Un mundo invertido (23 page)

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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un mundo invertido
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Me pregunté si los tucos se daban cuenta de lo sencillo que sería arrasarla; bastaría con destruir los puntos clave y sentarse a ver cómo el movimiento del suelo la deslizaba poco a poco hacia atrás.

Pensé en ello un rato. Me pareció que los lugareños desconocían la fragilidad inherente de la ciudad y sus habitantes, la poca información de la que disponían sobre nosotros jugaba en su contra. Por lo que yo sabía, la transformación que sufrieron las tres chicas allá en el pasado no era algo perceptible a sus ojos.

Aquí, cerca del óptimo, los tucos no estaban sujetos a ninguna distorsión, o solo a un nivel insignificante, por lo que no podían discernir ninguna diferencia apreciable entre ellos y nosotros.

Nuestros enemigos solo podrían ver el efecto que esto tendría sobre la estructura de la ciudad y sus ocupantes si alcanzaban el éxito en su empresa, quizá sin planearlo siquiera, y conseguían que nos retrasáramos respecto al óptimo hasta un punto tan al sur que ya fuera imposible remolcarnos hacia delante.

Este terreno hubiera sido difícil de cruzar incluso en condiciones normales, probablemente la colina frente a nosotros no era la única de la región. ¿Cómo podía mantenerse viva la esperanza de llegar de nuevo a la altura del óptimo?

No obstante la ciudad estaba relativamente segura de momento. Parapetada a un lado por el río, y al otro por un terreno elevado que impedía el resguardo a ningún agresor; se encontraba en una buena posición estratégica mientras se tendían las vías.

No sabía si tendría tiempo de cambiarme, llevaba trabajando y durmiendo con la misma ropa muchos días. Me acordé irremediablemente de Victoria, de sus objeciones al olor de mi uniforme tras diez días fuera de la ciudad.

Deseé no encontrármela antes de irme.

Regresé a la sala de los futuros e hice averiguaciones. Había uniformes disponibles, tenía derecho a uno por ser un miembro de pleno derecho de los gremios, pero en aquel momento no podían conseguirme ninguno. Me dijeron que me buscarían uno en mi ausencia.

Futuro Denton me estaba esperando en los establos cuando llegué. Me proporcionaron un caballo y cabalgamos sin demora hacia el norte.

3

Denton no era un hombre muy extrovertido. Respondía, eso sí, a todas las preguntas que le hacía, tras las cuales seguían largos períodos de silencio. No me resultaba incómodo, pues me daba la oportunidad de pensar, algo que necesitaba.

Recurrí a mis primeras enseñanzas en los gremios; acepté que descifraría todo lo posible de lo que presenciara, sin confiar en la interpretación de los demás.

Seguimos el camino por el que irían las vías, ascendiendo por un paso en las faldas de la colina. En la cima, el terreno descendía de manera estable junto a un pequeño arroyuelo durante un largo trecho. Al final del valle existía un pequeño bosquecillo, luego otra serie de colinas.

—Denton, ¿por qué hemos dejado la ciudad en un momento así? —pregunté—. Está claro que todos los hombres son necesarios.

—Nuestro trabajo siempre es importante.

—¿Más importante que la defensa de la ciudad?

—Sí.

Por el camino me explicó que en los últimos kilómetros el trabajo de exploración del futuro se había descuidado. Esto se debía en cierto modo a que el gremio estaba falto de hombres a causa de los problemas de la urbe.

—Nos hallamos en el límite de lo explorado hasta el momento: estas colinas —dijo mirando a su alrededor—. El gremio de tracción tendrá que lidiar con estos árboles. Podrían servir de escondrijo ante los tucos, pero también necesitamos madera. A partir de este punto se ha explorado un kilómetro más, el resto es territorio virgen.

Me mostró un mapa dibujado en un largo rollo de papel en el que se veían diferentes símbolos, cuyos significados me explicó. Nuestro trabajo, por lo que entendí, era extender el mapa al norte. Denton disponía de un instrumento de exploración, montado en un gran trípode de madera, que de vez en cuando utilizaba para después anotar algo en el propio mapa.

Los caballos iban muy cargados. Además de las raciones de comida y de los sacos de dormir, cada uno portaba una ballesta provista de una generosa cantidad de flechas. Nuestro equipo se componía también de instrumentos para cavar, un kit para tomar muestras químicas y una videocámara diminuta con su equipo de grabación. Denton me enseñó a usar el equipo de video.

El método habitual de los futuros, tal como me explicó, era repartir a uno o varios exploradores entre varias zonas. Cada individuo o grupo tomaba una ruta distinta hacia el norte, por lo tanto, al final de la expedición se conseguía un mapa detallado de los terrenos explorados por todos ellos y una grabación en video del recorrido. Todo eso estaba después sujeto a la evaluación del Consejo de Navegantes que, con la ayuda de los informes de otros exploradores, decidía la ruta que se iba a seguir.

