Estaba bien alejado de la zona de máxima presión, no obstante era aún demasiado consciente de ella para detenerse. Dormir sabiendo que el suelo se movía bajo su cuerpo, que le llevaba inexorable hacia el sur, no era un pensamiento agradable.
Él mismo era un microcosmos de la ciudad, no podía descansar más que ella.
El cansancio acabó por invadirle y se tendió a dormir en el duro suelo. Le despertó el amanecer. En lo primero que pensó fue en la presión meridional. Alarmado, se puso en pie para probar su equilibrio; la presión existía, pero por suerte no era peor que antes de quedarse dormido.
Miró al sur.
Increíblemente, allí estaban las montañas.
No podía ser. Las había visto achatarse hasta quedar reducidas a unas ridículas elevaciones de pocos centímetros de alto. Ahora habían vuelto a sus formas empinadas e irregulares, la nieve coronaba de nuevo sus cimas.
Helward encontró la mochila y examinó su contenido. Había perdido la cuerda, el enganche y las provisiones que las chicas iban cargando cuando las dejó. Le quedaba una garrafa de agua, un saco de dormir y varios paquetes de comida deshidratada. Le bastaría para sobrevivir un tiempo.
Comió un poco y se colocó la mochila a la espalda.
Miró al sol, tenía la firme determinación de no perder ninguna de sus posesiones. Caminó hacia las montañas.
La presión contra él creció lentamente, le empujaba hacia delante. Las montañas fueron perdiendo altura ante sus ojos. La sustancia del terreno a sus pies se hizo más espesa y el terreno, otra vez, se extendió en franjas laterales.
Sobre su cabeza, el sol se desplazaba con mayor rapidez de lo que le correspondía.
Sin dejar de luchar contra la presión, Helward se detuvo al ver que de nuevo las montañas no eran más que una ondulación de suaves colinas.
No estaba equipado para seguir el camino al sur. Se dio la vuelta. La noche cayó sobre él una hora después.
Caminó en la oscuridad hasta sentir que la presión era aceptablemente baja, luego descansó.
Cuando la luz del día regresó, las montañas quedaron a la vista… y su tamaño era el correcto.
No hizo ningún intento por moverse, se quedó quieto, esperando. La presión creció a medida que avanzaba el día. Estaba siendo arrastrado al sur por el movimiento del terreno, hacia las montañas. Mientras observaba y esperaba las vio extenderse lateralmente.
Movió el campamento y se dirigió al norte antes de que cayera la noche. Ya había visto bastante, era momento de regresar a la ciudad.
La idea le preocupó de manera inconsciente. ¿Tendría que elaborar algún informe sobre lo sucedido?
Había muchas cosas que era incapaz de asimilar en el marco de sus propias experiencias, mucho menos de relatárselas de manera ordenada a otra persona de un modo coherente.
Para empezar, esta inquietante percepción del mundo que le estaban brindando sus sentidos. ¿Algún hombre había experimentado lo mismo que él? ¿Cómo iba a concebir su mente un concepto que ni siquiera la vista podía captar en su total extensión? De izquierda a derecha, y por lo que parecía al sur de su posición, la superficie del mundo se extendía sin límites. Solo en dirección norte las formas eran definidas; ese promontorio sinuoso y escabroso de tierra que se prolongaba sin un fin visible. Igual que el sol, igual que la luna y, hasta donde llegaba su conocimiento, igual que cualquier cuerpo material del universo.
Las tres chicas… ¿cómo podría informar de su llegada sanas y salvas a su aldea si habían pasado a un estado en el que no podía comunicarse con ellas, ni siquiera verlas? Ingresaron en su propio mundo, uno completamente ajeno al suyo.
¿Qué le sucedió al bebé? A la criatura le afectaban las leyes físicas de la ciudad, ya que no se vio sometido a los cambios y distorsiones del resto; seguramente fue abandonado por Rosario, probablemente ya estaría muerto. Incluso si seguía con vida, el movimiento del terreno lo arrastraría al sur, hasta aquella zona donde le sería imposible sobrevivir.
Perdido en tales pensamientos, Helward siguió su camino sin prestar apenas atención a lo que le rodeaba. Solo echó un vistazo a su alrededor cuando paró a beber un poco de agua y le sorprendió darse cuenta de que reconocía el terreno.
Se encontraba en las tierras pedregosas al norte del barranco sobre el que se construyó el puente.
Bebió varios tragos largos de agua y volvió sobre sus pasos. Si quería volver a la ciudad lo primero era encontrar el rastro de las vías. El lugar donde estuvo el puente era el mejor punto para orientarse.
Se topó con un arroyo que debió de cruzar sin darse cuenta a causa del estado de estupor en el que se encontraba. Al seguir su curso se preguntó si era posible que se tratase del mismo arroyo, pues este parecía apenas una pequeña corriente. En un momento dado ambas orillas se tornaban más escarpadas y difíciles, pero no encontró ni rastro del barranco.
