingenieros hidráulicos. Por las tripas de la ciudad circulaba un complicado sistema de tuberías que se aseguraba de que continuamente se reciclara prácticamente hasta la última gota de agua. El sintetizador de comida, tal y como descubrí horrorizado, se basaba en un dispositivo de filtrado de deshechos. Aunque, si bien era manejado y programado por funcionarios del interior de la ciudad, era en la sala de tuberías del gremio de tracción donde se determinaba la cantidad, y en cierto modo la calidad, de la comida sintética.
Darle energía a los cabrestantes era una prioridad casi secundaria para el reactor.
Existían seis cabrestantes cuya construcción tenía lugar en una enorme fundición que recorría de este a oeste la base de la ciudad. De esos seis, cinco se usaban al mismo tiempo mientras el otro iba rotando. La primera causa de preocupación eran los ejes, que tras muchos kilómetros de uso estaban muy gastados. En el tiempo que pasé en tracción se reavivó el debate sobre si el remolque debería realizarse con cuatro cabrestantes, dando así tiempo a reparar los ejes, o se debería incrementar a seis para reducir el desgaste de estos. Parece que el consenso fue continuar con el actual sistema, pues no se tomaron decisiones definitivas al respecto.
Una de las tareas de las que me encargué allí fue la comprobación de los cables. Era una labor recurrente, ya que los cables estaban tan desgastados como los cabrestantes y se producían roturas con mayor frecuencia de lo deseable. Lo ideal hubiera sido que las roturas jamás ocurrieran, con todo, cada uno de los seis cables de la ciudad se habían reparado en varias ocasiones y, además de la debilidad que esto les causaba, estaban comenzando a deshilacharse en ciertos tramos. Por lo tanto, antes de cada maniobra de remolque los cables se examinaban centímetro a centímetro, se limpiaban, se engrasaban y las zonas deshiladas eran reforzadas.
En la sala del reactor las conversaciones giraban en torno al territorio perdido respecto al óptimo, a cómo se podrían mejorar los cabrestantes o conseguir mejores cables. El gremio entero parecía bullir con ideas, a pesar de que no eran hombres a los que agradaran las teorías. La mayor parte de su trabajo trataba sobre asuntos mundanos. Por ejemplo, en el gremio se comenzó a hablar de la posible construcción de una nueva reserva de agua para la ciudad.
Un agradable beneficio de este aspecto de mi aprendizaje fue que podía pasar las noches con Victoria. En ese tiempo, tras mi jornada de trabajo llegaba a casa sucio y acalorado, disfrutaba de las comodidades de la vida doméstica y de las satisfacciones de un provechoso trabajo.
Un día, mientras ayudaba a transportar mecánicamente un cable hacia un alejado poste en el exterior de la ciudad, le pregunté al hombre que me acompañaba por Gelman Jase.
—Es un viejo amigo mío, fue aprendiz en este gremio ¿le conoce?
—¿Tiene más o menos tu edad?
—Es un poco mayor.
—Tuvimos a un par de aprendices hace unos kilómetros. No recuerdo sus nombres. Puedo mirar el registro si quieres.
Tenía ganas de encontrarme de nuevo con Jase, hacía mucho que no le veía, estaría bien comparar experiencias con alguien que estaba atravesando por el mismo proceso que yo.
Ese mismo día me confirmaron que Jase era efectivamente uno de esos dos aprendices que me mencionó el hombre. Pregunté cómo podría contactar con él.
—No va a estar accesible durante un tiempo.
—¿Dónde se encuentra? —pregunté.
—Ha abandonado la ciudad. Está en el pasado.
Por desgracia, mi etapa en el gremio de tracción acabó y los siguientes cuatro kilómetros y medio los pasé en el de los trocadores. Recibí la noticia con una mezcla de sensaciones. Albergaba un buen recuerdo de aquella dolorosa experiencia de primera mano en sus operaciones. Me sorprendió saber que iba a trabajar con el trocador Collings y aún más el hecho de que él mismo hubiera solicitado que así fuera.