Un mundo invertido (7 page)

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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un mundo invertido
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—Pero los… tucos nos ayudaron a montarlas.

—Los que trabajan para nosotros. Hay otros muchos que no lo hacen.

—Vete a la cama, hijo. Deja que nosotros nos encarguemos de ellos.

—¿Solo vosotros dos?

—Sí… solo nosotros, y una docena más en lo alto de la loma. Date prisa en meterte en la cama, hijo, y ten cuidado de que no te disparen una flecha entre los ojos.

Les di la espalda y me alejé. Me hervía la sangre de rabia, si me hubiera quedado un momento más me hubiera enzarzado con uno u otro. Odiaba su condescendencia paternal hacia mí, si bien sabía que les había pinchado un poco. Dos hombres con ballestas no serían una defensa fiable contra un ataque organizado, eso ellos también lo sabían, sin embargo era importante para su autoestima no dejarme pensar tal cosa.

Una vez estimé que estaba fuera de su vista eché a correr; a los pocos segundos me tropecé con una traviesa. Me alejé de las vías y seguí corriendo. Malchuskin me esperaba en la cabaña, donde cenamos juntos otra ración de comida sintética.

6

Trabajé otros dos días más con Malchuskin antes de que llegara el momento de cogerme otro permiso. En aquellas dos jornadas avanzamos bastante. Malchuskin espoleó enérgico a los trabajadores para que se esforzaran más que nunca. Tender las vías era un trabajo más duro que desmontarlas, en cambio tenía la ventaja de que el resultado era más visible; tramo tras tramo de reluciente metal presto para transportar la gran mole de cemento y madera. Otra labor adicional consistía en excavar las zanjas para los bloques de cemento de los cimientos, un paso necesario antes del tendido de las traviesas y los raíles. El hecho de que hubiera tres grupos de trabajo encargándose de las vías al norte de la ciudad, y de que cada uno de los tramos tuviera la misma longitud, acrecentaba el ánimo de competición entre los trabajadores. Me sorprendió la forma en la que los hombres respondían a dicha competencia; las chanzas y burlas no paraban de sucederse en mitad de un ambiente de buen humor y trabajo duro.

—Dos días —me dijo Malchuskin antes de mi regreso a la ciudad—. No más. Pronto montaremos el cabrestante y necesitaremos a todos los hombres disponibles.

—¿Habré de presentarme ante usted?

—Eso depende de los futuros… pero sí. Los próximos tres kilómetros te quedarás conmigo. Luego te transferirán a otro gremio para que hagas cuatro kilómetros y medio con ellos.

—¿A cuál? —inquirí.

—No lo sé. Tu gremio se encarga de tomar esas decisiones.

—De acuerdo.

Aquella noche el trabajo terminó tarde, así que dormí en la cabaña. Existía además otra razón; no me apetecía nada caminar hasta la ciudad de noche y tener que volver a pasar junto a los hombres de la milicia. Durante el día apenas se apreciaba la presencia de los milicianos, según me comentó Malchuskin tras mi primer encuentro con ellos, las guardias se montaban solo por la noche. Durante el período inmediatamente anterior al montaje del cabrestante las vías eran la zona mejor defendida.

A la mañana siguiente caminé junto a ellas hasta la ciudad.

No me fue difícil localizar a Victoria ahora que tenía autorización para estar en la ciudad. La otra vez vacilé, pues en el fondo pensaba que debería volver con Malchuskin lo antes posible. En esta ocasión trataría de pasar los dos días de permiso que me habían concedido sin el cargo de conciencia de estar evadiendo mis obligaciones.

A pesar de todo, seguía sin saber exactamente cómo encontrar a mi prometida, por lo que me vi obligado a preguntar. Tras varios intentos fallidos me indicaron al fin la localización de una oficina en la cuarta planta. Victoria y otros jóvenes trabajaban allí bajo la supervisión de una de las funcionarias. En cuanto me vio aparecer en el umbral de la puerta intercambió unas palabras con la mujer y se acercó a mí. Salimos al pasillo.

—Hola, Helward —me dijo al tiempo que cerraba la puerta tras de sí.

—Hola. Oye… si estás trabajando puedo pasarme luego.

—No importa. Estás de permiso, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces yo también, ven conmigo.

Me condujo a lo largo de los anchos pasillos, viró por un pasaje lateral y bajamos por unas escaleras. Al final de los escalones había otro pasillo flanqueado por puertas a ambos lados. Abrió una de ellas y entramos.

La habitación era la estancia privada más grande que había visto dentro de la ciudad. La pieza de mobiliario de mayor tamaño era la cama adosada a la pared, pero no era la única, los demás muebles eran de buena calidad y además no ahogaban la estancia, dando al lugar una agradable sensación de amplitud. Junto a una de las paredes había un fregadero y una pequeña cocina. Completaban el mobiliario una mesa con sus dos sillas, un armario para la ropa y dos sillas simples. Lo más sorprendente era la presencia de una ventana.

