—Sí, señor.
—Bien… por parte del gremio no vemos ninguna razón para que no sea así. Nos han llegado algunos buenos informes.
—Exceptuando el de la milicia —apuntó Helward.
—No debes preocuparte por eso. La vida militar no es para todo el mundo.
Helward se sintió ligeramente aliviado. Temía que lo poco que demostró en la milicia hubiera llegado a oídos de su gremio.
—El propósito de esta entrevista —continuó Clausewitz— es contarte lo que viene ahora. Aún te quedan cuatro kilómetros y medio de aprendizaje con nuestro gremio que, por lo que a mí respecta, son una mera formalidad. Antes de eso, no obstante, vas a dejar la ciudad. Probablemente estarás fuera una buena temporada. Forma parte de tu entrenamiento.
—¿Puedo preguntar cuánto tiempo exactamente? —quiso saber Helward.
—Es difícil decirlo. Varios kilómetros, eso seguro. Pueden ser quince, veinticinco o quizá ciento cincuenta, depende.
—Pero Victoria…
—Sí, entiendo que está esperando un hijo. ¿Cuándo cumple?
—Le quedan catorce kilómetros y medio —respondió Helward.
Clausewitz frunció el ceño.
—Me temo que para entonces estarás fuera. En realidad no hay otra alternativa.
—¿No puede posponerse esto para después del parto?
—Lo siento, no. Es algo que debes hacer. A estas alturas ya sabes que de vez en cuando la ciudad se ve obligada a negociar la incorporación de mujeres del exterior. Nos quedamos con esas mujeres el menor tiempo posible, pero incluso así rara vez permanecen en la ciudad menos de cincuenta kilómetros. Como parte del trato, las devolvemos sanas y salvas de vuelta a sus asentamientos… y tres mujeres desean marcharse precisamente ahora. Es costumbre en la ciudad que los aprendices las acompañen de regreso a casa, en particular ahora que vemos esta tarea como una faceta importante del proceso de entrenamiento.
La propia naturaleza de su trabajo forzó a Helward a convertirse en un hombre más seguro de sí mismo.
—Señor, mi esposa está esperando a mi primogénito. Debo permanecer a su lado.
—Esto no admite discusión.
—¿Y si me niego a ir?
—Se te mostrará una copia del juramento al que te sometiste y aceptarás el castigo que en él se prescribe.
Helward abrió la boca para protestar, pero vaciló. Evidentemente, este no era un buen momento para discutir la validez actual del juramento. El futuro Clausewitz estaba claramente conteniendo su ira, su rostro se había tornado escarlata al oír la resistencia de Helward a sus disposiciones. Se sentó y colocó las palmas de las manos sobre la mesa.
—Señor, ¿puedo apelar a su empatía? —dijo Helward en lugar de lo que realmente pensaba.
—Puedes, no obstante es inútil que lo hagas. Te sometiste a un juramento que colocaba la seguridad de la ciudad sobre el resto de asuntos. Las prácticas en tu gremio son una cuestión de seguridad para la ciudad, no hay más que hablar.
—Seguro que puede ser demorado. Me iría en cuanto naciera el bebé.
—No. —Clausewitz se dio la vuelta, y le puso delante una hoja grande de papel en la que aparecía un mapa y una lista de cifras—. Estas mujeres han de ser devueltas a sus hogares. Los asentamientos se alejarán peligrosamente durante los catorce kilómetros y medio que le quedan a tu mujer para dar a luz. Ahora se encuentran a unos sesenta y cinco kilómetros al sur de la ciudad. La realidad irrefutable es que eres el próximo aprendiz en este turno, debes ir.
—¿Es esa su última palabra, señor?
—Sí.
Helward soltó su intacta copa de vino y se dirigió a la puerta.
—Helward, espera.
Se detuvo junto a la puerta.
—Si tengo que irme, me gustaría despedirme de mi esposa.
—Te quedan unos días antes de partir. Te marcharás dentro de ochocientos metros.
Cinco días. Casi nada.
—¿Y bien? —dijo Helward, que ya no sentía la necesidad de mostrar las cortesías habituales.
—Siéntate, por favor. —Helward obedeció reticente—. No pienses que carezco de humanidad. Irónicamente, esta expedición te revelará por qué algunas de las costumbres de la ciudad parecen algo inhumanas. Así son las cosas, es nuestro camino y así se nos ha impuesto. Entiendo tu preocupación por… Victoria, no obstante debes ir al pasado. No existe una manera mejor de que entiendas la situación de la ciudad. Lo que allí te aguarda es la razón misma de la existencia del juramento, del aparente barbarismo de nuestras artes. Eres un hombre instruido, Helward… ¿Conoces alguna cultura civilizada a lo largo de la historia que haya traficado con mujeres por la simple y nada complicada razón de conseguir que gesten un bebé para luego, una vez cumplida su misión, devolverlas a su lugar de origen?
