—Es un buen territorio —dijo Malchuskin. Tardó poco en acotar esa opinión—. Para un constructor de vías, me refiero.
—¿Por qué?
—Es fácil. Podemos lidiar con cerros y valles sin despeinarnos. Los que nos dan dolores de cabeza son los terrenos rotos, es decir, las lomas, los ríos o incluso los bosques. Esa es una de las ventajas de que ahora andemos en alto. Lo único que hay por aquí son rocas viejas aplanadas por los elementos. No me hables de ríos que me enervo.
—¿Qué tienen de malo los ríos?
—¡Te acabo de decir que no me hables de ellos! —Me dio una palmada en el hombro, con simpatía, y nos encaminamos de regreso a la ciudad—. Los ríos hay que cruzarlos. Eso significa que es necesario construir puentes donde no los hay, es decir, casi siempre. Tenemos que esperar a que el puente esté listo y eso causa retrasos. Generalmente, las reprimendas recaen sobre el gremio de los constructores de vías. Así es la vida. Lo que pasa con los ríos es que provocan sentimientos encontrados. Por un lado, el agua siempre escasea en la ciudad y un río resuelve ese problema durante un tiempo. Por otro, es necesaria la construcción de un puente, lo cual pone a todo el mundo nervioso.
La mano de obra contratada no se mostró precisamente feliz al vernos aparecer. Rafael los obligó a ponerse en marcha y pronto reanudaron sus labores. Acabamos de desmantelar el último de los tramos de vías, solo nos quedaba construir el último amortiguador. Se trataba de una estructura metálica montada sobre el último tramo de vías, y hacía uso de tres de los cimientos de cemento para las traviesas. Cada una de las cuatro vías contaba con su propio amortiguador, dispuesto de tal modo que si la ciudad reculaba hacia atrás sirviera de sujeción. Los topes no estaban alineados debido a la irregular forma de la zona meridional de la ciudad. Con todo, Malchuskin me aseguró que eran una buena medida de seguridad.
—No me gustaría tener que darles uso —me confesó—, pero si la ciudad retrocediera, esto la detendría. O eso creo.
El montaje del último amortiguador supuso el fin de nuestro trabajo.
—¿Ahora qué? —pregunté.
Malchuskin alzó la vista hacia el sol.
—Debemos mover las casas. Me gustaría colocar mi cabaña y los dormitorios de los trabajadores en lo alto de la loma. Se está haciendo tarde. No estoy seguro de que podamos hacerlo antes de que caiga la noche.
—Se puede dejar para mañana.
—Sí, pienso lo mismo. Eso les dará a estos bastardos haraganes unas cuantas horas de descanso. Lo agradecerán.
Habló con Rafael, que a su vez les transmitió a los otros hombres el dilema. No hubo mucha discusión al respecto, algunos hombres ya se encaminaban a sus dormitorios incluso antes de que Rafael acabara de traducirles.
—¿Adónde van?
—A su aldea, espero —dijo Malchuskin—. Está allí detrás. —Señaló al suroeste, al otro lado de la pequeña elevación al sur—. Volverán, claro. No les gusta trabajar, pero en la aldea les presionarán porque les damos lo que quieren.
—¿El qué?
—Los beneficios de la civilización —dijo sonriendo cínico—. Para que me entiendas, la comida sintética de la que siempre te estás quejando.
—¿Les gusta?
—No más que a ti, pero es mejor que una barriga vacía, que era lo que tenían antes de que nosotros apareciéramos por aquí.
—No creo que yo pudiera trabajar tanto a cambio de esa masa grumosa. No sabe a nada, no tiene sustancia y…
—¿Cuántas comidas al día tomabas en la ciudad?
—Tres.
—¿Cuántas eran sintéticas?
—Solo dos —afirmé.
—Bien, pues gente como estos pobres diablos son los que se dejan la piel trabajando para que tú puedas disfrutar de esa comida genuina diaria. Y, según lo que he oído, esta no es la más dura de sus tareas.
—¿Qué quiere decir?
—Ya lo averiguarás.
Aquella misma noche, sentados en su cabaña, Malchuskin habló más sobre ese tema. Descubrí que no estaba tan mal informado como me quería hacer ver. Como siempre, le echaba la culpa de todo al sistema de gremios. Era una costumbre establecida hace mucho tiempo que el funcionamiento de la ciudad no fuera transmitido de una generación a otra por medio de la enseñanza, sino por principios heurísticos. Un aprendiz valoraría mucho más las tradiciones de los gremios comprobando de primera mano los hechos que definían su propia existencia que aprendiéndolos de manera teórica desde pequeño. En la práctica, eso significaba que tendría que averiguar por mí mismo cómo acabaron estos hombres trabajando para nosotros en las vías, qué otras tareas realizaban y en general el resto de asuntos concernientes a la existencia continuada de la ciudad.
