Aceptó todos estos hechos como lo que eran, la realidad. La reacción llegaría después; mientras tanto, un nuevo ataque se cernía de manera inminente sobre la ciudad.
El valle estaba oscuro y silencioso. Al otro lado, en la orilla norte del río, vi una luz roja resplandecer una o dos veces. Luego nada.
Segundos después, procedente de las tripas de la ciudad, oí una sacudida de los cabrestantes; la ciudad comenzó a moverse. El eco del grave sonido resonó en todo el valle.
Un hombre yacía junto a otros treinta entre la densa maleza que moteaba la falda de la colina. Había sido reclutado temporalmente para trabajar con la milicia durante el remolque más crítico de la historia de la ciudad. El tercer ataque se produciría en cualquier momento. Se pensaba que una vez la ciudad alcanzara el lado norte del río sería capaz de defenderse por sí misma gracias a la favorable orografía del terreno en aquella zona. Nos daría entonces tiempo a tender las vías hasta el punto más alto de las colinas, en dirección norte. Una vez allí, se creía fácil acometer una defensa fiable, al menos hasta la próxima fase del tendido de vías.
Sabíamos que en algún lugar del valle se agrupaban unos ciento cincuenta tucos armados con rifles. Resultaban un enemigo formidable. La ciudad solo contaba con doce rifles, tomados de los propios tucos, cuya munición se agotó durante el segundo ataque. Nuestras únicas armas potentes eran las ballestas, mortales a poca distancia, y nuestro conocimiento del valor del trabajo grupal. Con esos ingredientes preparamos el contraataque que teníamos reservado para nuestros enemigos y del que yo formaba parte.
Unas pocas horas después, cuando la oscuridad nos rodeaba, tomamos una posición con vistas al valle. La baza principal de defensa consistía en tres líneas de ballesteros dispuestas alrededor de la propia ciudad. Tan pronto como la ciudad cruzara el puente, retrocederían para formar en posición defensiva alrededor de las vías. Los tucos concentrarían el fuego en esos hombres y en ese momento arremeteríamos contra ellos en una emboscada.
Si la suerte nos acompañaba, el contraataque no sería necesario. Puesto que nuestro servicio de inteligencia admitía que otro ataque era posible, la construcción del puente se produjo antes de lo previsto y se esperaba que la ciudad se hallara al otro lado sana y salva, al cobijo en la oscuridad, antes de que los tucos se dieran cuenta.
En la quietud del valle, el estruendo de los cabrestantes era inconfundible.
La parte frontal de la ciudad ya pisaba el puente cuando se oyeron los primeros disparos. Puse una flecha en la ballesta y coloqué la mano sobre el seguro.
La noche estaba cubierta de nubes, la visibilidad era escasa. Pude distinguir los resplandores de los rifles y estimé que los tucos formaban en una especie de semicírculo a unos cien metros de nuestros hombres. No sé si algún disparó alcanzó su objetivo, lo que estaba claro es que los nuestros no respondieron.
Otros rifles escupieron sus disparos, los tucos se estaban acercando. La ciudad tenía la mitad de su cuerpo en el puente… y no paraba de avanzar.
Se oyó una exclamación en el valle:
—¡Luces!
Instantáneamente, se encendió una batería de ocho grandes focos dispuestos al lado de la ciudad. Los tucos quedaron al descubierto, sin sitio donde cubrirse.
La primera línea de ballesteros disparó sus flechas. Acto seguido se agacharon para recargar. La segunda línea disparó, se agachó y recargó. La tercera línea disparó y recargó.
Tomados por sorpresa, los tucos sufrieron muchas bajas. Enseguida echaron cuerpo a tierra y dispararon a lo único que podían ver de sus defensores, las oscuras siluetas contra los focos.
—¡Luces fuera!
Regresó la oscuridad. Los ballesteros se dispersaron al lateral de la ciudad. Unos segundos más tarde las luces se encendieron de nuevo para que nuestras tropas dispararan desde sus nuevas posiciones.
Las flechas causaron bajas entre los tucos, que de nuevo fueron cogidos de improviso. Las luces se volvieron a apagar, los ballesteros retornaron a su posición inicial al amparo de la oscuridad. La maniobra se repitió de nuevo.
Se escuchó otro grito. Los focos volvieron a encenderse, a través de la luz que proyectaban vimos a los tucos cargando sus rifles. La ciudad estaba sobre el puente.
De repente, se produjo una explosión en un lateral y una lengua de fuego se elevó en el aire. Un instante después una segunda explosión resonó en el puente y las llamas se extendieron por la madera seca que sostenía las vías.
—¡Fuerzas de reserva! ¡Preparados! —Me puse en pie para aguardar la orden. Ya no estaba asustado, la tensión de las horas de espera desapareció en ese momento—. ¡Adelante!