Helward remontó el arroyo en dirección contraria al fluir del agua. A pesar de serle tan familiar, bajo esta apariencia dilatada y distorsionada bien podría ser cualquier otro.
Entonces vio un óvalo largo y negro cerca del agua. Se agachó para examinarlo. Olía vagamente a quemado; al observarlo con mayor atención advirtió que eran los restos de un fuego, el que encendió para su campamento.
La anchura de la corriente no excedía el metro, cuando estuvo con las chicas medía unos cuatro. Regresó a lo alto del banco. Tras una larga búsqueda encontró algunas marcas en el suelo que podían ser el rastro de una de las torres de suspensión.
Desde lo alto de uno de los lados del barranco hasta el otro la distancia era de cinco o seis metros. La caída hasta el agua era cuestión de centímetros.
Este fue el punto exacto por donde cruzó la ciudad.
Siguió su camino al norte y al poco encontró los restos de una traviesa. Medía unos seis metros de largo. Al lado había otra a apenas siete centímetros de distancia.
La noche siguiente la escala del paisaje asumió formas más familiares. Los árboles parecían árboles, no arbustos aplastados. Los guijarros eran redondos, la hierba crecía a puñados, no era ya una mancha verde extendida por el terreno. Los tramos de vía por los que discurría su caminar estaban todavía demasiado separados para parecerse a las medidas habituales de la ciudad, pero Helward pensó que su viaje no se alargaría demasiado tiempo.
Había perdido la noción de los días que habían transcurrido, sin embargo el territorio a su alrededor era cada vez más familiar. Sabía que el tiempo que llevaba fuera de la ciudad era, de momento, muy inferior al que predijo Clausewitz. Incluso teniendo en cuenta los dos o tres días que pasaron tan rápido en la zona de presión, la ciudad no podía haberse movido más de dos o tres kilómetros hacia el norte en su ausencia.
Ese pensamiento le animó a apretar el paso, ya que además sus provisiones de comida y agua estaban escaseando.
Prosiguió su camino, los días pasaron. No encontró señales de la ciudad, las vías por las que caminaba no mostraban intención de recobrar las medidas normales. Para entonces estaba ya tan acostumbrado a la concepción de la distorsión lateral del mundo meridional que solamente reparaba en ella al caminar.
Una mañana le asaltó otro pensamiento: las distancias entre las vías no habían cambiado en muchos días, ¿no podría ser que se encontrara en una región donde el terreno se moviera a una velocidad equivalente a la de sus pasos? Es decir, quizás era como un ratón en su rueda, andando sin parar para no progresar ni un centímetro.
Apretó el paso una hora o dos, pero pronto la razón prevaleció. Después de todo había logrado escapar con éxito de la zona de presión donde el movimiento meridional era de mayor intensidad. Se sucedieron más días y la ciudad no parecía hallarse más cerca. Pronto se topó con sus dos últimos paquetes de comida; en dos ocasiones tuvo que aportar un suplemento a su alimentación con productos locales.
El día que se quedó sin comida le invadió un repentino acceso de excitación. La posibilidad potencial de morirse de hambre ya no era un problema… ¡sabía dónde estaba! Esta era la región por la que cabalgó junto a Collings y en aquella época estaban a tres o cuatro kilómetros del óptimo.
Según sus cálculos llevaba fuera a lo sumo esa misma cantidad de tiempo, así que la ciudad debería estar a la vista.
Más adelante, las huellas del tramo de vías continuaban hasta una baja elevación… no había señales de la ciudad. Las zanjas de las traviesas estaban todavía distorsionadas y el próximo tramo de vías, el interior izquierdo, se hallaba a cierta distancia.
Eso significaba, razonó Helward, que la ciudad se había movido mucho más deprisa en su ausencia. Quizás incluso había adelantado al óptimo y se encontraba en una región donde la tierra se movía lentamente. Ya empezaba a entender por qué la ciudad necesitaba avanzar; posiblemente delante del óptimo existía una zona donde el terreno no se movía en absoluto.
En ese caso la ciudad podría detenerse… la gran rueda podría detenerse.
Helward no durmió nada bien esa noche, estaba hambriento. A la mañana siguiente bebió unos tragos de agua y pronto se puso en camino. La ciudad debería aparecer pronto en el horizonte.
En los momentos más calurosos del día no tuvo más remedio que detenerse a descansar. El paisaje era estéril y abierto, con pocas sombras donde cobijarse. Se sentó junto a la vía.
Mirando adelante vio algo que le proporcionó una nueva esperanza; tres personas caminaban en su dirección. Debían ser de la ciudad, venían a buscarle. Débil, esperó a que llegaran.
Cuando se aproximaron trató de incorporarse, pero dio un traspié. Se quedó quieto.
—¿Eres de la ciudad?
Helward abrió los ojos para mirar a su interlocutor. Era un joven vestido con el uniforme de aprendiz del gremio. Asintió, le era difícil articular palabra.