—No, señor. —Helward hizo una pausa—. Excepto…
—Excepto aquellas tribus primitivas de salvajes que violaban y saqueaban a su paso. Bueno, quizá nosotros solo seamos un poco mejor que ellos, el principio que aplicamos no es menos salvaje. Nuestros trueques no son a dos bandas, son a una, por mucho que parezca lo contrario. Nosotros proponemos el trato, bajo nuestros propios términos, pagamos el precio y lo encauzamos a nuestro modo. Lo que te animo a hacer es una necesidad, el hecho de que debas abandonar a tu esposa en el momento que más te necesita es una pequeña inhumanidad que nace de un modo de vida en sí mismo inhumano.
—Ninguno de ellos excusa al otro —dijo Helward.
—No… eso lo admito. El juramento nace también de las consecuencias de esos grandes actos inhumanos. Cuando realices este gran sacrificio personal, lo entenderás mejor.
—Señor, la ciudad debería cambiar sus formas.
—Comprobarás que eso es del todo imposible.
—¿Solo por viajar al pasado?
—Te quedarán muchas cosas claras. Aunque no todas. —Clausewitz se puso en pie—. Helward, por el momento has sido un buen aprendiz. Entiendo que en los próximos kilómetros continuarás trabajando duro y bien por la ciudad. Tienes una esposa bella y buena, mucho por lo que vivir. No estás amenazado de muerte, eso te lo prometo. La pena máxima que proclama el juramento nunca ha sido aplicada por lo que yo sé, pero te pido que ahora cumplas con esta tarea que la ciudad te encarga. Yo lo hice en mi momento, al igual que tu padre y todos los miembros de un gremio. Mientras hablamos, siete de tus colegas aprendices se encuentran en el pasado. Todos se han enfrentado a circunstancias personales parecidas a la tuya, pocos se han ido voluntariamente.
Helward le estrechó la mano a Clausewitz y fue a buscar a Victoria.
Los cinco días pasaron rápido. Helward estaba listo para la partida. No tenía dudas respecto al hecho de que debía irse, pero no fue fácil explicárselo a Victoria. Aunque al principio a ella la noticia le pareció terrible, su actitud acabó por cambiar.
—Tienes que ir, por supuesto. No me uses como excusa.
—¿Y qué pasa con el bebé?
—Estaré bien —dijo—. ¿Qué ibas a hacer aquí? ¿Dar vueltas y poner a todo el mundo nervioso? Los médicos cuidarán de mí. Este no es el primer embarazo del que se ocupan.
—¿Entonces no quieres que permanezca aquí contigo? —le preguntó.
Victoria le cogió una mano.
—Por supuesto —le dijo—. Pero recuerda lo que dijiste. El juramento no es tan rígido como pensabas. Sé que te vas y que cuando vuelvas ya no habrá ningún misterio. Tengo muchas cosas que hacer aquí y si lo que ese trocador Collings te contó sobre el juramento es cierto, luego podrás detallarme todo lo que veas.
Helward no estaba seguro de qué quería decir su esposa con aquello. De un tiempo a esta parte tenía la costumbre de confiarle casi todo lo que veía y hacía en el exterior de la ciudad; ella le escuchaba con gran atención. Había perdido el miedo a revelarle todo, aunque le preocupaba que su interés siguiera creciendo, teniendo en cuenta además que hasta ahora solo le había contado meros detalles rutinarios.
Lo importante era que ya no tenía ningún motivo para intentar evitar el viaje al pasado. De hecho la idea le excitaba. Había oído demasiadas cosas del asunto, principalmente de forma indirecta o por sus propias deducciones, ahora era el momento de que él mismo se aventurara por ese camino. Jase estaba en el pasado, es posible que se cruzaran, de hecho deseaba que así fuera. Habían pasado muchas cosas desde la última vez que se vieron, ¿se reconocerían siquiera?
Victoria no acudió a verle partir, Helward la dejó acostada en la habitación. La noche anterior hicieron el amor dulcemente, con cuidado, bromeando sobre si sería la última vez. Cuando le dio el último beso de despedida se aferró a él con ambos brazos; al cerrar la puerta y alejarse por el pasillo creyó oírla llorar. Se detuvo a considerar si debería volver junto a ella. Tras un momento de vacilación siguió su camino. Prolongar la situación no traería ningún beneficio.
Clausewitz le aguardaba en la sala de los futuros. En un rincón se apilaba un modesto montón de provisiones y en la mesa había un gran mapa desplegado. Los modales de Clausewitz fueron totalmente diferentes a los de la entrevista anterior. En cuanto Helward entró en la sala le condujo al escritorio para explicarle lo que debía hacer.
—Este es un mapa somero de las tierras al sur de la ciudad. Está dibujado a escala lineal. ¿Sabes lo que eso significa?
Helward asintió.
—Bien. Un centímetro en el mapa equivale básicamente a unos cuatrocientos metros… linealmente. Por razones que descubrirás en su momento, más adelante no te servirá de mucha ayuda. Mira, esta es la ubicación actual de la ciudad, tu destino es este. —Clausewitz señaló un cúmulo de puntos negros en el otro extremo del mapa—. Actualmente está a sesenta y siete kilómetros de distancia. Una vez dejes la ciudad verás que las distancias se tornan algo confusas, al igual que las direcciones. En ese caso, el mejor consejo que puedo darte, el mismo que les doy a todos los aprendices, es que sigas el rastro de las vías de la ciudad. En tu camino al sur serán la única referencia que tengas de ella y la única manera de que encuentres el camino de vuelta. Las zanjas excavadas para las traviesas y los cimientos deberían ser todavía visibles. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor.