Los focos de la ciudad seguían encendidos, podíamos ver claramente a los tucos. La mayoría se debatía en combate cuerpo a cuerpo contra nuestras fuerzas defensoras, otros estaban agachados, apuntando cuidadosamente a las superestructuras de la ciudad. Dos de los focos dejaron de brillar como resultado de sus disparos.
Las llamas en el puente y en el lateral de la ciudad se extendían.
Vi a un tuco agitando un brazo cerca de la orilla del río, preparándose para disparar algo con un cilindro metálico. Yo estaba a unos cien metros de su posición. Apunté, solté la flecha y alcancé al hombre en el pecho. La bomba incendiaria cayó a pocos metros de él y explosionó en medio del calor y las llamas.
Nuestro contraataque cogió al enemigo por sorpresa, tal como estaba previsto. Alcancé a otros tres hombres, sin embargo los demás se dispersaron y echaron a correr hacia el este, desapareciendo entre las sombras del valle.
La confusión reinó durante un minuto o dos. La ciudad ardía y, bajo ella, el fuego devoraba el puente por dos puntos, uno de ellos justo por debajo de Tierra, el otro varios metros por detrás. Obviamente, era un asunto prioritario apagar el fuego, a pesar de que nadie estaba seguro de que los tucos se hubieran retirado del todo.
La ciudad no había cesado de ser remolcada hacia delante. Grandes pedazos de madera caían al río por donde ardía el puente.
El orden se recobró rápidamente. Un oficial de la milicia gritaba órdenes y los hombres formaron en dos grupos. Uno reorganizó la defensa en las vías. Otro, al que yo me uní, fue enviado al puente para luchar contra las llamas.
Tras el segundo ataque, en el que por primera vez se usaron las bombas incendiarias, se dispusieron bocas de agua en diversas zonas del exterior de la ciudad. La más cercana fue dañada por las explosiones, y de ella salía líquido a borbotones. Encontramos una segunda boca y extendimos la corta manguera.
La intensidad del fuego en las vías era demasiado grande, era inútil tratar de luchar contra él. Aunque la ciudad había ya sobrepasado lo peor del fuego, tres de las ruedas aún no habían cruzado el puente de madera en llamas. Al tiempo que luchábamos entre el denso humo y las cegadoras llamaradas vi que las vías cedían ante la presión combinada del calor y el fuego.
Se oyó un estruendo. Otro gran pedazo de madera cayó al río. El humo era demasiado denso. Asfixiados, tuvimos que alejarnos de la parte inferior de la ciudad.
El fuego en la superestructura era todavía intenso, a pesar de que un equipo antiincendios trataba de sofocarlo desde el interior de la ciudad. Los cabrestantes giraron, la ciudad crepitó y se movió hacia la seguridad de la orilla norte.
Al llegar la luz del día se evaluaron los daños. No se produjeron demasiadas pérdidas humanas. Tres milicianos murieron en la batalla y quince resultaron heridos. En el interior de la ciudad un hombre resultó gravemente herido en una de las explosiones incendiarias y una docena de hombres y mujeres se vieron afectados por el humo de los distintos focos del fuego.
Los daños en la estructura de la ciudad sí eran significativos. Una sección de oficinas administrativas fue tragada completamente por el fuego y algunas zonas de viviendas quedaron inhabitables debido a los daños causados por el agua o las llamas.
Bajo la ciudad se produjeron otros daños. El material base de su estructura era el acero, sin embargo, la mayor parte de las construcciones eran de madera, así que algunas vastas zonas se quemaron fácilmente. La rueda de la vía exterior derecha descarriló y otra de las grandes llantas sufrió daños estructurales. No se podía sustituir, debía ser descartada.
Después de que la ciudad cruzara al otro lado del puente, este siguió ardiendo y se perdió por completo. Con él desaparecieron varios metros de nuestras irreemplazables vías, fundidas por el fuego.
Tras pasar dos días en el exterior, trabajando con los equipos que intentaban reciclar en lo posible las vías que quedaron intactas en el lado sur del río, fui convocado para acudir a una audiencia con Clausewitz.
Aparte de la hora o dos que pasé en el interior de la ciudad tras mi regreso, no había notificado a ninguno de los miembros de mi gremio mis experiencias. Por lo que sabía, los protocolos normales de actuación gremial fueron abandonados durante la emergencia. Los ataques causaron inevitables retrasos, la distancia al óptimo aumentó; ante la gravedad de la situación, que empeoraba a diario, no esperaba que me hicieran cesar de mis labores en el exterior.
Allí, el ánimo entre los hombres alternaba entre la desesperación y la desesperanza. Los trabajos de tendido de las vías necesarios para el progreso de la ciudad continuaban, la tranquilidad de mis primeros días de aprendizaje realizando esa labor era ahora una utopía. Las vías se construían a pesar de la situación con los tucos, la motivación residía ahora en la certeza de que la ciudad tenía que avanzar ante la innegable necesidad de sobrevivir en un entorno extraño.
