—No…
Se echó a reír a carcajadas.
—Pasa lo mismo con todos los aprendices. Te acostumbrarás. —Se puso en pie—. Es hora de que empecemos. Es temprano, pero ya que me has sacado de la cama no hay razón para andar haciendo el vago. Estos son una panda de bastardos holgazanes.
El hombre salió de la cabaña. Me acabé el resto del café a toda prisa, abrasándome la lengua en el proceso, y le seguí. Iba camino de los otros dos edificios. No tardé en alcanzarle.
Aporreaba ruidosamente las puertas de entrada con una llave inglesa que había cogido de su cabaña mientras les vociferaba, a quienesquiera que estuvieran dentro, que se levantaran. Por las marcas que adornaban las puertas estaba claro que ese era el toque de llamada habitual de cada mañana.
Dentro se oyó movimiento.
Malchuskin regresó a su humilde morada y comenzó a trastear entre sus herramientas.
—No te mezcles demasiado con estos hombres —me advirtió—. No son de la ciudad. Ahí viene uno, es al que he puesto al cargo. Su nombre es Rafael. Habla un poco de inglés y hace las veces de intérprete. Si quieres algo se lo dices a él o, mejor, me lo dices a mí. No creo que haya problemas, pero si los hay me llamas ¿de acuerdo?
—¿Qué clase de problemas?
—Por ejemplo, que no cumplan lo que tú o yo les ordenemos. Se les paga por hacer lo que nosotros queremos que hagan. Si no obedecen se convierten en un problema. El único inconveniente de esta gente es que son unos holgazanes. Por eso empezamos tan temprano, luego hace calor y es mejor ni molestarse siquiera con ellos.
De hecho el sol ya pegaba un poco, mientras hablaba con Malchuskin había subido a lo alto. Me lloraban los ojos, no estaban acostumbrados a una luz tan brillante. Intenté de nuevo mirar directamente al sol, pero me resultaba totalmente imposible fijar la vista en él.
—¡Coge esto! —Malchuskin me pasó un gran puñado de llaves inglesas de acero. Dejé caer dos o tres, trastabillado por su peso. El hombre me miró en silencio mientras yo las recogía avergonzando de mi propia ineptitud.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A la ciudad, por supuesto. ¿Acaso no te enseñan nada ahí dentro?
Salí de la cabaña y me encaminé hacia donde me dijo. Malchuskin me observaba desde la puerta.
—¡Por el lado sur! —gritó. Me detuve y miré a mi alrededor confundido. Malchuskin se acercó a mí.
—Allí —me señaló—. Las vías al sur de la ciudad, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —convine.
Seguí esa dirección; solo se me cayó una llave por el camino.
Pasada una hora o dos comencé a entender a lo que se refería Malchuskin cuando me habló de los hombres que trabajaban para nosotros. Se detenían con la menor excusa y solo las imprecaciones de Malchuskin o las secas instrucciones de Rafael los mantenían en marcha.
—¿Quiénes son? —le pregunté a Malchuskin en nuestro descanso de quince minutos.
—Hombres de la zona.
—¿No podríamos contratar a unos pocos más?
—Todos los de por aquí son iguales.
Simpatizaba con ellos hasta cierto punto. Aquel era un trabajo difícil y duro, a la intemperie y sin apenas sombra. Aunque tenía la determinación de no aflojar el ritmo, el esfuerzo al que debía someterme era mayor de lo que podía soportar. Sin lugar a dudas, era la situación más extrema a la que jamás me había expuesto.
Las vías al sur de la ciudad discurrían a lo largo de ochocientos metros y no acababan en ningún destino en particular. Había cuatro, cada una de las cuales se componía de dos raíles de metal soportados por traviesas de madera que a su vez eran sostenidas por cimientos de cemento. Dos de las vías ya habían sido acortadas considerablemente por Malchuskin y su equipo. Ahora trabajábamos en la de mayor longitud, la situada más a la derecha. Malchuskin me explicó que si mirábamos la ciudad de frente se identificaba a cada una de las vías por su situación, de izquierda a derecha o de exterior a interior según el caso.
