Un mundo invertido (19 page)

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Authors: Christopher Priest

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Un mundo invertido
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Por otra parte, aumentó la frecuencia de paso por los antiguos lugares de parada de la ciudad. Aquella mañana pasaron el doceavo y según los cálculos de Helward solo les quedaban nueve para llegar a su destino.

¿Cómo reconocería la aldea de las chicas? El paisaje natural de la zona era llano y uniforme. El lugar donde se pararon a descansar se asemejaba a un manto de residuos endurecidos dejados por la lava de un volcán. A simple vista no se distinguía sombra o cobijo de ningún tipo. Observó el terreno con mayor detenimiento. Si pasaba los dedos por él podía hacer surcos superficiales pero, aunque era un suelo suave y arenoso, al tacto era espeso y viscoso.

La altura de las chicas era ya por aquel entonces de unos noventa centímetros. La distorsión de sus cuerpos aumentó al mismo ritmo. Sus pies eran planos y largos, las piernas anchas y gruesas, los torsos redondos y comprimidos. Con esa apariencia, su fealdad era grotesca. A pesar de la fascinación por sus cambios físicos, comprobó que le irritaba el sonido estridente de sus voces.

El bebé no había cambiado. A ojos de Helward su aspecto era el mismo de siempre. Lo curioso es que era desproporcionadamente grande respecto a la achaparrada figura que era ahora su madre, Rosario, quien lo observaba con un horror que dejaba sin palabras.

El bebé pertenecía a la ciudad.

Nació de una mujer procedente del exterior, del mismo modo que Helward, no obstante el hábitat natural de la criatura estaba dentro de los muros de Tierra. Fuera cual fuese la transformación que estaban sufriendo las tres chicas y el paisaje, ni el bebé ni él se veían afectados por esta.

Helward no tenía idea de qué debía hacer, ni siquiera de si debía hacer algo al respecto.

Sentía un creciente temor, la situación escapaba de su comprensión del orden natural de las cosas. La evidencia era manifiesta, sin embargo, su racionalidad inherente carecía de términos de referencia.

Miró al sur, no muy lejos se elevaban una serie de colinas. Por su tamaño y altura asumió que eran la avanzadilla de una cordillera mayor… entonces notó alarmado que sus cumbres estaban cubiertas de nieve. El sol calentaba igual que siempre y la brisa le encendía el rostro; la lógica diría que cualquier cumbre nevada de esta zona debería hallarse solo en las montañas más altas, pero estaban lo bastante cerca (a no más de dos o tres kilómetros, pensó) para poder calcular que su altura no sobrepasaba los ciento ochenta metros.

Al ponerse de pie se desplomó repentinamente en el suelo.

Comenzó a rodar como si se hallara en una pronunciada pendiente que caía al sur. Se las arregló para controlar la fuerza de la inercia y recuperó la verticalidad con bastante dificultad, al tiempo que se resistía al impulso que le atraía sin piedad al sur. No era nada nuevo, llevaba sintiéndolo toda la mañana, no obstante la caída lo cogió por sorpresa y la potencia del tirón fue inusitada. ¿Por qué no le había afectado hasta aquel momento? Trató de recordar. Aquella mañana, distraído por otros temas, fue consciente de su presencia; en el fondo sabía que caminaban pendiente abajo. Era una tontería, el terreno era plano a la vista. Se acercó al grupo de chicas a la vez que analizaba la sensación.

No era la fuerza del viento ni de la gravedad, era una sensación distinta que podría localizarse entre ellas. Sin viento, en un terreno plano, sentía como si estuviera siendo empujado o arrastrado hacia el sur.

Dio unos pasos al norte y se dio cuenta de que el esfuerzo que hacía se asemejaba al de escalar una pendiente; se dio la vuelta, y en contra de lo que decían sus ojos, percibió que bajaba por una cuesta empinada.

Las chicas lo miraban con curiosidad, así que regresó junto a ellas.

No le sorprendió ver que sus cuerpos se habían distorsionado aún más en los últimos minutos.

8

Poco después de que reemprendieran la marcha, Rosario trató de hablar con él. Tuvo dificultades para entenderla. Su acento era fuerte de por sí y ahora, cuando el tono de su voz era tan agudo y hablaba tan rápido, comprenderla era harto complicado.

Tras varios intentos consiguió entender lo que decía.

Ella y las otras chicas tenían miedo de regresar a la aldea. Ahora pertenecían a la ciudad, serían rechazadas por los de su propia clase.

Helward le dijo que debían continuar pues esa fue su elección, sin embargo Rosario se negó a seguir moviéndose. Estaba casada con un hombre de la aldea y, aunque en principio había decidido regresar a su lado, ahora estaba segura de que la mataría. Lucía también era casada y compartía esos mismos miedos. Los habitantes de las aldeas odiaban la ciudad, las chicas serían castigadas por haber vivido allí.