—Estás enfermo… ¿Qué te sucede?
—Estoy bien. ¿Tienes algo de comida?
—Bebe esto.
Le ofreció agua de una garrafa. Helward bebió un trago; sabía diferente, estancada y pobre, agua de la ciudad.
—¿Puedes ponerte de pie?
Con su ayuda, Helward se puso en pie y juntos caminaron lejos de las vías, donde crecían unos flacos arbustos. Helward se sentó en el suelo y el joven abrió su mochila. A Helward le resultó muy familiar, era idéntica a la suya.
—¿Te conozco? —le preguntó al otro.
—Aprendiz Kellen Li-Chen.
¡Li-Chen! Le recordaba del orfanato.
—Soy Helward Mann.
Kellen Li-Chen abrió un paquete de comida deshidratada y le echó algo de agua, una familiar ración de gachas grises estuvo pronto ante sus ojos. Helward comenzó a comérsela entusiasmado, era una sensación que no tenía desde hace mucho.
Detrás de ellos, a varios metros, esperaban dos chicas.
—¿Vas al pasado? —le preguntó entre bocado y bocado.
—Sí.
—Yo vengo de allí.
—¿Qué hay en él?
De repente, Helward recordó su encuentro con Torrold Pelham en casi idénticas circunstancias.
—Ya estás en el pasado —le dijo—. ¿No lo notas?
Kellen negó con la cabeza.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Kellen.
Helward se refería a la presión meridional, al sutil empuje que aún sentía al caminar. Entendió que Kellen aún no lo percibía. La sensación no era reconocible hasta que no se experimentaba en toda su extensión.
—Es imposible hablar de ello —le dijo Helward—. Ve al pasado y lo comprobarás por ti mismo.
Helward miró a las chicas, sentadas en el suelo dando la espalda deliberadamente a los hombres. No pudo evitar sonreír para sus adentros.
—Kellen… ¿a cuánta distancia está la ciudad de aquí?
—A unos pocos kilómetros. Ocho o así.
—¡Ocho kilómetros! —Entonces ya habría sobrepasado fácilmente el óptimo.
—¿Te importaría darme algo de comida? Solo un poco, lo bastante para llegar a la ciudad.
—Por supuesto.
Kellen sacó cuatro paquetes y se los dio. Helward los miró un momento antes de devolverle tres.
—Con uno será suficiente. Necesitarás el resto.
—No tengo que ir muy lejos —dijo Kellen.
—Lo sé… pero los vas a necesitar. —Miró de nuevo al aprendiz—. ¿Cuánto llevas fuera del orfanato, Kellen?
—Unos veinticinco kilómetros.
Kellen era mucho más joven que él. Lo recordaba claramente, estaba dos cursos por debajo en el orfanato. Es posible que estuvieran reclutando a aprendices más jóvenes. Por otro lado, Kellen tenía el aspecto de un hombre plenamente maduro, su cuerpo no era el de un adolescente.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó.
—Mil sesenta y cinco kilómetros.
Eso no podía ser… Helward contaba ahora con unos mil setenta y dos, se supone que Kellen era al menos ochenta kilómetros más joven que él…
—¿Has estado trabajando en las vías?
—Sí, un trabajo jodidamente duro.
—Lo sé. ¿Cómo es que la ciudad ha podido moverse tan deprisa?
—¿Deprisa? Ha sido una mala época. Tuvimos que cruzar un río. En este momento la ciudad está detenida en un territorio montañoso. Hemos perdido mucho terreno. Cuando me marché estábamos a nueve kilómetros y medio del óptimo.
—¡Nueve kilómetros y medio! ¿Entonces el óptimo se ha movido más deprisa?
—No que yo sepa. —Kellen miraba a las chicas por encima del hombro—. Creo que debería ponerme en marcha. ¿Te encuentras bien?
—Sí. ¿Cómo te llevas con ellas?
Kellen sonrió.
—No del todo mal —dijo—. El idioma es una barrera, pero voy encontrando palabras comunes del vocabulario.
Helward se echó a reír y de nuevo el recuerdo de Pelham acudió a su memoria.
—Hazlo pronto —le dijo—, luego se hace más difícil.
Kellen Li-Chen le miró fijamente un momento antes de erguirse.
—Cuanto antes, mejor —aseveró. Volvió junto a las chicas, que se quejaron al darse cuenta de que el descanso se acababa. Cuando pasaron junto a él, Helward advirtió que una de ellas se había desabotonado la camisa y la llevaba atada delante.
Con la comida que le dio Kellen, Helward estaba seguro de que podría llegar a la ciudad sin problemas. Después de haber recorrido tanta distancia ocho kilómetros no eran nada, calculó que llegaría antes del anochecer. El paisaje a su alrededor le resultaba enteramente ajeno. A pesar de lo que le había dicho Kellen, no cabía duda de que la ciudad había progresado bastante en su ausencia.