No había mucho que pensar. Era un trabajo rutinario pero duro.
En primer lugar, las barras que sujetaban las traviesas a la vía debían ser retiradas de todo el recorrido. Se ponían luego a un lado para, de la misma forma, retirar las de la otra vía. Después, se bloqueaban las traviesas y se atacaba a los cimientos de cemento con dos agarres, cada uno de los cuales debía ser aflojado y retirado manualmente. Cuando se liberaban las traviesas, se iban amontonando en una vagoneta a batería dispuesta para ello en el siguiente tramo de vías. Los cimientos eran prefabricados, reciclables, y debían ser colocados también en la misma pequeño vagoneta. Una vez todo esto estaba hecho, las dos vías de acero se situaban en unos compartimentos especiales a un costado del vehículo.
Malchuskin o yo mismo lo conducíamos luego hasta la siguiente sección de la vía, donde se repetía de nuevo el proceso. Cuando la vagoneta estaba totalmente llena, se cargaba en ella todo el equipo y lo llevábamos a la parte trasera de la ciudad. Allí se recargaba en un punto eléctrico dispuesto en los muros de la ciudad para tal efecto.
Tardamos toda la mañana en cargar la vagoneta y subirla a la ciudad. Sentía como si me hubieran tirado de los brazos con fuerza, me dolía la espalda, estaba de barro hasta las cejas y tenía todo el cuerpo cubierto de sudor. Malchuskin, que había trabajado tanto como los demás, quizá más que la mano de obra contratada, me sonrió.
—Ahora la descargamos y empezamos de nuevo —me dijo.
Miré al resto de hombres. Su aspecto era similar al mío, aunque sospechaba que incluso yo me había esforzado más que ellos, teniendo en cuenta que no había aprendido aún el arte de economizar mis movimientos. Muchos estaban tendidos bajo la escasa sombra de la ciudad.
—De acuerdo —dije.
—¡No! Bromeaba… ¿Crees que estos lo harían sin que les diéramos un buen plato de comida?
—No.
—Eso es, ahora toca comer.
Vías le comentó algo a Rafael antes de volver a su cabaña. Acto seguido, acompañé a Malchuskin en un almuerzo donde compartimos un poco de comida sintética recalentada, lo único que podía ofrecerme.
El trabajo se reanudó al mediodía con la descarga del material. Fuimos cargando las traviesas, cimientos y raíles en otro vehículo a batería que se movía con cuatro neumáticos de globo. Al terminar el traslado, bajamos la vagoneta al final de la vía, y vuelta a empezar. La tarde era calurosa y los hombres trabajaban con parsimonia. Incluso Malchuskin había bajado el pistón y tras volver a cargar el vehículo anunció un nuevo descanso.
—Me hubiera gustado hacer otra carga hoy —dijo al tiempo que daba un largo sorbo a una botella de agua.
—Yo estoy dispuesto —dije.
—No te lo discuto. ¿Acaso lo vas a hacer tú solo?
—Pero yo quiero seguir —dije, ocultando el hecho de que sentía un cansancio inmenso.
—Mañana no servirás para nada. No, descargaremos este, lo llevaremos al final de la vía y nos vamos a casa.
Las cosas no sucedieron así en realidad. Tras dejar la vagoneta, Malchuskin hizo rellenar a los hombres la última sección de la vía, de unos veinte metros de largo, con toda la tierra, barro y piedrecillas que pudiéramos encontrar.
Le pregunté al constructor de vías por el motivo.
Señaló con la cabeza un tramo cercano de vía, el más largo, el interior izquierdo, donde había un enorme contrafuerte de cemento en el suelo.
—¿Prefieres usar una de esas cosas? —me dijo.
—¿Qué es?
—Un tope. Imagina que todos los cables se rompieran al mismo tiempo… la ciudad se saldría de los raíles. No es que los topes pudieran oponer demasiada resistencia en ese caso, pero al menos aguantarían un poco.