Los intentos de Helward de darles una respuesta fueron infructuosos, así que se rindió. Encontraba los mismos problemas para hacerse entender que ellas para comunicarse con él. Pensó que era tarde para que le vinieran ahora con esas, después de todo habían entrado en la ciudad por propia voluntad como parte del trato con los trocadores. Intentó explicárselo, pero ella no le comprendió.

La chica cambiaba incluso al mismo tiempo que hablaba. Ya no sobrepasaba los veinticinco centímetros de altura y su cuerpo, al igual que el de las otras chicas, se había ensanchado hasta el metro ochenta. Era imposible reconocer aquellas grotescas figuras como algo que antes hubiera sido humano, aun sabiendo que así fue.

—¡Espera aquí! —le dijo.

Se puso en pie y de nuevo cayó rodando por el suelo. La fuerza que afectaba su cuerpo era ahora mucho mayor, lo que dificultó sus intentos por detenerse. Regresó a por su mochila, luchando contra la fuerza, y se aferró a ella. Encontró la cuerda y se la pasó por los hombros.

Abrazándose el cuerpo con los brazos, caminó al sur.

Ya no era posible distinguir ningún relieve del terreno, aparte de las elevaciones de delante. La superficie por la que andaba no era más que una mancha borrosa. Aunque de vez en cuando se paraba para examinarla, no veía en ella nada parecido a hierba, rocas o tierra.

Los rasgos naturales del mundo se estaban distorsionando; se ensanchaban de este a oeste y disminuían en altura y profundidad.

Un pedrusco era aquí una mota gris de pocos milímetros de grosor y doscientos metros de largo. La baja loma cubierta de nieve bien podría ser una cordillera; aquella larga línea verde, un árbol; esa estrecha franja blanca, una mujer desnuda.

Conquistó la cumbre de los terrenos elevados con mayor rapidez de lo que hubiera imaginado. El tirón hacia el sur se estaba intensificando, y cuando Helward estuvo a menos de cincuenta metros de la colina más cercana tropezó y cayó rodando a gran velocidad.

La cara norte era casi vertical, como el lado guarecido del viento de una duna azotada por la fuerza del mismo. Casi de inmediato la presión sur tiró de él hacia arriba, desafiando a la mismísima gravedad. Desesperado, pues sabía que si alcanzaba la cumbre la presión sobre él sería imposible de resistir, buscó a tientas algo donde agarrarse en la rocosa cara de la montaña. Se aferró a un pequeño saliente con las dos manos, resistiéndose con todas sus fuerzas a la incesante presión. Su cuerpo giró por completo, de tal modo que quedó tendido verticalmente en la pared de roca que se hallaba a pocos metros de su propia cabeza. Sabía que si se resbalaba ahora caería hacia abajo por la pendiente y la corriente le arrastraría hacia el sur.

La presión sobre él era tan grande que el lógico tirón de la gravedad, hacia abajo, era contrarrestado.

La naturaleza de la montaña cambiaba bajo su cuerpo. La dura pared casi vertical se ensanchaba poco a poco de este a oeste y se aplanaba lentamente de tal modo que la cumbre de la loma tras él parecía estar a punto de aplastarle. Detectó un agarre que se estaba cerrando lentamente en la superficie rocosa a su lado, así que quitó el enganche de debajo y lo metió en la hendidura. Momentos después, el enganche quedó bien sujeto.

La cumbre de la loma se había distendido y estaba bajo su cuerpo. La presión sur se apodero de él y fue arrastrado sobre la elevación. La cuerda aguantó. Quedó suspendido horizontalmente.

Lo que antes era la montaña se convirtió en una dura protuberancia bajo su pecho, su estómago se encontraba sobre el valle, sus pies buscaban un lugar donde encajarse entre lo que una vez fueron dos montañas.

Era un gigante tendido sobre la superficie del mundo, acostado en toda su longitud sobre una antigua región montañosa.

Alzó su cuerpo tratando de buscar una posición confortable. Al levantar la cabeza se quedó sin respiración. Un inexorable viento helado, insustancial y falto de oxígeno, soplaba desde el norte. Bajó de nuevo la cabeza, descansando la mandíbula en el terreno. A ese nivel podría coger aire para sobrevivir.

Hacía muchísimo frío.

Había nubes que surcaban el aire como un manto blanco a pocos centímetros del suelo. Le rozaron el rostro, entre la boca y los ojos, revoloteando junto a su nariz como la espuma del mar alrededor de un barco.

Helward miró al frente a través de la delgada y enrarecida atmósfera sobre las nubes. Al norte.

Estaba en el límite del mundo, su gran extensión estaba ante él.

Podía contemplarlo en toda su plenitud.

Al norte de su posición el terreno era llano, plano como la superficie de una mesa. No obstante, en el centro, al norte, el terreno se elevaba de manera perfectamente simétrica, alzándose y curvándose en una cóncava espiral. Se estrechaba y estrechaba, subiendo, adelgazando, elevándose tanto que era imposible ver dónde terminaba.