—Realizas este viaje por una razón. Encárgate de que las mujeres que te confiamos lleguen sanas y salvas a su aldea. Cuando eso ocurra, regresa a la ciudad sin demorarte.
La cabeza de Helward estaba ocupada en cálculos mentales. Sabía que podía recorrer un kilómetro en pocos minutos. En un día entero de marcha con este tiempo caluroso podría esperar recorrer algo menos de veinte kilómetros; acompañado por las mujeres, la mitad de eso. Recorriendo nueve o diez kilómetros de media al día tardaría seis en cubrir el trayecto de ida, otros tres o cuatro para el de vuelta. Siendo optimistas, podría estar de regreso en diez días, o en kilómetro y medio, según la medida del tiempo usada en la ciudad. De repente, se preguntó por qué el jefe del gremio le dijo que iba a perderse el nacimiento de su hijo. Clausewitz le advirtió que estaría ausente unos quince o veinte kilómetros… quizás hasta puede que ciento cincuenta. No tenía sentido.
—Te hará falta una manera de medir las distancias para que sepas a ciencia cierta que has llegado a la región correcta. Entre la ciudad y el asentamiento existen treinta y cuatro puntos donde la ciudad estuvo detenida en su momento. Están marcados en el mapa como líneas rectas sobre las vías. No debería serte muy difícil localizarlos. A pesar de que luego las vías se construyen sobre esos lugares, las huellas en el suelo son muy reconocibles. Mantente junto a la vía exterior izquierda; si vas al sur, es la de la derecha del todo. El asentamiento se ubica a ese lado.
—Seguramente las mujeres reconocerán la zona donde solían vivir —dijo Helward.
—Así es. Mira… este es el equipamiento que usarás. Está todo aquí, te aconsejo que no creas que puedes prescindir de nada, sabemos lo que hacemos. ¿Está claro?
Helward confirmó de nuevo que lo entendía. Repasó el equipo junto a Clausewitz. Uno de los bultos contenía comida sintética deshidratada y dos grandes garrafas de agua. El otro, una tienda de campaña y cuatro sacos de dormir, además de un pedazo de cuerda gruesa, hierros de sujeción, un par de botas de suela metálica… y una ballesta plegada.
—¿Tienes alguna pregunta, Helward?
—Creo que no, señor.
—¿Estás completamente seguro?
Helward miró de nuevo su equipo. Iba a ser endiabladamente pesado llevar todo eso encima, a menos que pudiera compartir un poco la carga con las mujeres. Ver todo esa comida sintética le alborotó el estómago…
—¿Puedo alimentarme de lo que encuentre por el camino, señor? —preguntó—. La comida sintética me parece algo insulsa.
—Te aconsejo que no comas nada que no provenga de estos paquetes. Puedes rellenar las garrafas de agua si no tienes otro remedio, pero asegúrate de que lo haces con agua corriente. Te pondrás enfermo si comes algo que crezca en un terreno desde el que no veas la ciudad. Si no me crees, puedes hacer la prueba. Yo mismo lo hice cuando fui al pasado y estuve enfermo dos días. No hablo de teorías vagas, son consejos basados en la experiencia.
—En la ciudad comemos comida local.
—La ciudad está cerca del óptimo. Tú vas a un lugar a mucha distancia al sur de él.
—¿Eso altera la comida, señor?
—Sí. ¿Alguna otra pregunta?
—No, señor.
—Bien. Hay alguien que quiere verte antes de que te marches.
Helward abrió la puerta interior que le indicó su jefe. Tras ella, en una sala pequeña, le esperaba su padre.
La primera reacción de Helward fue de sorpresa, seguida inmediatamente de incredulidad. Había visto a su padre apenas diez días atrás, cuando iba camino del norte. En este corto período de tiempo parecía haber envejecido repentina y terriblemente. Al verle entrar se levantó de su asiento, incluso tuvo que poner una mano en el brazo del sillón para mantener el equilibrio. Se dio la vuelta trabajosamente para encarar a Helward. Presentaba todas las características de un hombre de avanzada edad; el cuerpo encorvado, las ropas ralas cayéndole sobre el cuerpo y una mano temblorosa que salió al encuentro de la de su hijo.
—¡Helward! ¿Cómo estás, hijo?
Sus modales también habían cambiado. No quedaba rastro de esa indiferencia a la que Helward estaba tan acostumbrado.
—Padre… ¿cómo te encuentras?
—Estoy bien, hijo. El médico dice que tengo que tomarme las cosas con calma a partir de ahora. He ido al norte con demasiada frecuencia. —Volvió a sentarse. Helward se acercó instintivamente para ayudarle—. Me han dicho que vas a viajar al pasado. ¿Es eso cierto?