—¿Ha retrocedido la ciudad alguna vez sobre sus raíles?
—Solo una.
Malchuskin me ofreció la posibilidad de que regresara a mi habitación en la ciudad o bien que me quedara con él en la cabaña. El modo en que me lo dijo no daba realmente mucho lugar a elección. Era obvio que no tenía en muy alta estima a la gente que residía dentro de los muros de la ciudad, me comentó que rara vez la visitaba.
—Es una existencia demasiado cómoda —me dijo—. La mitad de la gente de ahí dentro no tiene ni idea de lo que sucede fuera, y, aunque lo supieran, no creo que les importara demasiado.
—¿Qué más da que no lo sepan? De todos modos, mientras no nos encontremos con dificultades para seguir trabajando a buen ritmo, no es su problema.
—Lo sé, lo sé, pero no tendríamos que contratar a estos malditos lugareños si vinieran más efectivos desde la ciudad.
En las cabañas-dormitorio cercanas, los trabajadores conversaban a gritos, algunos de ellos incluso estaban cantando.
—¿No se mezcla con ellos bajo ningún concepto?
—Me limito a usarlos. Me los consiguen los trocadores. Si se ponen demasiado escandalosos los echo y me traen otros pocos. Mejor no complicarse. El trabajo escasea por aquí.
—¿Dónde estamos?
—A mi no me preguntes, eso es cosa de tu padre y su gremio. Yo solo desmonto vías viejas.
Percibí que Malchuskin estaba menos alienado por la ciudad de lo que pretendía hacer ver. Era de suponer que su relativo aislamiento le hacía despreciar de alguna manera a los habitantes de la ciudad, pero por otra parte, tal como yo lo veía, no era necesario que se quedara en la cabaña. Los trabajadores eran vagos, ruidosos tras acabar su jornada laboral, sí, pero se comportaban decentemente. Malchuskin no malgastaba sus fuerzas en supervisarlos cuando no estaban trabajando, si quisiera podría estar ahora mismo descansando en la ciudad.
—Tu primer día en el exterior, ¿no es así?
—Así es.
—¿Quieres ver la puesta de sol?
—No, ¿por qué?
—Los aprendices suelen querer verla.
—De acuerdo.
Casi por no hacerle el feo, salí de la cabaña y miré al noroeste, detrás de la ciudad. Malchuskin apareció detrás de mí.
El sol estaba a punto de besar el horizonte, ya podía sentir el viento frío hostigándome por la espalda. Las nubes de la noche anterior no habían regresado, el cielo lucía azul y claro. Contemplé el sol, ahora que sus rayos se diluían en el espesor de la atmósfera y no podían hacerme daño. Ostentaba la forma de un anaranjado disco plano, ligeramente inclinado hacia nosotros. A su alrededor altos haces de luz se alzaban desde el centro del disco. Observamos cómo se hundía en el horizonte poco a poco; el punto superior de luz fue lo último en desaparecer.
—No puedes ver esto si te quedas a dormir en la ciudad.
—Es algo muy hermoso —afirmé.
—¿Viste el amanecer esta mañana?
—Sí.
Malchuskin asintió.
—Es lo que hacen cuando un chico entra a formar parte de un gremio, lo sueltan en el abismo, sin explicaciones, ¿verdad? Lo abandonan en la oscuridad hasta que sale el sol.
—¿Por qué nos hacen eso?
—Es el sistema de gremios. Creen que es el modo más rápido de que el aprendiz entienda que el sol no es igual al que le han enseñado.
—¿Y no lo es?
—¿Qué te enseñaron?
—Que el sol es una esfera.
—Así que siguen en las mismas… Bueno, ahora ya has visto que no es así. ¿Qué me dices, sacas algo en claro?
—No.
—Piensa en ello. Vamos a comer.
Regresamos a la cabaña y Malchuskin me pidió que calentara algo de comida mientras él se encargaba de atornillar el armazón de otro camastro sobre los soportes verticales del suyo. Encontró algo de ropa de cama en un armario y la lanzó sobre el camastro superior.