Distinguía una gran variedad de colores. Cerca de su posición había grandes zonas marrones y amarillas parcheadas de verde. Más al norte dominaba el azul, un azul zafiro puro, brillante a los ojos. Sobre todos esos tonos reinaba el blanco de las nubes, largas espirales rodeadas de brillantes rizos con patrones de copos.

El sol se estaba poniendo, rojo en el nordeste, resplandeciendo contra el imposible horizonte.

Su forma era la misma. Un amplio disco plano que podría ser un ecuador; en su centro, arriba y abajo sus polos eran espirales cóncavas.

Helward ya había visto el sol tantas veces que no se cuestionaba su apariencia. Ahora por fin lo tenía del todo claro, ese era el verdadero aspecto del mundo.

9

El sol se puso. El mundo cayó en la oscuridad.

La presión desde el sur era tan grande que Helward apenas tocaba la superficie de lo que una vez fueron las montañas bajo su cuerpo. Pendía de la cuerda en la oscuridad, como si se encontrara colgando verticalmente de la pared de un precipicio; la razón le dictaba que su posición era horizontal, pero eso entraba en conflicto con sus sensaciones.

No confiaba ya en la resistencia de la cuerda. Helward alargó el brazo, se aferró con los dedos a dos pequeñas protuberancias (¿fueron antes montañas?), y se impulsó hacia delante.

A Helward le costaba un mundo encontrar un sostén firme, la superficie de delante era tupida. Descubrió que podía hundir los dedos en la tierra lo bastante como para obtener un agarre temporal. Se remolcó un poco a sí mismo, apenas unos centímetros… teniendo en cuenta las proporciones, eso suponía varios kilómetros. La presión sur no decreció perceptiblemente.

Abandonó la cuerda y se arrastró hacia delante con la sola ayuda de sus manos. A los pocos centímetros, sus pies se toparon con una baja loma que fue una vez un alto pico. Presionando con fuerza, continuó avanzando.

Gradualmente, la presión sobre él comenzó a decrecer hasta el punto de no sentir la desesperada necesidad de agarrarse a algo. Helward se relajó un momento, trató de recuperar el aliento. Al hacerlo, sintió que la presión aumentaba de nuevo, así que prosiguió su penoso avance. Pronto llegó tan lejos que pudo descansar sobre las manos y las rodillas.

No había mirado al sur. ¿Qué había a su espalda?

Gateó un largo trecho hasta que fue capaz de ponerse en pie. Se incorporó inclinándose al norte para contrarrestar la fuerza proveniente del sur. Caminó hacia delante, apreciando cómo el inexplicable impulso decrecía poco a poco a un ritmo estable. Pronto sintió que estaba lo suficientemente lejos de la zona de presión más intensa y se sentó en el suelo a descansar.

Echó la vista al sur. Todo era oscuridad. Las nubes que antes pasaron junto a su rostro se encontraban ahora a cierta altura, sobre su cabeza. Cubrían la luna, cuya naturaleza Helward no se había cuestionado a pesar de su nulo conocimiento de lo que le estaba aconteciendo. El satélite poseía también esa extraña forma que tantas veces había visto y siempre había aceptado.

Continuó avanzando hacia el norte, el inmenso arrastre se iba debilitando por momentos. El paisaje a su alrededor era oscuro y vacío, así que apenas le prestó atención. Solo un pensamiento reinaba en su mente; debía avanzar lo máximo posible para descansar en una zona donde la presión no le arrastrara. Ahora conocía una de las verdades básicas del mundo: el terreno avanzaba hacia delante, tal como el trocador Collings le reveló en su momento. Al norte, donde se ubicaba la ciudad, el terreno se movía con una lentitud casi imperceptible, un kilómetro y medio cada diez días. En el sur, la tierra se movía mucho más rápido y su aceleración era exponencial. Eso se hizo patente en el modo en el que cambiaron los cuerpos de las chicas. Bastó una sola noche para que el terreno se moviera lo suficiente y se vieran afectados, al contrario que el suyo propio, por las distorsiones laterales.

La ciudad no podía descansar. Su destino era moverse sin descanso, porque si no lo hacía comenzaría una larga y lenta caída cuesta abajo, al sur, donde con el tiempo acabaría en una zona donde las montañas se convertían en lomas de pocos centímetros de altura, donde una irresistible presión la conduciría a la destrucción.

En ese momento, caminando lentamente dirección norte por aquel extraño y oscuro territorio, Helward era incapaz de encontrarle una explicación razonable a lo que había experimentado. Todo entraba en conflicto con la lógica.

El terreno era firme, no podía moverse. Las montañas no se distorsionaban al tiempo que uno escalaba por uno de sus lados, los seres humanos no se convertían en seres de veinticinco centímetros, los barrancos no se estrechaban. Los bebés no enfermaban con la leche de sus madres.

Aunque la noche estaba avanzada Helward no se sentía cansado, excepto por las agujetas causadas por la tensión sufrida en aquel lado de la montaña. Pensaba que había dejado atrás la cordillera muy rápidamente, más de lo que hubiera imaginado.

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