Las conversaciones entre los equipos de las vías, la milicia y los hombres de tracción se centraban de una manera u otra en los ataques. No se hablaba de ganarle terreno al óptimo o de los peligros que podían encontrarse en el pasado. La ciudad estaba en mitad de una crisis y se reflejaba en la actitud de todo el mundo.
En el interior los cambios también se hacían notar.
La luminosa y aséptica apariencia de los pasillos desapareció, junto con la atmósfera general de rutina laboral.
El ascensor no funcionaba. Muchas de las puertas de los largos pasillos estaban cerradas con llave, y en una zona un muro entero se había derrumbado, en teoría a causa del fuego, de tal modo que cualquiera que pasara a su lado veía una diáfana panorámica del exterior. Rememoré las viejas frustraciones de Victoria; fuera cual fuera el secreto que los gremios trataron de mantener en el pasado, estaba claro que ya era imposible continuar haciéndolo.
Pensar en Victoria me resultaba doloroso, no acababa de asumir lo que había sucedido. En lo que para mí fueron unos pocos días, ella abandonó todos los acuerdos tácitos de nuestro matrimonio y fue en busca de otra vida sin mí.
No la había visto desde mi regreso, aunque me aseguré de que se enterara de mi vuelta a la ciudad. De todas maneras, en las condiciones actuales, causadas por la amenaza externa, habría sido sumamente complicado verla. Este era un aspecto de mi vida que necesitaba considerar antes de reencontrarme con ella. La noticia de que llevaba en el vientre el hijo de otro hombre (me dijeron que se trataba de un funcionario de educación llamado Yung) no me afectó mucho de primeras, porque fui incapaz de creérmelo. Una cosa así no podía haber sucedido en el poco tiempo que yo creía haber pasado fuera de la ciudad.
Hallé el camino a las oficinas de los gremios de primer orden con dificultades. El interior de la ciudad se había transformado en muchos aspectos.
La gente, el ruido y la suciedad lo invadían todo. Cada metro libre era ocupado por un dormitorio de emergencia e incluso algunos heridos procedentes del exterior estaban tendidos en los pasillos. Se derrumbaron varios muros y particiones. Justo en el exterior del cuartel general de los gremios, donde antes existían una serie de agradables salas recreativas para los miembros, se dispuso una cocina de emergencia.
El olor a madera quemada era predominante.
La ciudad estaba sufriendo unos cambios fundamentales. Sentía tambalearse la vieja estructura de gremios. Los roles de muchas personas habían cambiado; en mi trabajo en las vías conocí a varios hombres para los que aquella era su primera experiencia fuera de la ciudad, hombres que hasta el momento de los ataques trabajaban en la síntesis de comida, en la educación o en la administración doméstica. Obviamente, la mano de obra contratada ya no era una posibilidad, todos los brazos hábiles eran necesarios para mover la ciudad. La razón por la que Clausewitz me hizo llamar en un momento así escapaba a mi comprensión.
No lo encontré en la sala de los futuros, así que esperé un rato. Pasada media hora continuaba sin aparecer, por lo que decidí volver por donde había venido; mis servicios serían de mejor uso afuera.
Me topé con futuro Denton en el pasillo.
—¿Eres futuro Mann, verdad?
—Sí.
—Nos vamos de la ciudad. ¿Estás listo?
—Se suponía que iba a reunirme con futuro Clausewitz.
—Así es. Me ha mandado en su lugar. ¿Sabes montar a caballo?
Me había olvidado de los caballos de mi etapa alejado de la ciudad.
—Sí.
—Bien. Reúnete conmigo en los establos dentro de una hora.
Se perdió en el interior de las estancias de los futuros.
Contaba con una hora libre que no tenía en qué invertir, no había nada que hacer ni nadie a quien visitar. Todos mis vínculos con la ciudad estaban rotos, incluso los recuerdos que me traía se vieron afectados por los daños a su apariencia y forma.
Recorrí la parte trasera de la ciudad para examinar por mí mismo los daños causados en el orfanato. No quedaba mucho que ver. Casi toda la superestructura se quemó con las llamas o fue posteriormente derruida. Donde en su día vivieron los niños había solamente un armazón de acero, parte del esqueleto de la ciudad. Desde allí se divisaba el río, el lugar desde donde se produjo el ataque. Me pregunté si los tucos volverían a intentarlo. Les habíamos golpeado fuerte pero, si la ciudad se hallaba en una situación tan débil como parecía, supuse que se rearmarían para volver a atacar.
Me acongojó darme cuenta de lo vulnerables que éramos. La ciudad no estaba diseñada para repeler ningún tipo de ataque, se movía con lentitud, desgarbadamente, y estaba construida con materiales inflamables. Sus puntos más débiles (las vías, los cables y la superestructura de madera) eran fácilmente accesibles.