—Tú dormirás aquí —dijo señalándolo—. ¿Te mueves mucho?
—Creo que no.
—Lo intentaremos esta noche. Si noto que te retuerces demasiado nos cambiamos, no me gusta que me molesten.
Pensé que era difícil que pudiera molestar a nadie aquella noche. Estaba tan cansado que hubiera podido caer dormido al borde de un precipicio. Compartimos la insulsa comida y después Malchuskin me habló sobre su trabajo en las vías. No le presté demasiada atención, pocos minutos más tarde me eché en el camastro, haciendo como que le escuchaba. Me dormí casi de inmediato.
A la mañana siguiente me despertó el deambular de Malchuskin por la cabaña y su estrépito al recoger los platos de la cena de la noche anterior. Hice el intento de bajarme de la cama en cuanto recuperé la consciencia, pero me quedé paralizado por una punzada de dolor en la espalda. Resollé.
Malchuskin me miró sonriendo.
—Agarrotado, ¿verdad?
Me puse de lado e intenté levantar las piernas. También las tenía entumecidas y doloridas, sin embargo, con gran dificultad logré sentarme. Permanecí quieto unos momentos, esperaba que solo se tratase de un calambre y que pasara pronto.
—Siempre sucede lo mismo con los chicos de la ciudad —dijo Malchuskin sin malicia—. Venís aquí y tras un único día de trabajo ya no valéis para nada. Y no estoy diciendo que no le pongáis ganas, que quede claro. ¿Acaso no hacéis ejercicio en el orfanato?
—Solo en el gimnasio.
—Claro… bájate de la cama y toma algo para desayunar. Será mejor que regreses a la ciudad. Toma un baño caliente y averigua si alguien puede darte un buen masaje. Luego vuelve aquí.
Asentí agradecido y me bajé de la cama como pude. No me fue más fácil ni menos doloroso que mis intentos anteriores. Durante el penoso proceso descubrí que mis brazos, cuello y hombros estaban tan agarrotados como el resto de mi ser.
Dejé la cabaña treinta minutos después, justo cuando Malchuskin vociferaba a los hombres para que empezaran a trabajar. Me encaminé lentamente hacia la ciudad, cojeando.
Era la primera vez que quedaba a mi suerte en el exterior. Cuando uno está en compañía no percibe ni la mitad que cuando está solo. La ciudad se encontraba a unos quinientos metros de la cabaña de Malchuskin, lo cual era suficiente para adquirir una adecuada impresión de su tamaño y aspecto. El día anterior, enfrascado en el trabajo, solo tuve ocasión de mirarla de soslayo. Era, simple y llanamente, una enorme mole gris que dominaba el paisaje.
Ahora que renqueaba hacia ella por aquel campo solitario podía examinarla con mayor detalle.
Mientras viví dentro de ella nunca me había parado a pensar qué aspecto tendría desde fuera. Siempre había pensado que sería bastante grande, aunque la realidad era distinta, la ciudad resultaba mucho más pequeña de lo que me había imaginado. En su punto más alto, en la zona septentrional, llegaba a los setenta metros de altura. El resto era un cúmulo de cubos y rectángulos colocados en un patrón informe de altura variable. Los sosos tonos marrones y grises provenían de muchos tipos diferentes de madera. El cemento y los metales escaseaban en su diseño. Ninguna superficie estaba pintada. Su aspecto externo contrastaba enormemente con el del interior (o al menos con el de aquellas pocas zonas que había visitado), pulcro y decorado ostentosamente. La cabaña de Malchuskin se asentaba en el oeste de la ciudad, por lo que al hallarme de lado me resultó imposible calcular su longitud mientras me encaminaba hacia ella. Estimé que tendría una anchura de unos quinientos metros. Me sorprendió lo fea que era y lo vieja que parecía. Se percibía mucha actividad en los alrededores, sobre todo al norte.