Me acerqué inmediatamente a ella para contemplar las vistas. Me encontré de frente con un muro lleno de ventanas similares a la que tenía ante mí. Al ser el marco de pequeño tamaño no pude ver qué había a los lados.

—¿Te gusta? —preguntó Victoria.

—¡Es enorme! ¿Todo esto es tuyo?

—En cierto modo. Nuestro, en cuanto nos casemos.

—Ah, sí. Alguien me dijo que me proporcionarían una vivienda propia.

—Probablemente se referían a esto —dijo Victoria—. ¿Dónde vives ahora?

—En el orfanato, aunque no he dormido allí desde la ceremonia.

—¿Ya estás fuera?

—Yo…

No estaba seguro de qué me estaba permitido contarle a Victoria y qué no, los términos de mi juramento eran explícitos.

—Sé que sales de la ciudad —dijo Victoria—. No es que sea un gran secreto.

—¿Qué más sabes?

—Varias cosas. Oye, ¡apenas he hablado contigo! ¿Te hago algo de té?

—¿Sintético? —lamenté haber hecho esa pregunta en cuanto salió de mi boca, no quería parecer desagradecido.

—Eso me temo. Pronto trabajaré con los sintetistas, así que puede que encuentre una manera de mejorarlo.

La atmósfera se fue relajando poco a poco. Durante las dos primeras horas nos dirigimos el uno al otro con una formalidad que lindaba con la frialdad, sentíamos una especie de educada curiosidad. Pronto nos dimos cuenta de que no éramos unos extraños el uno para el otro.

Nuestro tema de conversación pronto giró en torno a la vida en el orfanato, lo cual trajo una nueva duda a la superficie. Hasta que no dejé la ciudad no había tenido una idea clara de lo que iba a encontrarme. Las enseñanzas del orfanato siempre nos parecieron yermas a mí y a mis compañeros, materias abstractas e irrelevantes. Existían pocos libros impresos, así que los profesores se apoyaban principalmente en otros textos escritos por ellos mismos. Sabíamos (o creíamos saber) bastante sobre el planeta Tierra, sin embargo se nos aclaró que no sería eso lo que nos encontraríamos en el mundo. La curiosidad natural de los niños nos exigió inmediatamente conocer cuál era la diferencia, algo que los profesores satisfacían con su silencio. Ese frustrante abismo en nuestra comprensión de las cosas permanecía siempre ahí, propiciado por lo que aprendíamos leyendo sobre un mundo que no era este y nuestras conjeturas al observar el funcionamiento de la ciudad.

Esa situación nos causaba un gran descontento que se transformaba en un exceso de energía física que necesitaba ser consumida a toda costa. ¿Dónde podíamos descargarla en el orfanato? Solo había espacio para moverse en los pasillos y en el gimnasio, y ambos tenían sus limitaciones. Los chicos más jóvenes sufrían conmociones emocionales y se volvían desobedientes; al crecer, se entregaban a los pocos deportes practicables en el minúsculo gimnasio. Los mayores, a medida que se acercaban al momento de abandonar el orfanato, se lanzaban a un prematuro despertar sexual.

Los funcionarios que trabajaban en el orfanato se esforzaban en controlar todo aquello sin darle mayor relevancia. En cualquier caso, al crecer allí, yo no fui diferente al resto y caí en todas esas circunstancias. Durante los treinta kilómetros previos a mi mayoría de edad me permití tener relaciones sexuales con varias de las chicas; Victoria no se encontraba entre ellas. En su momento no le di ninguna importancia, pero ahora que íbamos a casarnos todo lo anterior pareció adquirir una repentina relevancia.

De manera algo perversa, mientras más hablamos más deseaba que salieran a la luz esos fantasmas del pasado. Me pregunté si sería adecuado desvelarle a Victoria mis experiencias previas detalladamente. Ella, por su parte, parecía tener tomado el control de la conversación dirigiéndola por canales de mutua aceptabilidad. Era probable que Victoria también tuviera sus propios fantasmas. Escuché con mucho interés algo que me contó sobre la vida en la ciudad.

Decía que al ser mujer no se ganó de inmediato una posición prominente en la ciudad, su trabajo actual se debía únicamente al hecho de estar comprometida conmigo. Si se hubiera comprometido con otra persona que no fuera miembro de un gremio, se hubiera esperado de ella que engendrara hijos tan a menudo como le fuera posible y que pasara su tiempo ocupándose de las labores domésticas rutinarias en las cocinas, haciendo ropa o en cualquier otra tarea similar. Por el contrario, su estatus actual le permitía disponer del privilegio de poseer algo de control sobre su futuro, si se lo esforzaba incluso podría ascender a un cargo de funcionaria jefe. En estos momentos se estaba sometiendo a un entrenamiento similar al mío, con la diferencia de que se daba menor valor a la experiencia y se hacía mayor hincapié en la educación teórica. A consecuencia de ello sabía bastante más de la ciudad y de su funcionamiento que yo.