Bien pasado el mediodía, Denton paró por sexta vez y montó el trípode. Tras tomar medidas angulares de la elevación de las colinas que nos rodeaban y, usando una brújula montada en un giroscopio, determinar el norte, adosó un péndulo a la base del instrumento. Dejó al péndulo moverse a su ritmo hasta que se detuvo naturalmente y quedó estacionario. Denton fijó la graduación de la escala, la marcó con círculos concéntricos y la colocó entre las patas del trípode.

El puntero se hallaba casi exactamente en la marca central.

—Estamos en el óptimo —dijo—. ¿Sabes lo que eso significa?

—No exactamente.

—Has estado en el pasado, ¿verdad? —Le confirmé que así era—. Siempre hay una fuerza centrífuga a la que enfrentarse en este mundo. Mientras más al sur, mayor es esa fuerza. Siempre está presente en cualquier lugar al sur del óptimo, no supone una diferencia práctica para las operaciones normales dentro de los primeros diecinueve kilómetros. Eso sí, superada esa distancia la ciudad podría empezar a tener problemas. Eso ya lo sabes, si has sentido esa fuerza centrífuga.

Examinó las nuevas lecturas de su instrumento.

—Trece kilómetros y medio —dijo—. Es la distancia entre la ciudad y este punto, es el terreno que debemos recuperar.

—¿Cómo se mide el óptimo? —pregunté.

—Por sus distorsiones gravitacionales. Es el estándar por el que medimos el progreso de la ciudad. En términos físicos, puedes imaginarlo como una línea dibujada alrededor del mundo.

—¿Y el óptimo siempre se está moviendo?

—No. El óptimo está quieto, es la tierra la que se aleja de él.

—Ah, sí.

Guardamos los equipos y continuamos al sur. Justo antes de que se escondiera el sol, levantamos el campamento para pasar la noche.

4

Los trabajos de reconocimiento del terreno no requerían mucho esfuerzo mental. En nuestro lento avance al norte mi única preocupación externa era la necesidad de estar siempre atento a posibles indicios de la presencia de lugareños hostiles. Nos manteníamos en guardia a pesar de que Denton decía que un ataque era poco probable.

No podía parar de pensar en la increíble experiencia que suponía el tener todo este mundo ante mis ojos. Estar aquí ya era un evento extraordinario; entenderlo ya era harina de otro costal.

Al tercer día fuera de la ciudad comencé a pensar de repente en la educación que recibí de pequeño. No estoy seguro de qué hizo a mi mente fluir por esos derroteros. Muchos motivos posiblemente, el más probable, la impresión que me produjo haber visto los efectos devastadores del ataque en el orfanato.

No había pensado mucho en mi educación tras dejar aquel lugar donde transcurrieron mis primeros años de vida. En su momento, al igual que el resto de chicos y chicas, consideraba mi período allí un tiempo de penitencia, una etapa necesaria que era ineludible cumplir. Mirando atrás, muchos de los conceptos que nos inculcaron en nuestras reticentes cabezas tomaban una nueva dimensión en el contexto de la ciudad.

Por ejemplo, una de las asignaturas que mayor aburrimiento nos causaba era la geografía. Las lecciones trataban sobre técnicas de cartografía y reconocimiento del terreno, asuntos que en el interior del orfanato solo podían ser considerados desde un punto de vista teórico. Ahora aquellas insufribles horas de tedio cobraban relevancia. Concentrándome un poco y ahondando en mi, a menudo, fallida memoria, entendí rápidamente los principios básicos de lo que hacía Denton.

En aquellos años nos enseñaron la teoría de otras muchas materias de las cuales comprendía ahora, a la larga, su importancia. Cualquier nuevo aprendiz poseía un conocimiento superficial del trabajo que su gremio requeriría que hicieran en su momento y, adicionalmente, contaba con un grado similar de información respecto al resto de funciones de la ciudad.

Nada pudo prepararme para el agotador trabajo físico en las vías, sin embargo, poseía un entendimiento casi instintivo de la maquinaria usada para remolcar la ciudad por esas vías.

El entrenamiento obligatorio en la milicia no tenía ningún interés para mí, pero a esos hombres que posteriormente tomaran las armas para defender la seguridad de la ciudad les ayudaría bastante el extraño énfasis que se le daba a la estrategia militar durante nuestra educación.

Esta corriente de pensamiento me llevó a preguntarme si realmente existió algo en mi educación que me preparara para aceptar la visión de un mundo como este.

Las lecciones que recibí específicamente sobre astrofísica y astronomía siempre hablaban de los planetas como esferas. La Tierra (el planeta, no nuestra ciudad) nos era descrita como una esfera achatada en los polos; incluso se nos mostraron mapas de su superficie. Pero ese aspecto de la ciencia física no se trató en demasía, crecí creyendo que el mundo donde existía la ciudad de Tierra era una esfera idéntica al planeta del mismo nombre, y nada de lo que me dijeron contradijo ese pensamiento. De hecho, nunca discutimos en detalle la naturaleza del mundo.