—Cuando era aprendiz —me contó Malchuskin—, yo construí puentes y desmonté vías. Trabajé con el gremio de tracción y cabalgué junto a hombres como tu padre. Sé la manera gracias a la cual la ciudad continúa existiendo, y por eso valoro mi aportación a tal logro. Desmonto vías y las vuelvo a montar, no porque disfrute haciéndolo, sino porque conozco el motivo que hace necesario que obre así. He trabajado en el gremio de los trocadores, sé cómo convencen a los lugareños para que colaboren con nosotros, por eso soy consciente de la presión a la que se ven sometidos los hombres bajo mi mando. Es un proceso algo críptico y oscuro… o así lo ves tú ahora. Con el tiempo comprenderás que todo está relacionado con la supervivencia, con la precariedad de esta.
—No me importa trabajar con usted —dije.
—No quería decir eso, has trabajado bien conmigo. Lo que digo es que todas las preguntas que rondan en tu cabeza tienen respuesta, como por ejemplo el propósito de tu juramento. Todo se hace por pura sensatez.
—Entonces estos hombres volverán mañana.
—Probablemente. Y se quejarán y se relajarán en cuanto tú o yo nos demos la vuelta… incluso eso forma parte de la naturaleza de las cosas. A veces, sin embargo, me pregunto…
Esperé a que finalizara la frase. No lo hizo. Me resultó algo extraño en él, no consideraba a Malchuskin un hombre de naturaleza contemplativa. La cabaña se sumió en un profundo silencio, solo roto cuando me levanté para salir a usar las letrinas. Entonces Malchuskin bostezó, estiró los brazos y bromeó sobre mi vejiga floja.
Rafael regresó a la mañana siguiente con la mayoría de los hombres que habían trabajado con nosotros aquellos días. Faltaban unos cuantos, pero otros habían ocupado su puesto. Malchuskin los recibió sin mostrar sorpresa aparente y enseguida comenzó a supervisar la demolición de los tres edificios prefabricados.
Lo primero era vaciarlos y colocar todos los enseres de dentro en un gran montón. Luego la tarea consistió en desmantelar los propios edificios. No fue algo tan difícil como imaginaba, era evidente que fueron diseñados para ser montados y desmontados fácilmente. Las paredes estaban unidas entre sí por una serie de goznes. Los suelos se dividían en varios tablones de madera y los tejados estaban atornillados de modo similar a las paredes. Las puertas y las ventanas formaban parte de las paredes en las que estaban. Una hora era suficiente para descomponer cada cabaña, por lo tanto al mediodía todo el trabajo estuvo hecho. Malchuskin se marchó bastante antes para regresar media hora después con una camioneta a batería. Nos tomamos un descanso para comer. Acto seguido, cargamos la camioneta con todo el material que cupo y nos dispusimos a ascender la loma con Malchuskin al volante. Rafael y varios de los trabajadores se engancharon a los laterales del vehículo.
La loma estaba a cierta distancia. Malchuskin encauzó una marcha diagonal que nos condujo a la zona más cercana a las vías y continuamos ascendiendo hacia nuestro destino junto a ella. En el centro de la loma existía una depresión poco profunda donde se tendieron los cuatro tramos de vías. Vimos a muchos hombres trabajando en esta zona. Algunos empujaban manualmente las vías desde cada uno de los lados, presumiblemente para ensancharlas con el fin de que la mole de ciudad pudiera acogerlas bien. Otros iban de aquí a allá con taladradoras mecánicas, tratando de erigir cinco estructuras de metal cuya función era que cada una soportase una rueda de gran tamaño. Solo una de ellas, situada entre los dos tramos interiores, estaba completamente terminada. Se trataba de un escueto diseño geométrico sin utilidad conocida, al menos para mí.
Malchuskin aminoró la velocidad a nuestro paso por la depresión del terreno para observar cómo se desarrollaban los trabajos. Saludó con la mano a uno de los hombres que supervisaba las obras antes de volver a acelerar cuando llegamos a la cima de la loma. Desde aquí había que descender una pequeña pendiente que conducía a una ancha planicie. A este y oeste, y al otro lado de la llanura, se extendían otras colinas mucho más altas.
Para mi sorpresa las vías terminaban a escasa distancia de la inclinación. El tramo exterior izquierdo era de un kilómetro y medio de largo, pero los otros tres apenas llegaban a los cien metros. Dos equipos trabajaban en alargarlas, sin embargo era evidente que andaban bastante atrasados.
Malchuskin echó un vistazo a los alrededores. En nuestro lado de las vías, el oeste, había un conjunto de cabañas alineadas, seguramente el lugar donde descansaban los equipos de tracción que ya estaban allí. Tomamos aquella dirección, pasando un poco de largo antes de detenernos.
—Aquí valdrá —dijo—. Hay que levantar las cabañas antes del anochecer.
—¿Por qué no las ponemos junto a las de los demás? —pregunté yo.
—Es mi política. Bastantes problemas tengo ya con estos hombres. Si tienen demasiado contacto con los otros, beben más y trabajan menos. No podemos evitar que se mezclen con los demás cuando no están faenando, pero no tiene sentido colocarlos a todos juntos durante su jornada laboral.