No me sentía con libertad para hablar de mi trabajo en el exterior, así que escuché lo que ella me decía con sumo interés.

Me comentó que existían dos grandes carencias en la ciudad: una era el agua (eso yo ya lo sabía por Malchuskin) y otra, la población.

—Pero hay mucha gente en la ciudad —apunté.

—Sí… sin embargo la tasa de natalidad ha sido baja en los últimos tiempos y cada vez va a peor. Por si fuera poco, la diferencia entre el porcentaje de varones y hembras es muy grande. Nadie sabe el motivo.

—La comida sintética seguramente —apunté sarcástico.

—Podría ser. —Victoria se había tomado en serio mi comentario—. Hasta el momento en que dejé el orfanato solo tenía vagas ideas sobre cómo sería el resto de la ciudad… siempre asumí que todo el mundo que vivía en ella había nacido aquí.

—¿Y no es así?

—No. Se ha traído a muchas mujeres a la ciudad con la esperanza de darle un impulso a la población. Concretamente, con la esperanza de que engendren niñas.

—Mi madre vino del exterior de la ciudad —dije.

—¿Ah, sí? —Por primera vez aquella tarde Victoria pareció sentirse incómoda—. No lo sabía.

—Pensaba que era obvio.

—Supongo que lo era, pero nunca me había parado a pensar en ello.

—No importa —dije.

Victoria se sumió en un repentino silencio. El origen de mi madre no era un dato demasiado importante para mí, me arrepentí de haberlo mencionado.

—Cuéntame más sobre ese tema —le pedí.

—No… no hay mucho más que contar. ¿Y tú qué? ¿Cómo es el gremio?

—Está bien —le respondí.

Dejando a un lado el asunto del juramento y sus prohibiciones, simplemente no me apetecía hablar. Su brusco silencio me llevó a pensar que en realidad sabía más sobre ese asunto, pero que no hablaba por discreción. Desde que tenía uso de razón, la ausencia de mi madre era un asunto que daba por sentado. Mi padre, cada vez que se refería a ello, lo hacía casualmente, sin que pareciera arrastrar ningún trauma por aquello. De hecho, otros muchos chicos del orfanato se encontraban en mi misma situación; es más, también muchas chicas. Hasta que causó esa reacción en Victoria no había pensado nunca en el tema.

—Eres un caso extraño —dije con la esperanza de retomar el asunto por otro camino—. Tu madre sigue en la ciudad.

—Sí —respondió.

Ahí acabó todo. Decidí no insistir. En cualquier caso, no tenía un especial interés en hablar de nada ajeno a nosotros mismos. Vine a la ciudad para conocer mejor a Victoria, no a hablar de genealogía.

No obstante, esa sensación quedó ahí, la conversación estaba muriendo.

—¿Qué hay ahí afuera? —le pregunté, señalando la ventana—. ¿Podemos salir?

—Si quieres te lo enseño.

La seguí fuera de la habitación y por el pasillo hasta una puerta que conducía al exterior. No había mucho que ver. El espacio abierto no era más que un callejón que separaba los dos bloques de residencias. En uno de los extremos se alzaba una plataforma a la que se podía acceder por unas escaleras de madera. Primero fuimos a examinar el otro lado, donde había una puerta que llevaba a la ciudad. De regreso a las escaleras, subimos a la pequeña plataforma y allí encontramos un espacio con varios asientos de madera por donde era posible moverse con cierta libertad. La plataforma estaba bordeada por altas paredes en dos de sus lados, tras las cuales, presumiblemente, habría otras dependencias interiores de la ciudad. Detrás de nosotros se hallaba el acceso por donde habíamos venido, desde el cual se veían los tejados de los bloques de pisos y el callejón. Al frente, sin embargo, la vista no tenía límites y era posible contemplar el paisaje que rodeaba la ciudad. Fue toda una revelación. Los términos del juramento implicaban que ninguna persona ajena a un gremio podía ver el exterior.

—¿Qué te parece? —me preguntó Victoria al tiempo que se sentaba en uno de los asientos dispuestos allí para observar el panorama.

Me senté junto a ella.

—Me gusta.

—¿Has estado ahí fuera?

—Sí. —Era difícil, me encontraba en un continuo conflicto con los términos del juramento. ¿Cómo podría hablar con Victoria sobre mi trabajo sin comprometer lo que había jurado?

—No nos permiten subir muy a menudo. Lo cierran por las noches, solo permanece abierto unas pocas horas al día. A veces está clausurado varios días seguidos.

—¿Sabes la razón?

—¿La sabes tú? —me respondió.

—Probablemente tenga algo que ver con los trabajos del exterior…

—De los cuales no vas a hablarme.

—No —admití.

—¿Por qué no?

—No puedo.

Me miró durante un momento.

—Estás muy bronceado. ¿Trabajas al sol?

—A veces.

—Este lugar se cierra cuando el sol está en lo alto. Lo máximo que he visto son sus rayos cuando tocan las partes altas de los edificios.

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