Sabía que el planeta Tierra era parte de un sistema de planetas que orbitaban alrededor de un sol esférico. Un satélite, la Luna, orbitaba alrededor de la Tierra. Como el resto, todo eso era información teórica, la falta de aplicación práctica no me preocupó ni siquiera cuando dejé la ciudad, pues estaba claro que las circunstancias eran otras. Ni el sol ni la luna eran esféricos, como tampoco lo era el mundo en el que vivíamos.

La pregunta quedaba sin responder: ¿dónde estábamos?

La solución quizás radicaba en el pasado.

Ese hecho también se nos ocultó concienzudamente, aunque las historias que se nos contaban se referían exclusivamente al planeta Tierra. Casi todo lo que aprendíamos giraba en torno a maniobras militares o al traspaso de poder y de gobierno de un Estado a otro. Sabíamos que el tiempo en el planeta Tierra se medía en años y siglos, que los hechos documentados de historia se remontaban a veinte siglos atrás. Quizás infundadamente, formé en mi mente la idea de que vivir en el planeta Tierra no era algo agradable, sino una existencia marcada por disputas, guerras, reclamaciones territoriales y presiones económicas. El concepto de civilización era muy avanzado, se nos explicaba que era el momento en el que la humanidad se congregaba en ciudades. Por definición, los habitantes de la ciudad de Tierra éramos civilizados, sin embargo no existían similitudes entre su existencia y la nuestra. La civilización en el planeta Tierra iba al ritmo del egoísmo y la avaricia, la gente que vivía en los Estados civilizados explotaba a los que vivían en los menos desarrollados. Las escasas comodidades de la vida eran monopolizadas por los habitantes de las naciones desarrolladas por mor de su fortaleza económica. Esa desigual inclinación de la balanza era la raíz de todas las disputas.

De repente advertí los paralelismos entre su civilización y la nuestra. La ciudad andaba en pie de guerra con los tucos como resultado de nuestra política de trueques. No los explotábamos para conseguir sus riquezas, nosotros disponíamos de un excedente de comodidades que escaseaban en esta región, es decir, comida, combustible y materias primas. De lo que carecíamos era de mano de obra, pagábamos por ella con lo que nos sobraba.

El proceso era el inverso, el resultado el mismo.

Siguiendo mi razonamiento, comprendí que el estudio de la historia del planeta Tierra preparaba el terreno para aquellos que luego se convirtieran en miembros del gremio de los trocadores; no tuve que ahondar mucho para entender el resto. Las historias empezaban y terminaban en ese planeta llamado Tierra, sin mencionar cómo llegó la ciudad a este mundo ni cómo se construyó ni quiénes fueron sus fundadores o de dónde procedían.

¿Una omisión deliberada o un conocimiento olvidado?

Imaginaba que muchos miembros de los gremios se habían lanzado a la invención de sus propios patrones de racionalidad. Por lo que sabía, las respuestas a todas estas preguntas bien podrían encontrarse en algún lugar de la ciudad o venir avaladas por una hipótesis común que desconocía. Adopté el camino de los gremios de forma natural. La supervivencia en este mundo era cuestión de iniciativa: a gran escala, por el hecho de cooperar en que la ciudad avanzara al norte y se alejara de la increíble distorsión a nuestra espalda; y desde un punto de vista personal, por el hecho de tomar como propio un patrón de vida que estaba ya determinado. Futuro Denton era un hombre autosuficiente, igual que la mayoría de los hombres que había conocido. Quería equipararme con él, comprender las cosas por mi cuenta. Pensé que podría discutir mis pensamientos con él, pero decidí no hacerlo.

El viaje al norte era lento, sinuoso. No tomamos una ruta directa sino que nos desvíanos por múltiples puntos del este y el oeste. Denton calculaba periódicamente nuestra distancia al óptimo; nunca sobrepasamos los quince kilómetros.

Le pregunté si existía alguna razón para que no superáramos esa diferencia.

—En circunstancias normales nos aventuraríamos al norte lo máximo posible —dijo—. Ahora la ciudad está en un momento delicado. Necesitamos un terreno que nos permita defendernos bien y sea al mismo tiempo una ruta fácil hacia el norte.

El mapa que estábamos compilando se convertía en más detallado y completo cada día que pasaba. Denton me dejaba emplear el equipo cada vez que se lo pedía, y pronto fui tan apto en su uso como él mismo. Aprendí a triangular el terreno con el instrumento de reconocimiento, a estimar la altura de las colinas y a calcular la distancia norte o sur a la que nos encontrábamos del óptimo. Me estaba empezando a gustar la cámara, a pesar de que me veía forzado a limitar mi entusiasmo para conservar la carga de las baterías.

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