—¿Acaso no tienen derecho a hacer lo que deseen?
—Vienen aquí a trabajar. Eso es todo.
Se bajó de la cabina de la camioneta y le gritó a Rafael que empezara de inmediato el montaje de las viviendas.
El vehículo estuvo pronto descargado. Me dejó a mí al cargo de supervisar las obras mientras él regresaba a por el resto de hombres y material.
La reconstrucción se hallaba a punto de completarse antes incluso de que oscureciera. Mi última asignación de aquel día consistió en llevar la camioneta de vuelta a la ciudad y conectarla a uno de los puntos de recarga de baterías. Me alegró volver a tener unos momentos de soledad.
Al subir por la loma comprobé que el trabajo con las ruedas elevadas había finalizado y el lugar aparecía desierto, salvo por la presencia de dos hombres de la milicia que montaban guardia con las ballestas sobre los hombros. No me prestaron atención. Los dejé atrás en mi camino hacia el otro extremo de la ciudad. Me sorprendió ver tan pocas luces. Las actividades diurnas cesaban bruscamente cuando la noche se aproximaba.
No encontré puestos de recarga disponibles en el lugar donde me indicó Malchuskin, todos estaban ocupados por otros vehículos. Supuse que esta sería la última camioneta en terminar su actividad aquella noche, tendría que dar una vuelta para encontrar otro punto. Al final me topé con uno en la zona meridional de la ciudad.
Estaba oscuro. Después de ocuparme de la camioneta me tocaba enfrentarme a pie al largo camino de regreso a casa. Estuve tentado de no regresar y quedarme a pasar la noche en la ciudad. En realidad me hallaba a apenas unos minutos de mi habitación en el orfanato… entonces consideré la reacción de Malchuskin si hiciera tal cosa.
Rodeé reticente el perímetro de la ciudad, encontré el tramo de vías que remontaba al norte y ascendí la loma por su lado. Caminar solo y de noche por aquellos parajes era una experiencia desconcertante. Hacía frío, un fuerte viento procedente del este me calaba hasta los huesos a través de mi fino uniforme. Delante de mí veía el oscuro contorno de la loma bajo la débil proyección de la luna sobre el cielo nublado. En la depresión del terreno, las formas angulosas del contorno de las estructuras para las ruedas se recortaban en el horizonte y los dos solitarios vigías de la milicia marchaban hacia delante y hacia atrás. En cuanto estuve en su campo de visión me dieron el alto.
—¡Deténgase ahí! —Los dos hombres pararon de moverse y, aunque no podía saberlo con certeza, el instinto me decía que sus ballestas me estaban apuntando—. Identifíquese.
—Aprendiz Helward Mann.
—¿Qué estás haciendo fuera de la ciudad?
—Estoy trabajando con vías Malchuskin. Acabo de pasar por aquí en la camioneta.
—Ah, sí. Acércate.
Me adelanté hacia ellos.
—No te conozco —me dijo uno—. ¿Acabas de empezar?
—Sí… hace un kilómetro y medio.
—¿A qué gremio perteneces?
—Al de los futuros.
El que me había hablado se echó a reír.
—Mejor tú que yo.
—¿Por qué?
—Me gustaría tener una vida larga.
—Aún es joven —apuntó el otro.
—¿De qué estáis hablando?
—¿Has ido ya al futuro?
—No.
—¿Has ido al pasado?
—No. Empecé hace pocos días.
Un pensamiento asaltó mi mente. Aunque no podía ver sus caras en la oscuridad, por sus voces me pareció que no podían ser mucho mayores que yo. Quizá rondarían los mil ciento veinte kilómetros de edad, no más. Si era así debieron coincidir conmigo en el orfanato.
—¿Cómo te llamas? —le dije a uno.
—Conwell Sturner. Para ti soy ballestero Sturner.
—¿Estuviste en el orfanato?
—Sí. No te recuerdo, aunque claro, eres solo un niño.
—Yo salí de allí hace pocos días. No recuerdo haberte visto antes.
Ambos se echaron a reír de nuevo. Sentí mi temperamento debilitarse.
—Hemos estado en el pasado, hijo.
—¿Qué significa eso?
—Significa que somos hombres.
—Deberías estar en la cama, hijo. Es peligroso andar por ahí de noche.
—No me he encontrado con nadie —dije.
—Ahora no. Mientras los comodones de la ciudad duermen, nosotros los salvamos de los tucos.
—¿Quiénes son esos?
—¿Los tucos? Los hispanos. Los criminales locales que saltan de entre las sombras sobre los jóvenes aprendices.
Pasé entre los dos. Deseé estar dentro de la ciudad y no haber tomado ese sendero. Sin embargo, mi curiosidad aumentaba por momentos.
—Hay tucos a los que no les gusta nuestra ciudad. Si no los vigiláramos dañarían las vías. ¿Ves esas poleas? Las tirarían abajo si nosotros no estuviéramos aquí.